“Me permito hablar con conceptos filosóficos porque estoy en el país de Borges”, dice Jonathan Franzen, que acaba de llegar a Buenos Aires. Es uno de los invitados estelares del Festival Internacional de Literatura, Filba 2023, y arrancó su estadía porteña en un desayuno con un grupo de periodistas. No, en realidad un poco antes, aclara. Su experiencia local comenzó cuando se tomaba un café en el hotel y vio su primer pájaro.
Franzen, de 64 años cumplidos hace poco, tiene apariencia de tipo sencillo. Usa anteojos, una camisa azul a cuadros, parece casi un cliché de cómo se ve un escritor de su generación, de esos que escriben grandes novelas largas que celebran público y crítica, ganan premios, se meten en polémicas intelectuales, viajan por el mundo. Se parece a sí mismo. Y, a la vez, a la idea que se podría tener de antemano sobre él. Ah, y le gustan los pájaros, hace avistamiento desde 1999, cuando murió su madre, en cada lugar al que va. En Buenos Aires todo comenzó con un “caracara”, comenta, y nombra con esa especificidad al ave rapaz que acá se conoce como carancho.
Su día viernes va a seguir con más entrevistas, fotos para la que se predispone de buen humor –incluso se trepa a los pilares que hay en la vereda para el clic– y su participación en el Filba. Estel sábado 30, a las 11 de la mañana en el mismo lugar, el autor va a dictar una clase magistral, “Laboratorio de escrituras”, con un eje temático que apunta a cómo vencer el miedo a la página el blanco.
Temor que él no padece, para nada. O sí, pero lo trasciende. Es una máquina de escritura. Cuenta que pasó el verano estadounidense con un artículo de no ficción, y que pospuso su publicación a octubre para poder hacer avistamiento de aves en la Argentina. Lo dice y mira a sus interlocutores, espera la risa complacida, que llega, y sigue hablando.
Todo lo que tenga que ver con pájaros le da alegría. “No se puede estar obsesionado con dos cosas a la vez. Desde hace 20 años paso el cien por ciento del tiempo siendo escritor. Y después le dedico el cien por ciento de mi atención al avistamiento de aves durante algunas semanas”, cuenta. “Me gusta mirar las cosas. Si estoy en un aeropuerto, observo a la gente. Es un hábito, una forma de ser, y de vivir, que sirve para la literatura”, explica.
“La tercera persona es uno de los recursos más ricos de la historia humana”. Jonathan Franzen
Igual que Ernest Hemingway, Franzen nació en Illinois. Creció en la ciudad de St. Louis, en Missouri. Siempre cerca del río Misisipi, como William Faulkner. Ahora vive la mitad del tiempo en California, tierra de John Ernst Steinbeck. Llegó al mundo en 1959, cuando esos autores estadounidenses ya habían muerto o estaban en camino. Con los tres tiene en común más que las geografías. La idea de la “gran novela americana” surge en un intento de plasmar la esencia de una identidad nacional de ellos, una obra que sea fundacional, pilar de esos valores intangibles. Es larga, enorme, cuenta un cuento simple, que en realidad lo dice todo.
Ese concepto fallido ya desde el nombre (América es más que Estados Unidos) fue Norte de obra de muchos autores. Lo comenzó a pretender John William De Forest en el siglo XIX, se lo clavaron cual banderín a Steinbeck cuando ganó el Nobel de Literatura en 1962 y a lo largo de los años muchos escritores, desde Philip Roth y John Updike hasta Hemingway y Faulkner, entre otros, intentaron alcanzarla. El canon actual pone a Franzen, otro varón, como el número uno para tomar la antorcha.
Él, cuando habla de literatura, lo hace con pasión, sin pose. Y se sale del preconcepto falazmente viril. Sus referencias no omiten a las autoras, pero no las nombra para quedar bien. Al paso, en ejemplos de gustos propios, menciona a Elena Ferrante, y cita a Flannery O’´Connor o Rachel Cusk, del mismo modo que explica qué le resulta interesante de Vladimir Nabokov o que ama las novelas rusas y francesas del siglo XIX.
