El aterrizaje en el Aeropuerto Internacional de Ezeiza suele ocurrir luego de por lo menos ocho horas de vuelo. Un turista promedio llega a Buenos Aires después de pasar una noche prácticamente sin dormir, con hambre, con la incomodidad de vestir ropa para otras latitudes y mucho equipaje. Después de estirar las piernas, recuperar sus bártulos y pasar por Aduana, tendrá por delante, al menos, una hora más en auto para llegar a la ciudad o quizá necesite aún más tiempo para dirigirse a otro lugar en el interior de la provincia.
La protagonista de Vladimir, la obra con la que la escritora argentina Leticia Martin ganó el Premio Lumen de Novela 2023, vuela desde los Estados Unidos, donde vivió con su familia, que dejó la Argentina después del golpe de Estado de 1976. Guinea –así se llama– ha decidido dejar atrás su vida de profesora para retornar e instalarse en Mataderos. Antes de bajar, el avión sobrevuela la zona de Ezeiza hasta que logra aterrizar a pesar de un apagón general.
Sin posibilidad de cargar el teléfono ni de conectarlo a internet, Guinea pierde los datos de su hospedaje. En medio del caos y con acento estadounidense, sale caminando a la autopista. Llega a la entrada de un predio deportivo y ahí se detiene un coche, cuyo conductor le ofrece el asiento de acompañante. Y así, sin poder contactar a nadie más, se va sumergiendo en la vida de este hombre, instalándose con él y su hijo adolescente, Vladimir –que presta su nombre para titular la novela– en un barrio privado de las afueras de la ciudad.
Con el correr de las páginas, sabremos que Guinea llegó a Buenos Aires para huir de un amor prohibido con un alumno menor de edad. Descubriremos también que, al igual que Humbert Humbert –así se llamaba el padrastro de Lolita en la célebre novela de Vladimir Nabokov–, se dedicaba a enseñar literatura en la Universidad de Ramsdale, de donde ha partido “casi sin poder pensarlo, sin despedirme de mis alumnos y de mi familia” porque, como declara al comenzar la historia, “mi caso terminó siendo más que un rumor de pasillos, y mi cara, el blanco de ataque de padres y madres indignados. Aquí he vuelto a ser una del montón”. A diferencia de Humbert, ella ha decidido salir de la relación y buscar otra vida, en otro lugar.
En Vladimir Martin creó un escenario distópico que precipita la acción en un marco de catástrofe que se cruza con el deseo secreto e irreprimible de Guinea, una mujer inteligente y madura, que ha sabido ser independiente y temeraria aunque no por eso se comporte de manera virtuosa ni heroica. Mucha tinta ha corrido sobre hombres de mediana edad que se enamoran de jóvenes adolescentes, pero poco se ha escrito sobre la situación inversa, es decir, cuando es una mujer quien ocupa el rol de la persona mayor en la relación.
En una época de luchas y conquistas de género, Martin reescribe con gran libertad la Lolita del escritor ruso, invirtiendo los géneros de sus protagonistas. La autora explica que, al igual que Nabokov, debió “dejar la moral de costado para poder escribir la novela” e imaginar cómo una mujer tiene la capacidad de desarrollar su lado violento. Y agrega en este sentido que “si queremos tener todos los derechos, es interesante pensarnos como seres peligrosos”.
En esta versión, se menciona el deseo y el sexo, pero la autora lo hace sin dar detalles, sin transformar la novela en lo que ella misma denomina “una exhibición sexual”. Lo que sí forma parte de la narración de manera explícita son las pesadillas o temores más actuales y cotidianos: el miedo a desconectarse digitalmente, sin poder comunicar dónde nos encontramos, habitando un mundo de personas desconocidas y sin entender lo que sucede, pero, sobre todo, sin saber si se trata de una situación individual o generalizada. Así puede definirse el mundo en que aterriza Guinea.
En Vladimir, esa escena aparece como una situación generalizada e internacional, inspirada, en parte, en el conjunto de interrupciones del suministro de energía eléctrica del 16 de junio de 2019 que afectaron al territorio de Argentina casi en su totalidad, abarcando incluso una parte de Paraguay y de Uruguay. La novela se pregunta qué pasaría si esta situación se extendiera en tiempo y espacio, ya que, como sociedad, hemos delegado la información, las comunicaciones y las transacciones comerciales a fuentes digitales y a dispositivos que necesitan alimentarse de la electricidad, sin un reaseguro tangible.
Esta falta de reaseguro ha llevado al filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han a observar cómo “hoy estamos en la transición de la era de las cosas a la era de las no-cosas. No son las cosas, sino la información, lo que determina el mundo en que vivimos” –escribe en su ensayo No-cosas–. Y ya no hay vuelta atrás. En el escenario que plantea Vladimir, la información se ha evaporado y con ella han desaparecido los controles aduaneros, la internet, los teléfonos, el comercio tal como lo conocemos y el Home Banking.
A medida que el personaje va entendiendo las nuevas condiciones, va también explorando los límites de lo humano y es por eso que la presencia de dos grandes perros cobra relevancia. “Los perros no van a saber medir a la hora de elegir entre sobrevivir o morirse de hambre. Es un peligro tenerlos acá” –opina Guinea– . Al respecto, Martin ha manifestado su interés en el punto “donde se termina lo humano y empieza la especie de monstruo humano que podemos ser”.
