En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos, autores y autoras cuentan el detrás de escena de sus libros. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría.
En este caso, la escritora argentina Melina Torres cuenta en primera persona la “cocina literaria” de su último libro, Zona liberada, en la que continúa la historia de su ya célebre personaje Silvana Aguirre, jefa del departamento de criminología de Rosario.
Entre incendios, agronegocios, narcotráfico y una ciudad que “estalla en cada rincón”, esta “lesbiana malhablada y malhumorada” deberá resolver el asesinato del “gran pintor argentino, el último gran artista del siglo XXI, el más excéntrico de los virtuosos, el más copiado”.
Dice la contratapa de Zona liberada: “Mientras en Rosario los asesinatos se multiplican y sobrevivir en las calles empieza a convertirse en una lotería, el misterio en torno al pintor no para de crecer. ¿Cuáles fueron las circunstancias de su muerte? ¿Qué secreto guardaba en su vida íntima? Silvana Aguirre vuelve recargada, navegando las aguas marrones del Paraná, defendiendo a los propios y enfrentando a los poderosos”.
Cómo escribí “Zona liberada”
Vayamos por partes: Silvana Aguirre nació de una consigna de taller. Jamás se me hubiera ocurrido escribir un cuento policial. Pero como cada martes me tomaba el colectivo desde Rosario para viajar a Buenos Aires por cuatro horas, lo que duraba el taller al que yo asistía sin que el dolor de lumbares, la vuelta a casa de madrugada, y la cena de sandwichitos en Retiro fueran un impedimento, tampoco lo fue la extraña propuesta de escribir siguiendo una consigna.
Así, de golpe y porrazo, entró a mi vida Silvana Aguirre, jefa del departamento de criminología de Rosario. Lesbiana, malhablada y malhumorada. Todo eso sucedió hace más de 10 años. Hoy Aguirre tiene tres libros (uno de cuentos y dos novelas), y lectores que me escriben al correo, a las redes, me preguntan cosas y demuestran un fanatismo y una ansiedad que una, que es de sueños cortos, a veces se le vuelve imposible de creer.
En Zona liberada, Aguirre debe cruzar a la isla frente a Rosario para intervenir en el asesinato de un artista plástico. Ojo, no cualquier tipo: Ramón Uriarte Gómez Olavalle, el gran pintor argentino, el último gran artista del siglo XXI, el más excéntrico de los virtuosos, el más copiado, había sido asesinado y Aguirre debe encontrar los lazos que lo llevaron a esas circunstancias.
Zona liberada se abre de a poco entre un ir y venir de Rosario a las islas frente a la ciudad. Es verano en el litoral. Es 30 de diciembre, mes de los atracones y las falsas reconciliaciones, y la ciudad estalla en cada rincón. Silvana Aguirre se hace cargo de la investigación por el homicidio del artista plástico, pero debe compartir trabajo con un par entrerriano, un policía de isla que no se la hace fácil.
La novela se desarrolla entre Rosario y las islas frente al Paraná. Es una novela de amistad y de pequeñas épicas cotidianas, aunque tenga el rótulo de novela negra.
Hacía rato venía pensando la historia de Ramón sin saber bien porqué. Se me viene un verso de Estela Figueroa a la cabeza: “tejo con frenesí, un techo de palabras que todavía no nacieron”. Por otro lado, tenía la intención de sacarla a Aguirre del asfalto rosarino y me tuve que buscar una salida más o menos digna para poder ver atardeceres limpios de edificios. Como en la anterior entrega, Silvana Aguirre no está sola: la acompañan Ulises Herrera, que es su fiel compañero con el que recorren bodegones y comen como si no existiera un después, y la Correntina, toda ella un exceso.
La novela tiene hilos diferentes. Por un lado, está la muerte de un artista de fama internacional, que me dio el pie para hablar del mundo del arte, de los entretelones, de cifras insólitas y de robos millonarios que ocurrieron en la ciudad. Pero, por otra parte, también está la hipótesis del agronegocio y de cómo mutó la fisonomía isleña desde el 2000 a esta parte, lo que convirtió a la zona de las islas en un gran corredor de extracción de recursos naturales. Todo eso en un contexto de novela negra donde el narcocrimen tiene un telón de fondo importante, pero sin ser el sostén fundamental de la trama.
