“¿Vos te creés que era como ahora Italia?”: la novela de quienes huyeron de la guerra pisando muertos y no quieren volver

Una mujer que vivió horrores, resistió, cruzó el Atlántico. Las preguntas de los jóvenes, que quieren saber. La hija que escucha. “Música materna”, de Graciela Batticuore es una ficción y también un testimonio.

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La Segunda Guerra Mundial en Italia, en "Música materna".
La Segunda Guerra Mundial en Italia, en "Música materna".

Música materna, de Graciela Batticuore, es muchas cosas juntas. Voy a tratar de desglosar algunas. En primer lugar, es un libro sobre la memoria. La evocación del recuerdo toma, en este libro, la forma de un estupor retrospectivo debido al asombro que nos causa un pasado suficientemente cercano como para recaer dentro de los límites biográficos de quien narra desde el presente. Se trata de un relato hecho de recuerdos que parecen tan distantes como imposibles. “¿Vos te creés que era como ahora Italia?”: es la pregunta insistente con la cual la narradora, María, va apuntalando el relato de su existencia, marcada por la emigración. Y es una pregunta dolida, que suena a la vez como un lamento pudoroso, como la justificación de una carencia y también como un reproche.

Se suele decir que uno de los rasgos característicos de la narrativa de la emigración es el espacio como elemento estructurante: siempre hay un aquí y un allá –el país de llegada y el de origen– a partir de los cuales se define la experiencia migratoria y se construye su narración. Pero en Música materna Italia parece más bien un tiempo, no tanto un lugar. Es un tiempo perdido en la distancia.

El relato que María hace de su vida está dictado por una dialéctica entre el asombro y la pérdida. Por un lado, el asombro está referido al modo de vida arcaico de una pequeña comunidad rural italiana, regida por valores que marcan una diferencia insalvable con el presente: el pastoreo, los matrimonios combinados, el aislamiento, la esencialidad de los recursos. Con su pregunta insistente –”¿vos te creés que era como ahora?” – la narradora quiere causar asombro en quien la escucha y al mismo tiempo, quizás, es ella misma la que no deja de sorprenderse por los cambios experimentados en su propia vida.

Por otro lado está la pérdida: “Tenía de todo yo cuando vivía con mamma, pero después llegué acá y no tuve más nada”. Sin embargo, la pérdida no es del todo consecuencia de la emigración, ni tampoco se refiere solo a la privación de los bienes materiales. El estallido de la Segunda Guerra Mundial, que sorprende a María y a su mamá en el pueblo de Castropignano, en la región italiana del Molise, causa al mismo tiempo la destrucción de las cosas y el fin de la inocencia, es decir, el derrumbe del sentido, de la posibilidad, para María, de entender lo que la rodea.

Es así que el tiempo de Italia, la memoria de la vida en Castropignano, queda enterrado como aquellos haberes que Felicia, la mamá de María, esconde en un sótano improvisado para que los soldados no los saqueen, para que no se pierdan. Después de cavar un hoyo y enterrar las sábanas y los jamones, la mujer cubre todo con tierra y siembra flores y tomates encima, para disimular el escondite. Pero la guerra lo echa todo a perder, las casas, las vidas, las uvas estrujadas por las bombas. Y esos haberes subterráneos quedarán sepultados en la oscuridad, mientras que María tendrá que huir de los bombardeos pisando muertos: es ahí que se produce la fractura irreparable. El tiempo de Italia ya estaba perdido desde antes de la emigración.

Ahora bien, en esa dialéctica, en ese ejercicio de la memoria, no hay añoranza: “ni loca me vuelvo yo”, dice la narradora más de una vez, “Yo no voy, yo no vuelvo a vivir ahí, ¿me entendiste?”. Y aunque María vuelve cada verano con su esposo, cuando ya las hijas están grandes y casadas, y la pasa bien y se reencuentra con los amigos y con los paisajes, de pronto experimenta repentinos cambios de humor, dice: “se me venían adentro de los ojos los recuerdos. Me parecía que estaba otra vez en ese tiempo.”