Franzen es una estrella indiscutida y llega elegantemente tarde a la cita. Como una diva. Un barbijo le tapa la cara. Asoman su pelo rubio, algo despeinado. Pero desmiente el posible desplante cuando se queda a cara pelada, sonríe amplio y murmura una disculpa que es un casi ininteligible “es muy de mañana”. Cuando comienzan las preguntas intenta entender el castellano y dice “hablo menos”, así literal, en lugar de “un poco”. Responde y cuenta todo como si fueran historias, con pausas dramáticas, suspensos y guiños de humor. Cada tanto frena para que la traductora no se pierda en ese laberinto y le asegura, varias veces, “estás haciendo un gran trabajo”.
La obra de Franzen está repleta de premios. Entre otros ganó el National Book Award en 2001 por Las correcciones, su tercera novela, que además fue nominada al Pulitzer, y que ahora, después de un intento fallido en 2012, finalmente va a ser una serie. “Fue un desastre de inicio a fin. El productor era complicado, el director no era correcto y yo ni siquiera veía televisión”, explica sobre aquella experiencia, de la que quedó un piloto “realmente malo, hecho por la gente equivocada”, asegura.
“Hace un año me contactó un productor joven, que había estado en aquella experiencia terrible, para adquirir los derechos. Y todo es diferente ahora. En este tiempo aprendí mucho sobre televisión, adquirí el gusto por las series y ya tenemos dos episodios completos. Las correcciones es la mejor de mis novelas para ser adaptada, porque tiene una estructura que permite lo episódico”, cuenta.
“Mis libros son largos y eso me protege, para que algunas familias pidan que los censuren deberían leer de mínimo 300 páginas”. Jonathan Franzen
Las historias de Franzen son de largo aliento, así que no publica un libro atrás de otro. Para explicar su proceso de trabajo lo compara con una expedición a la Antártida y por eso, aclara, “son años de preparación”. Ahora tiene algo nuevo entre manos, pero advierte que recién comienza, que “solo son unas páginas”.
Justo antes de venir a la Argentina, el autor le hizo una demanda colectiva, junto a colegas como John Grisham y George R.R. Martin, contra las empresas de tecnología detrás de la Inteligencia Artificial. El reclamo es porque se explotan sus obras, que usan para entrenar a los programas de chat bot, sin dar crédito o pagar derechos de autor. “No es inteligencia artificial, porque en realidad es estúpida”, bromea. Muy a tono con el tópico de este año de Filba, que es “La máquina humana”. Desde la organización, explican la elección: “Frente a la cultura de máquinas y algoritmos que postulan soluciones sin vida al problema de vivir, la literatura se asoma desde el fondo del enigma humano para recordarnos que ella es mejor”.
Franzen siempre supo que iba a ser escritor. Ahora cuando no escribe una novela hace guiones, periodismo, ensayos, traducciones. No le fue fácil conseguirlo. Su familia no es ilustrada o acomodada. Tampoco tuvo suerte de principiante. Cuando estaba en la universidad les prometió a sus padres que si no conseguía publicar antes de los 25 años dejaría de lado su sueño literario para estudiar Derecho. Y no llegó. Pero siguió intentando. A los 26 se encerró a escribir y terminó su primera novela. Ninguna editorial le prestó atención. Tenía 29 cuando finalmente salió Ciudad veintisiete (1988), que pasó sin pena ni gloria por las librerías. Con Movimiento fuerte (1992) tampoco pasó mucho. “El silencio de la irrelevancia”, describió años más tarde sobre aquella época.
Pero con el cambio de siglo también cambió su vida. Ya tenía 41 años cuando enhebró su aguja con Las correcciones, que apareció una semana antes de los atentados de las Torres Gemelas y calibró perfecto el humor de época con su disección y análisis lucido, realista, descarnado y tierno del estilo de vida estadounidense y sus excesos capitalistas a finales de los noventa. El diario The Guardian lo calificó como “un genio literario de nuestro tiempo” y el Daily Telegraph declaró que su libro era “la gran novela americana de nuestra era”. La crítica lo elevó al podio ocupado por Thomas Pynchon y Don DeLillo. Ahí sigue.
Este hombre afable, simpático, que suplica volver a hablar de pájaros, ahora come una medialuna y declara: “no me importa si es muy dulce, estoy de vacaciones”. No se parece en nada a la imagen que pintan sus detractores, que lo acusan de generar polémicas. El inicio del entuerto podría haber sido hace décadas, cuando dijo en una entrevista que había una gran diferencia entre “la tradición literaria de alto nivel” y “los libros de entretenimiento”, que por eso no le interesaba mucho estar en el famoso club de lectura de Oprah Winfrey con Las Correcciones. La influyente presentadora tiene un público masivo y fiel, que condenó al autor al instante. Llegó a sentirse, diría tiempo después, como “uno de los más odiados de América”.