Lolita fue publicada por primera vez en Francia en 1955 y el contexto de su difusión provocó controversias. En su reseña de 1958 para el The New Yorker, el crítico estadounidense Donald Malcolm se refería a las gasolinerías, moteles y pistas de patinaje sobre hielo que Humbert y Lolita recorrían en su huida por los Estados Unidos de la década del ‘50.
Según él, las descripciones evocan un paisaje cuya intensidad no admite la posibilidad de estar observando directamente el mundo real u ordinario, sino una visión. “Por muy acostumbrado que esté el lector moderno a examinar, con perfecta compostura, esos grupos de traviesos monosílabos que componen la ordinaria y ‘poderosa’ novela de desviación sexual, es probable que se encuentre completamente desconcertado por la comedida e ingeniosa crónica del señor Nabokov sobre la lujuria de un hombre por una niña. Semejante lujuria, hay que admitirlo, es monstruosa. Pero también hay que entender que los monstruos que ha creado el señor Nabokov pertenecen a la mitología o la poesía, no al naturalismo” –dice su artículo–.
Vladimir invierte el género de los protagonistas, pero también los acerca en tiempo y espacio, jugando con las fantasías y temores de nuestra cotidianeidad. Y hoy el monstruo parece alejarse de un terreno mitológico para entrar en el horizonte de lo posible.
“Vladimir” (fragmento)
1
Mi vuelo está cerca de aterrizar justo antes del desastre. El piloto decide esperar en el aire. Inicia una nueva vuelta sobre el aeropuerto. Me asomo por la ventanilla. Se ven la terminal aérea y algunas casitas amontonadas en los barrios cercanos a Ezeiza. Casi todo está oscuro. Si bien lo intento, no reconozco ningún monumento o edificio en particular.
Todo me parece nuevo, un lugar en el que nunca estuve. O mejor dicho: una postal borrosa del pasado, la mezcla del vacío de aquel día que nos fuimos del país con los recuerdos construidos a fuerza de la insistencia de mis padres en relatar mi infancia. Al pasar por encima de la pista de aterrizaje observo que algunas luces todavía van y vienen, parpadean. Pienso que se trata de un desperfecto pasajero.
Viajo en clase turista, como siempre que me subo a un avión. Voy sentada junto a la ventanilla. Las azafatas piden que no entremos en pánico y que permanezcamos en nuestras butacas hasta que el piloto finalice las maniobras. Podremos quitarnos los cinturones de seguridad cuando estemos en tierra. Aún no lo sospecho, pero nos quedan como dos horas girando en círculos sobre el aeropuerto. Se percibe ansiedad en la tripulación.
Apenas den la orden de desocupar el Boeing 777 que me tocó en suerte voy a salir corriendo. Me siento asfixiada por primera vez en mi vida. Algo en mí quiere huir. Repaso mentalmente la sucesión de movimientos que me conducirán a la salida cuando estemos en el aeropuerto.
Ahora el piloto nos acerca a una puerta de emergencia que acaban de habilitar. Sigue las señas del guía de aterrizaje que está en la pista. Todo parece saturado. Desde aquí ya pueden verse filas de personas aglutinadas detrás de las paredes de vidrio de la terminal.
Salgo por una manga de lona. El aire es denso y húmedo. No hace frío en Buenos Aires. Aunque son casi las ocho de la noche, el sol no termina de caer. Parte de mi equipaje está en la bodega del avión. No es poco lo que una mueve cuando se muda de ciudad por tiempo indefinido.
Me da pena haber tenido que dejar Ramsdale de un modo tan absurdo, casi sin poder pensarlo, sin despedirme de mis alumnos y de mi familia. Pero acá estoy ahora, y es tarde para lamentarme. Será que así debieron ser las cosas.
Miro mi teléfono. Un mensaje de Nicholas me reclama. Quiere saber dónde estoy. Quiere verme. Todavía no lo sé, pero es el último mensaje que recibiré en mi celular. De haber imaginado que iba a terminar viviendo semejante desquicio, quizá hubiera podido responderle algo antes de salir de Ramsdale. Me habría disculpado. Pero no quise pasar por otra despedida. No ahora, a esta edad.
Pienso qué palabras podría escribirle después, cuando esté ubicada en algún lugar más tranquilo y decida por fin dar respuesta a este mensaje.
«Lo siento, Nicholas. Lamento todo lo que te hice y esta situación que ahora estás viviendo».
Quién es Leticia Martin
♦ Nació en Buenos Aires en 1975. Es narradora, poeta y crítica cultural. Obtuvo la Licenciatura en Ciencias de la Comunicación (UBA) y el Posgrado Internacional en Gestión Cultural y Políticas de Comunicación (FLACSO).
♦ Entre sus novelas se cuentan El gusto, Estrógenos, Topadoras oxidadas y Un ruido nuevo. También es autora de una serie extensa de libros de poesía. En 2017 publicó el libro de ensayos Feminismos.
♦ El volumen de cuentos titulado Todo lo que no es boca en mi cuerpo grita aparecerá próximamente en Argentina.
♦ En 2023 obtuvo el I Premio Lumen de novela con Vladimir.