Graciela Batticuore, autora de "Música materna" (Alejandra López)
Graciela Batticuore, autora de "Música materna" (Alejandra López)

El trauma de María pasa por sus ojos: la niña ve a su hermana morir de parto, pero a pesar del dolor que experimenta, esa es una muerte íntima, contenida en el espacio cerrado de la casa y en los rituales del duelo. Con la guerra, en cambio, la muerte sale de las casas, se vuelve escandalosa, invasiva y sin sentido aparente: “Cuando salimos del campo para volver al pueblo los vimos y él me decía camina, María, camina adelante mío y no mires nada más. Pero yo tenía paura. No quería caminar porque tenía que pasar arriba de los muertos. Y él me decía, camina adelante, María, no mires nada más.”

Es entre el ver y el mirar aquellos muertos que María pierde la inocencia. En sus ojos está el núcleo inaprensible del daño: “Cuando yo vi eso me quedó para siempre en los ojos y pienso, Madonna santa, será que estoy transtornada?”. Por todo eso, María no entiende por qué la hija quiere conocer al pueblo: “Para qué querés ir al pueblo otra vez? ¿Para qué?”, no entiende como, para las generaciones sucesivas, Italia pueda desvincularse de esas imágenes de muerte.

Hay otro hilo conductor en este relato: el de la memoria del cuerpo y de sus otras pérdidas, la más terrible de las cuales es la muerte de los hijos: “Todo el cuerpo te duele cuando se te muere un hijo. La desgracia se siente en todo el cuerpo”. La muerte de los hijos aún no nacidos o recién nacidos se suma al trauma de la guerra y se manifiesta con el trastorno, la enfermedad, la locura. Hacia el final, la tensión entre el cuerpo dolorido y el estupor de la pérdida se vuelve más intensa.

La familia inmigrante.
La familia inmigrante.

Todo lo que parece descarnado, esencial, casi ritual, del relato, todas las emociones retenidas hasta ese momento por la voz de María, parecen finalmente tomar forma en el temor a la “locura”. María experimenta un vértigo súbito de querer tirarse a los autos que corren por las calles de Buenos Aires, un deseo de descontrol, de rendirse a su dolor de hija, de hermana, de mujer y de madre.

Entonces la vida de María se puebla de médicos, hombres que dictan su autoridad en su cuerpo, hombres distantes, inaccesibles en su sabiduría. Y sin embargo los médicos se equivocan, la engañan, hasta que uno de ellos, envuelto en el aura sagrada de haber sido el doctor de Evita, le pone una misteriosa inyección que hace posible el nacimiento de la segunda hija. La hija irrequieta, libre de fajas, la que hay que mandar a la escuela para domar su vitalidad, satisfacer su curiosidad: la hija que ahora la interroga.

Porque Música materna es, también, un diálogo entre generaciones, a pesar de que su forma discursiva aparenta ser un monólogo: hay una narradora en primera persona y hay un “vos” al que se dirige, que sabemos que es la hija, Nina, y por momentos, la nieta, Julia. La voz narradora se va constituyendo a lo largo del relato, manifestándose en sus idiosincrasias, sus modismos. La hija, en cambio, no tiene voz, es solo una instancia de escucha. Esa interlocutora muda pertenece a la segunda generación de inmigrantes, y está anclada en un presente de la enunciación que marca toda la distancia con el relato del tiempo perdido. Pero es justamente su presencia lo que da forma y justifica el relato. Su silencio se vuelve esencial para que se produzca el efecto de la comunicación literaria. Nosotros, los lectores, somos esa hija que escucha.

Lo que preguntan los jóvenes

Las nuevas generaciones son las que interrogan, las que quieren conocer: “Fue en la sobremesa, cuando estábamos todos juntos, grandes y chicos, entonces ella dijo bueno, ahora queremos que nos cuenten la historia de nuestra familia. ¿De dónde venimos nosotros?, preguntó Laurita”. De la misma manera, las generaciones anteriores están consustanciadas en la narración: el libro se cierra con un recuento genealógico en el cual María deletrea el nombre y el apellido de los abuelos, como garantía de verdad y, al mismo tiempo, como una afirmación de identidad, no sin el estupor de constatar que ella misma es el eslabón de una serie infinita de relatos familiares, el resultado de vidas pasadas, el origen de otras vidas.