Sobre Facebook, en su inicio avisó que sólo servía para fomentar el narcisismo. En el auge de Twitter aseguró que representaba todo lo que odiaba. Sigue sin usar redes sociales. Pero no está en contra de la tecnología como herramienta, dice. La usa para ayudarse con las traducciones, cuenta. “El objetivo de Sillicon Valley es mantener a los usuarios ocupados, pegados a las pantallas. Y ahora las personas se la pasan generando contenido sobre sí mismas”, analiza. No es un villano. Es atinado, brillante y sin filtros. ¿Pero para que sirven los filtros? Franzen escribe y debate del mismo modo. Con contundencia, argumento y precisión cruda.
“Vine a este evento a intercambiar con lectores y conocer nuevas lecturas, pero la verdad, más que nada, estoy por el avistamiento de aves”. Jonathan Franzen
Su puntada literaria sucedió en 2010, cuando publicó Libertad. La novela es el retrato a lo largo de varias décadas de una familia del Medio Oeste, que le sirve para hacer su radiografía incisiva de la actualidad- Fue un éxito. El New York Times la tildó de “obra maestra de la ficción estadounidense”. El entonces presidente Barack Obama la leía en público. La revista Time puso a Franzen en su célebre portada. Oprah lo volvió a invitar a su programa de televisión y seleccionó el libro para su club de lectura. Esa vez, el autor aceptó. O no se quejó.
Desde entonces, Franzen balancea el amor y el odio que recibe del mundo. “Ay, le gustan los pájaros”, se enternece el público. Y eso se nota, de fondo, también en la trama de Libertad. Aunque no es fan de la hoy tan en boga “literatura del yo” ni de escribir en primera persona, sí exploró lo autobiográfico en no ficción y usa sus intereses en la ficción. “La tercera persona es uno de los recursos más ricos de la historia humana, ¿por qué no usarlo?”, se pregunta jocosa y retóricamente. Después, explica, profundiza: “Como lector me gusta más, siento que me cuentan una historia, me mete en la experiencia sin costuras”.
Eso que le gusta, lo hace. Pureza, que salió en 2015, es otra novela casi decimonónica, que cuenta una historia multigeneracional y explora temas como el amor, la paternidad y la política sexual. Ahí hubo algunas otras controversias. Lo acusaron de misógino. “Escribo con libertad, sobre lo que quiero”, dice y cuenta que le halaga y alegra mucho que recomienden leerlo en las escuelas. “Mis libros son largos y eso me protege, para que algunas familias pidan que los censuren deberían leer de mínimo 300 páginas”, bromea.
En 2021 siguió cosiendo su obra literaria con Encrucijadas, la primera parte de un proyecto de trilogía que también teje una saga familiar. Entre novelas suele hacer piezas de no ficción en algunas de las revistas más prestigiosas del mundo, y después reelabora y recopila esas piezas en libros temáticos. Cómo estar solo (2002), tiene reportajes, artículos y ensayos, entre otros uno sobre el destino de la novela. En Zona templada (2004) y Zona fría (2006) va por la reflexión autobiográfica. Más afuera (2012) reúne artículos en donde piensa sobre abuso de las nuevas tecnologías y como erosionan el sentido de la intimidad. El fin del fin de la Tierra (2018), que acaba de salir su traducción al español, es un popurrí de reseñas literarias, una oda a su viejo amigo David Foster Wallace, crónicas de viajes y análisis de políticos con el ojo puesto en Donald Trump.
Franzen sigue su rutina entre el estado de creación y el análisis del mundo. No le interesan las polémicas, dice, pero las genera. “Es un genio” versus “no es para tanto” es el halo que lo rodea, el murmullo que lo acompaña. Parece no importarle. Con la capacidad real de mover el avispero en los circuitos de la alta literatura, pero también de embarrarse en los debates culturales más coyunturales, hará lo suyo en la Argentina. Esto incluye su pasión pajarera: “Vine a este evento a intercambiar con lectores y conocer nuevas lecturas, pero la verdad, más que nada, estoy por el avistamiento de aves. Dos días de literatura en Filba y luego dos semanas de naturaleza en Salta”.