Para darle forma a Ramón, tuve muy presente al fotógrafo Sergio Larraín. Siempre me interesó su fotografía pero también su vida, cómo pasó de trabajar en la agencia más importante de fotografía, Magnum, para retirarse a escribir, practicar yoga y mantener contacto con el mundo exterior casi exclusivamente a través de cartas.
Hace unos años, una amiga chilena, artista plástica y crítica de arte, me hizo llegar un libro maravilloso que no solo tiene una porción importante de sus fotografías, sino que también están algunos de sus escritos con sus reflexiones sobre el arte y sobre la vida.
“Sé que a la fotografía como todo arte hay que buscarla dentro de sí. La fotografía perfecta es como un milagro, sucede en un instante de luz, formas, tema y estado de ánimo perfecto: uno aprieta un botón casi sin saberlo y el milagro ocurre”. Ese modo de entender el arte en Larraín siempre me cautivó, su manera de hamacarse en el mundo, de existir.
Fue ahí que dije por qué no, y entonces empecé a darle forma a un artista así, pero en el litoral. Creé un pintor que, a lo Larraín, se sabe retirar del mundo, un tipo muy conectado con el mundo exterior pero también interior. ¿Cómo es que un personaje así aparece asesinado? Esa va a ser la piedra para abrir no solo la investigación sino la novela.
Escribir, bailar y caminar son prácticas de las cuales una no sale como entró. Una no es la misma después de andar hora y media entre los eucaliptos del parque Independencia, todo se calma, todo ese run run mental, ese monólogo pavote se serena. Lo mismo que al escribir una novela de largo aliento. Durante un tiempo, una llora secretamente a los suyos, se enamora locamente, se decepciona, emprende una aventura y después apaga la computadora y vuelve a la vida diaria con el disfrute y el cansancio del viaje en el cuerpo entero. Ojalá a quienes lean Zona liberada les suceda lo mismo.
“Zona liberada” (fragmento)
Parada junto al río con la mano derecha en la cabeza como visera, Aguirre se pisaba el malhumor. Tenía no pocos motivos, pero quizás el más importante era un chajá perdiendo la vida en la parte trasera de su auto, gracias a la llamada absurda del intendente para ver qué había pasado ahí enfrente. Por enfrente él se había referido a lo que ocurría en la isla, al otro lado de la costa rosarina, apenas cruzando el Paraná. Era diciembre, mes de los atracones y las falsas reconciliaciones, y Aguirre lo único que quería era cortar el postre que había comprado una hora antes en el Rey del Chajá y comer la bandeja de sándwiches que había reservado, para toda la oficina, el día anterior. Por eso, cuando Herrera la llamó, lo primero que hizo fue ladrarle.
—¿Dónde está tu obsesión por la puntualidad, Silvana?
—Perdiendo el tiempo en pelotudeces.
—Ah, bien...
—No estoy para vueltas —lo cortó en seco.
—Ni falta que lo aclares, te llamé porque…
—Estoy —no lo dejó terminar— esperando una lancha de mierda porque al que te jedi se le ocurrió que cruce a la isla.
—¿A la isla? ¿A qué isla?
—A qué isla va a ser, Ulises. Acá al frente, a ver de cerca la ineptitud entrerriana. Doce del mediodía, un calor que te revienta el marote y los hijos de puta que no son capaces de apagar un puto incendio.
—Estoy confundido.
—Empiecen sin mí porque no llego —dijo Aguirre y cortó la conversación.