Ahora bien, el diálogo entre una madre y una hija es una circunstancia íntima, y esa intimidad, por mucho tiempo considerada prerrogativa de la comunicación entre mujeres, y por ende de la literatura de mujeres, permite al lector abrirse a una dimensión privilegiada de comprensión de la realidad. La idea de la transmisión familiar de la memoria por vía femenina, por otro lado, también forma parte de una matriz normativa de género, que desplaza los grandes relatos históricos fuera del ámbito de la intimidad, y reserva para el espacio doméstico tan solo la charla confidencial, el fluir desordenado de la memoria, el cuchicheo arrullador. En otras palabras: la música materna que hilvana los recuerdos con la levedad de una cantilena. Creo que este libro es una celebración de la discursividad humilde y recóndita de las madres, y de su capacidad de vehicular y trasmitir los contenidos profundos de nuestra historia personal, familiar y colectiva.

Mujeres partisanas en la liberación de Milán (Keystone/Getty Images)
Mujeres partisanas en la liberación de Milán (Keystone/Getty Images)

Más allá de las circunstancias de la escritura –de la existencia concreta de la voz de la madre grabada y la sucesiva reelaboración literaria- , este libro es un testimonio. En primer lugar, un testimonio histórico sobre la experiencia migratoria desde el punto de vista de las mujeres. Es sabido que durante décadas, la historiografía de sesgo masculinizante ha pasado por alto la presencia femenina en todos los procesos que preceden, rodean y constituyen el fenómeno migratorio. Hasta los tempranos datos estadísticos estuvieron marcados por las omisiones sistemáticas en los registros de migraciones de las mujeres, consideradas como acompañantes del migrante varón, igual que equipajes o enseres de otro tipo.

Basta con leer el relato de María para recuperar la dimensión de epopeya femenina de la emigración: primero, la vida en el pueblo signada por la ausencia de los hombres, soldados o emigrantes; luego, la gran hazaña de la supervivencia en tiempos de guerra; y finalmente, la emigración forzada, el largo viaje por mar, el choque con la modernidad urbana de Buenos Aires, los procesos de adaptación a la nueva realidad, el rol de la mujer en la familia desarraigada.

Pero, si consideramos este libro un testimonio, también lo es desde el punto de vista antropológico, puesto que nos devuelve un retrato vívido de los usos y costumbres de la Italia rural antes de la guerra. Y no de cualquier Italia. Molise es el corazón invisible del país, quizás la región más silenciosa dentro del desafinado coro nacional. Molise ha sido un acervo de valores y costumbres atávicos, una frontera interna entre una modernidad nacional rezagada y el núcleo más duradero de la cultura campesina, localizada y arraigada en el Sur apenínico, y Castropignano es su microcosmos.

Molise, Italia. (Getty Images)
Molise, Italia. (Getty Images)

Abro un paréntesis: Molise fue protagonista en los últimos 10 años de un fenómeno de comunicación de masas que vio difundirse de manera viral en las redes sociales la frase “il molise non esiste”, a raíz de la cual, hubo un movimiento de rescate cultural que llevó a la candidadura y sucesivo reconocimiento de la trashumancia molisana como Patrimonio Cultural de la Humanidad por la Unesco. Aquellos paisajes de la infancia de María, marco de sus faenas cotidianas, de sus recorridos cansadores por los senderos pedregosos, los campos donde pastaron sus ovejas, son patrimonio de todos.

