¡Hola! Gracias por estar esta semana también. Se viene un newsletter atípico, raro. Siempre hablo de un libro; esta vez voy a contar una historia. Lo que pasó es que mi colega Hinde Pomeraniec publicó en su newsletter —que te recomiendo, podés registrarte gratis acá— una reflexión sobre el amor, haciendo un paseo notable por libros y películas que lo encaran de distintas maneras.
Me hizo pensar y empecé a dialogar con ella mentalmente. Así que lo escribí. Acá va. Después me contás.
Querida Hinde:
Leí tu newsletter sobre el amor. Cómo no estar con vos. Cómo no hacerse esas preguntas: ¿un amor tibio para siempre o una pasión tremenda que golpee y se vaya pero te deje transformada? ¿Cómo no dudar entre un amor montaña rusa y un amor paseo en los botecitos del lago? Cómo no elegir la pasión.
Como muchos, me sentí identificada con tu texto. Pero también pensé otras cosas. Pensé en que, como decía el gurú Charly García, “el sueño de un sol y de un mar y una vida peligrosa (...) hace bien tanto como hace mal”, aunque nuestro pensamiento romántico siga valorando más jugarse la vida que conservarla. Pensé que a veces nos bajamos tan abollados de la montaña rusa que apenas nos da para el botecito. Que mucho no se dice pero en el bote de la serenidad hay que remar. Que esa remada exige, un día sí y el otro también, un cuerpo a cuerpo contra el narcisismo y la neurosis, dos luchadores forzudos.
Sin embargo, no vine acá a decir: “mejor el amor manso y tranquilo” sino que me acordé de que hay otras opciones.
Te cuento:
Arrancaba la década del 30 en Buenos Aires. Villa Crespo, para ser más precisos. No mucho antes había llegado a esas calles —todavía serpenteaba por ahí el arroyo Maldonado— una familia de judíos turcos. Madre, padre, siete hijos. Una de las del medio era mi abuela Julia.
Catorce años tenía cuando lo vio pasar. Él vestía de uniforme, por entonces la colimba se hacía a los 21. Pelo negro, porte varonil. Ella estaba en la puerta con las amigas. Y sintió el rayo.
La escena se repitió: él vivía cerca, caminaba esas calles de vuelta del cuartel. Un día ella —la de 14— lo abordó. “Lo invité al baile”, me iba a contar siglos después. Él era parco y concreto; ella charlatana, de una familia en la que se decían “todos artistas”. Él aceptó.
Bailaron, bailaron mucho. En los meses que siguieron hicieron zaguán. Fueron al Rosedal. Luego él salió del ejército y fue a trabajar a la fábrica de su padre.
Había un problema: Samuel no era sefaradí, esa rama de los judíos que fueron expulsados de España en 1492, vivieron en Turquía, Líbano, Siria, y se quedaron apegados a las costumbres orientales.
Samuel —siempre le dijeron Lule— era hijo de galitzianos, nacidos en lo que hoy es Ucrania. Es decir, de la otra rama de los judíos, los llamados “ashkenazíes”, venidos de Europa Central.
Es honda la grieta que divide ashkenazíes de sefaradíes: tienen templos separados, tradiciones diferentes, una desconfianza de siglos. Tanto para Julia como para Lule era difícil hablar con la propia familia. Pero bueno, habían bailado… Y algo más: para ellos la tierra de sus padres era el pasado. Ellos eran argentinos y este país era todo futuro. Podían dibujar a mano el mapa, cantar las canciones patrias y hasta se asomaron al tango. En este suelo joven como ellos iban a hacer la vida que moldearan ellos.
Cuando se animaron, mi abuelo Lule tocó el timbre de la casa de Julia y se paró frente a mi bisabuelo Felipe. En fin, la quería, iba en serio. Así las cosas. Felipe lo recibió sin mermelada:
—Tengo una muy mala opinión de los suyos, está en usted cambiarla.
Se casaron 9, 10 años después, en agosto de 1941. Su hija, mi mamá, nació a fines de 1942.
Él siguió elegante, ella siguió coqueta. Él usaba anillos que dejaba en un cenicero grande, de vidrio azul, al entrar a la casa; ella se hacía esos peinados para arriba, armados y con mucho spray.
Ella se lo ponía del brazo y lo exhibía, tanto le gustaba. Él se dejaba hacer. Ella bailaba turco en las fiestas de la familia, moviendo todo. Él se hacía el recio, un paso al costado, media sonrisa.
Ella salía en las fotos de los veraneos en Mar del Plata posando como una estrella de cine; él con mirada taciturna.
Trabajaron. Él tuvo su fábrica de muebles; ella —que había dejado su puesto de obrera en Alpargatas cuando se casó— con el tiempo abrió una tintorería. En casa y, cuando la nena creció y se fue, en la tintorería.
Algunas veces oí que él rezongaba: que ella “siempre tenía miedo de todo”, que no lo dejó comprar ese departamento en La Feliz cuando eran los buenos tiempos, esas cosas. Pero siempre con esa mirada que se le iba detrás de su pollera.
Ella jugaba al póker con las amigas; cuando llegaban “las chicas” él se iba al café a leer el diario. Él iba a la cancha a ver al Bohemio —”porque ahí dejás todos los nervios”—; ella se juntaba con sus hermanas en tés interminables. Seguro discutían, pero nunca delante de otros.
A ella siempre la oí presumir de él hasta cuando —ya éramos todos grandes— vino a quejarse conmigo de que a los ochenta y pico él “todavía quería”.
Cuando él tenía 91 y ella 85 mis viejos se fueron a vivir muy lejos. Él no quería ir. Me lo dijo a mí: “¿Qué voy a hacer allá a los 90? ¿Voy a mirar la tele? Miro acá. Si pudiera trabajar, si tuviera 70....”.
Se fueron, porque él no le sabía decir que no a su nena. Pero al mes Lule se enfermó y murió enseguida. En los últimos días, en la cama, ella lo tuvo horas de la mano. “Te quiero”, le dijo en un momento. Y él -el parco, el recio-, contestó: “Yo no te quiero... yo te amo”.
¿Iba a poder seguir mi abuela sin ese hombre para el que vivía, para el que se ponía cremas, para el que hacía gimnasia todas las mañanas (100 bicicletas, flexiones, las manos tocando el piso...)?
Sí, iba a poder, porque los buenos amores fortalecen, no debilitan. Le hicieron una lápida en forma de corazón.
Tiempo después ella volvió a este país, al que siempre llamó “mi Argentina”, pero vino de visita. Paró un par de meses en casa y, con mi mujer, le propusimos que se quedara. Su departamento de siempre seguía ahí, varios de sus hermanos, sus sobrinos, sus vecinos...
Dijo que no: “Yo voy a estar donde está él”.
Una imagen fuerte del judaísmo es la del fuego que no se apaga. La famosa zarza ardiente con la que Dios se le presentó a Moisés. O el candelabro que, en tiempos de la dominación griega, tenía aceite para un día pero estuvo encendido durante ocho. No hace falta ser religioso: se puede arder y durar. Hay algo divino ahí, pero se puede.
Arder y durar: ese fue el legado.
Para mí nunca esperé menos.
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Hasta la próxima,
Patricia