Al otro lado de la isla un punto avanzaba con lenta solemnidad, adquiriendo, a medida que se acercaba, las características necesarias para ser identificado con una forma humana: brazos, cabeza y piernas. El punto-hombre remaba con tal ceremonia que, al verlo, Aguirre sintió que se le iba a explotar el corazón. Unos metros antes de acercarse a la costa, el punto-hombre-balsero detuvo la marcha, extendió con calma los remos sobre la balsa y sacó un celular de su bolsillo trasero. Marcó un número y en ese momento Aguirre escuchó sonar el suyo. Sin llegar a entender del todo la situación, mirándolo a los ojos, sintiendo que el destino se le estaba burlando, escuchó que el balsero dijo: “Aguirre, veo que es a usted a quien tengo que llevar del otro lado. Mi nombre es Ortiz y soy su contacto en la isla. Pa’ servirle”.
Dos posibilidades tenía Aguirre en ese momento, porque a veces o casi siempre es eso: elegir. Y esas pequeñas e insustanciales elecciones, de las que ni se sospecha, pueden alterar el curso entero de una vida. Entonces ella podría haber vuelto sobre sus pasos, encender el motor del auto, arrancar, manejar hasta la oficina con aire acondicionado del secretario del intendente, sacarle el celular de la mano y zapatearle la pantalla. Porque solamente a alguien con aire acondicionado eligiendo tal o cual hashtag se le podría ocurrir mandar a buscar a la jefa del Departamento de Criminología de Rosario en una embarcación tan precaria con un sol cenital partiéndole los buenos pensamientos a cualquiera. Pero no lo hizo. Tomó otra decisión porque, al fin y al cabo, ahí estaban, dos pobres diablos unidos por la incapacidad estatal un 30 de diciembre.
En el trayecto, Ortiz explicó que el occiso no era un hombre cualquiera. También le contó, como si fuera parte de lo mismo, que la lancha se le había averiado esa misma mañana, algo relacionado con el motor de arranque, pero que él, Ortiz, no iba a dejarla a pie, o a nado en todo caso. Aguirre intuía lo primero, de lo segundo no opinaba. Ortiz remaba con la misma calma con la que ella lo había visto avanzar. Fue él quien llamó para que alguien acudiera. Era algo así como un empleado del muerto. En realidad, mucho más, sentenció.
—¿Lo encontró usted?
—Sí. Menos mal que fui a preguntarle un par de cosas…
—¿Eran amigos?
—Bah —dijo espantando un mosquito—. Yo trabajaba pa’ él.
Sentado en una punta de la canoa, Ortiz metía cada remo en el agua con parsimonia y pesadez, parecía estar revolviendo un dulce de leche gigante, marrón, espeso e impenetrable. Aguirre lo miraba hacer desde la otra punta. El paisaje soberbio del Paraná, el sonido del agua y un montón de dudas la pusieron en sintonía. Todo parecía indicar que no iba a poder estar en el festejo de fin de año, pero eso ya no le importaba. Tenía al menos una excusa para no detener su irreprimible impulso a la soledad. Se sintió aliviada en ese bote alejándose de la ciudad, con un hombre de pocas palabras y sin lugar para una arruga más en su cara. La canoa avanzaba con una cadencia armónica en un pulso constante y decidido. Aguirre pasó la mano por el agua y se mojó la cara y el cuello.
—Le hierve hasta la volunta’ a uno —le comentó Ortiz.
—¿Y ese humo qué es?
—Están meta encender la angurria. La gurisada se vino este fin de semana a tratar de apagar, pero imposible. Se contiene uno, se prende otro.
—¿Pero quién enciende?
—Ah, distintos. Unos pa’ limpiar y otros de abombaos nomás, o no sé...
—¿Hace mucho que usted vive acá?
—Mucho.
Ortiz hablaba reservadamente como si su terreno no fueran las palabras.
Quién es Melina Torres
♦ Nació en Rosario, Argentina, en 1976.
♦ Es escritora, periodista, productora de documentales y asesora en contenidos audiovisuales.
♦ Se licenció en Comunicación Social en la Universidad Nacional de Rosario y se especializó en Políticas Culturales en la Universidad de Barcelona.
♦ Es autora de libros como Ninfas de otro mundo y Pobres corazones.