Pero decíamos que Música materna es un testimonio ocular y vivencial, autorizado por su carácter seudo-autobiográfico, marcado por el “yo vi”, “yo estuve”. Por sus características discursivas, conserva rasgos del testimonio oral, en el que quién escucha pretende desaparecer, y solo se toma la responsabilidad de fijar en la escritura el relato del otro para conferirle permanencia y difusión, superando los límites de la oralidad. Pero tal y como sucede con la escritura etnográfica, el que escucha no puede no estar en el texto: es el que formula las preguntas, cuyas huellas emergen de vez en cuando en el discurso, es quien le otorga realidad al relato. Y si Nina es la que transcribe las palabras de la madre, es porque por fin incorpora aquel testimonio en su propia visión del mundo, porque descubre que esas palabras, rotas y distantes, también le pertenecen.

Pero Música materna, como es obvio, no deja de ser una novela. Y como tal se relaciona con una tradición y con una lengua literaria que en más de un siglo, en la Argentina, se ha forjado en el contacto entre el castellano y el italiano, con sus dialectos (hay un subconsciente lingüístico italiano que emerge cada tanto, como lo siniestro de Freud, en la literatura argentina...). Y ahí están las palabras del tiempo italiano de María, que sobreviven en el flujo desordenado de un castellano crispado, que se tuerce y se resiste y al final cede al improperio molisano: mannaggia cristo, pelamaella, la paura, el manzine, el manzinielle.

En la prosa literaria argentina, los italianismos y dialectalismos fueron al principio huéspedes indeseados, marcas despectivas del personaje del inmigrante cuya incultura, por no decir inhumanidad, estaba toda ahí, en su lengua ominosa. Luego, apareció la marca cómica, el cocoliche circense, que dejó poco a poco lugar al grotesco, a esa amarga representación teatral de una marginalidad dolida y multicultural. Y por fin, ya estamos a mitad del siglo XX, las palabras ítalo-argeninas entran en la grande prosa literaria por la puerta principal, dan cuenta de una incorporación ya cumplida y son portadoras de contenidos profundos que ya no traducen tan solo la amargura de las clases inmigrantes, sino la condición humana en general tal como se ha sedimentado en este lugar del mundo que es Buenos Aires y la Argentina. No son tan extranjeras, entonces, las palabras de María, pero sí extrañas, como su sintaxis enrevesada, que procede en espirales: ni las unas ni la otra están domesticadas, no hay estetización, no hay estilización, sino por momentos una belleza que brota inesperada.

Música materna es una novela, decíamos, es decir, una ficción. Pero María nos hace saber que para ella no hay diferencia entre la verdad y la ficción: “Yo lo que te digo es verdad. ¿Cómo es la ficción, con qué la hacen?”. Luego pasa a contar una película con Sofia Loren, que le resulta del todo cierta: “¿Es la ficción o qué es? Si yo lo presencié todo lo que muestra la película?”. Así de simple se resuelve, en el texto, el gran tema del estatuto ficcional de la novela. Y efectivamente, ¿con qué se hace la ficción, si no con la realidad?

Finalmente, Música materna es el último eslabón en orden de tiempo, de lo que se ha dado en llamar “literatura de la inmigración”. Antonio Dal Masetto, Roberto Raschella, Griselda Gambaro, Mempo Giardinelli, Maria Teresa Andruetto… ya existe todo un canon, una clasificación por generaciones, una tradición crítica. Solo queda para constatar que este flujo no se interrumpe, que hay necesidad de una posmemoria de la inmigración que no está agotada aún, sino que nos sigue interpelando.

Una nota final: desde que empecé a leerlo, tuve la sensación de que detrás de ese relato íntimo había un relato colectivo. No sólo porque las experiencias narradas fueron experiencias colectivas -la guerra, la emigración- sino porque la modalidad misma del relato está más cerca de lo que Walter Benjamin entiende por narración oral, que es colectiva por definición, frente a la concepción libresca de la novela, que presupone, en cambio, la soledad del autor y del lector.

Pensándolo bien, el cuento cantilena de las madres reúne todas las características del narrador originario según Benjamin: la oralidad, la proximidad del cuentista a su oyente, la memoria transitoria de acontecimientos dispersos. Será, entonces, que la música materna es la forma originaria de la narración.

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