Siempre hubo una corriente del rock callejera pero a la vez glamorosa; peligrosa, reventada, pero al mismo tiempo elegante y fina -elegantly wasted, como dicen los anglófonos- encarnada como nadie por la Velvet Underground, los Rolling Stones del período 1968-1973, el Bowie post-glam, los Stooges de Raw Power, los Birthday Party del primer Nick Cave -en su versión más trash y sucia, mas wasted que elegantly-, y unos cuantos más. Suede encaja como pocos en esa categoría de bandas que retratan la noche y a sus habitantes, seres míticos que dejan atrás la vida gris de sus días aburridos y se convierten en hadas y vampiros andróginos enfundados en cuero negro.
Pocos recuerdan, y mucho menos por estas pampas, que Suede fue el pistoletazo de salida del britpop. Un año antes del debut de Oasis y de la explosión de Blur, Elástica y Pulp, Brett Anderson, el elegante, alto y, por aquellos años, andrógino cantante de la banda, era fotografiado para la portada de la revista Select adelante de la Unión Jack, vestido con una campera de cuero varias tallas más chica, pantalones a tono y pose sugerente. La leyenda decía “Yanks go Home” -Yankis váyanse a casa- y hablaba de la “batalla por Gran Bretaña”. En “So Young”, Anderson ya le cantaba a la juventud eterna, un año antes que los Gallagher arrasaran los rankings con “Live Forever”.
Suede siempre fueron una rara avis, no eran los working class heroes -héroes de clase trabajadora- que pretendían ser los muchachos rudos y ásperos de Manchester como Oasis, pero tampoco eran los universitarios de escuela de arte y criados en barrios residenciales londinenses de Blur. Tenían mucha calle, mucha noche y mucha prestancia tanto estética como sonora.
El guitarrista Bernad Buttler era capaz de sonar a medio camino entre Mick Ronson y Johnny Marr, y Anderson tenía un carisma propio de los grandes frontmans de la historia del rock -y podría haber hecho tranquilamente de Lestat de Lioncourt, el vampiro aristócrata de Anne Rice-, además de una pluma heredera de la tradición británica de poetas “nocturnos” como Lord Byron y William Blake.
En “Heroine”, por ejemplo, una de las cimas de la que quizás sea su obra maestra, Dog Man Star (1994), tomó prestada la frase inicial del poema más famoso de Byron: “She walks in beauty, like the night” -Ella camina en la belleza, como la noche-. Esa frase podría resumir bastante bien la estética de Suede, inteligente, elegante, noir.
Los londinenses nunca se sintieron demasiado cómodos en el britpop y, quizás por eso, siguen sonando atemporales, fuera de tiempo pero nunca desactualizados. De hecho, la banda experimentó una especie de renacer creativo en los últimos años con la publicación de sus discos tras la reunión de principios de los 2010s: Bloodsports (2013), Night Thoughts (2016), The Blue Hour (2018) y el soberbio Autofiction (2022).
Lo que habrá sentido Mariana Enríquez cuando escuchó Suede por primera vez, yo lo sentí cuando leí una copia ajada y vieja de su primera novela, Bajar es lo peor, que me prestó un amigo mayor allá por los mediados de los 2000. Era un preadolescente impresionable de pueblo chico que veía y leía todo lo que se me pasaba por delante. Saber que afuera existía ese mundo subterráneo, casi espectral, de muerte, amor y sexo me dio una sensación de peligro y deseo de salir a explorar como pocas cosas antes, y unas cuantas después.
Como me pasó cuando vi Mi mundo privado de Gus Van Sant -con ese River Phoenix pletórico- , Kids de Larry Clark, o como cuando escuché por primera vez la Velvet Underground, Ziggy Stardust o, justamente, el debut de Suede, con esa portada que, a esa edad, me daba vergüenza mostrar a mis amigos. Después vino descubrir las columnas en Página/12 que me abrieron las puertas de un mundo nuevo y contribuyeron, en gran parte, a moldear muchos de mis gustos posteriores, pero eso es otra historia.
La obra de Enríquez es amplia y logra lo que pocos han hecho: crear un universo propio, particular, que va incluso más allá de lo que está en el papel. Novelas como Bajar es lo peor (1995) -de cuando Suede ya había publicado sus primeros dos discos-, Éste es el mar (2017) o Nuestra parte de noche (2019), sus libros de cuentos como el hit Las cosas que perdimos en el fuego (2016), crónicas de viaje como Alguien camina sobre tu tumba (2013), perfiles como La hermana menor (2013), innumerables artículos periodísticos y de no ficción, muchos de ellos recopilados en El otro lado (2020) sobre temas tan dispares como Bruce Springsteen, Townes Van Zandt, Guy Clark, los Manic Street Preachers, Joe Dallesandro, River Phoenix, Kenneth Anger o Anne Rice.
Mariana es muy fan de lo que le gusta y no tiene ningún problema en demostrarlo. Imagino que será consciente de que ella genera lo mismo en mucha gente, en pibes y pibas que la ven con la misma devoción con la que ella veía a sus héroes musicales durante la adolescencia. Es un fenómeno que no se ve muy seguido en la literatura y, mucho menos, en la literatura argentina en tiempos donde muchos se quejan de la inmediatez de las redes sociales mientras se repite el latiguillo tan derrotista como falso de que “ya nadie lee”.
Porque demasiado no es suficiente, su libro sobre Suede editado por Montacerdos, es un paso natural, no sólo porque sea una de sus bandas favoritas, sino porque existe, claramente, una estética compartida. Es fácil leer las historias de Enríquez -muchas veces tétricas, otras oscuras o tristes, pero en muchas ocasiones también vitales- con la música de Suede de fondo. Su literatura es incapaz de envejecer, como la música de Suede, tal y como ella dice en su artículo “Rímel corrido y gritos de amor”, publicado en La Agenda.
En un perfil hermoso de Juan Forn, el escritor dice que Enríquez “nos espera en las sombras, para llevarnos de la mano. Ya no fuma más ni viste su uniforme punk, pero la van a reconocer porque tiene la mano fría, llena de anillos”. Y porque se queda las horas que hagan falta después de un show a saludar a sus lectores, a escucharlos, a preguntarles qué les gusta, a intercambiar opiniones, a ser una más sin ningún tipo de impostación. Es capaz de analizar con ellos un partido de Novak Djokovic con la misma agudeza que un disco de Nick Cave o un libro de Emily Brontë, y cada uno se va agradecido y queriendo más, con ganas de leer un libro nuevo, escuchar música que no conocen o, simplemente, volver a lo que les gusta.
Todavía no leí el libro que va a sacar Mariana Enríquez sobre Suede, pero estoy seguro de que apenas caiga en mis manos, lo devoraré con la misma avidez con la que leí todo el resto de su obra, o con la misma ansiedad con la que voy corriendo a escuchar cada vez que sale un disco de una banda de la que soy fan, con la misma atención con la que puedo quedarme viendo un partido de tenis de cinco o seis horas. Porque muchas veces, en la música, en la literatura, en la vida, en el tenis, demasiado no es suficiente. Siempre vamos a querer más de lo que nos gusta. Y está bien que así sea.