Lo que he visto, oído y aprendido..., el último libro de Giorgio Agamben, no se parece a nada de lo que el destacado filósofo italiano haya escrito antes. En las antípodas de sus sesudas -aunque mundialmente exitosas- investigaciones, como La epidemia como política, Opus Dei y Lo que resta de Auschwitz, esta vez decide apartarse de las rígidas estructuras académicas para dar forma a un libro ágil en el que comparte toda la sabiduría que adquirió con el solo hecho de entrenar la mirada.
“En Roma he oído a alguien decir que la Tierra es el infierno de otro planeta desconocido y nuestra vida es el castigo que sufren los condenados allá arriba por sus culpas. Pero, entonces, ¿por qué el cielo y las estrellas y el canto de los grillos? A menos que se piense que, para hacer el castigo aún más atroz y sutil, el infierno ha sido colocado exactamente en el paraíso”, escribe en una de las primeras entradas.
El libro se divide en dos partes. Por un lado, “Lo que he visto, oído y aprendido...”, en la que enumera anécdotas cortas y concretas que dan cuenta de cómo las personas que conoció, los lugares que visitó y el arte que disfrutó tuvieron un rol fundamental en su formación intelectual. Pero la segunda parte, “Lo que no he visto, oído ni aprendido...”, tal vez sea todavía más reveladora, aun en su misterio.
Ahí, Agamben parte del rescate de uno de sus escritos infantiles que su madre había guardado por años en un cajón. “La hoja contenía la descripción precisa de lo que entonces claramente me parecía que constituía el centro secreto de mi pensamiento”, afirma el filósofo, que se obsesionó con ese texto, su “único recuerdo verdadero”.
Puede leerse en la contratapa de Lo que he visto, oído y aprendido..., editado por Adriana Hidalgo: “Son últimas o penúltimas palabras, escritas a toda prisa, como por quien toma notas para su testamento, pero al final se da cuenta de que no tiene herederos. Su vida ha pasado como un relámpago y el atisbo de luz ha dejado ver muy poco. ¿Qué ha visto en ese destello, a qué ha permanecido fiel, qué ha quedado de los lugares, de los encuentros, de los amigos, de los maestros?”.
“Lo que he visto, oído y aprendido...” (fragmento)
En San Giacomo da l’Orio he oído las campanas. De los dos modos que los religiosos han elegido para llamar a su pueblo, la voz y las campanas, este último me resulta tan familiar que no puedo escucharlo sin sentir ternura. La voz es demasiado directa y en su llamarme precisamente a mí, casi indiscreta. Las campanas, en cambio, no profieren palabras que deban ser entendidas, no llaman, mucho menos a mí. Me acompañan, me envuelven con ese repique impetuoso suyo, que luego tan suavemente –sin razón alguna, como había empezado– se va aplacando. Que pueda decirse algo sin necesidad de hablar: esto significan para mí las campanas, esto lo he oído en San Giacomo da l’Orio.
En Roma he oído a alguien decir que la Tierra es el infierno de otro planeta desconocido y nuestra vida es el castigo que sufren los condenados allá arriba por sus culpas. Pero, entonces, ¿por qué el cielo y las estrellas y el canto de los grillos? A menos que se piense que, para hacer el castigo aún más atroz y sutil, el infierno ha sido colocado exactamente en el paraíso.
En Grishneshwar, precisamente en el umbral del templo, he visto una cabrita esbelta, vacilante y divina. Después de haberme observado interrogante durante algunos segundos, siguió velozmente su camino.
Con Giovanni he aprendido que uno puede enamorarse de los propios errores hasta hacer de ellos una razón de vida, pero que, al final, esto significa que la verdad no podrá aparecerse ante nosotros más que como voluntad de morir. Y es desde Bachelard que no existe una verdad primera, existen solo errores primeros. La verdad es siempre última, o penúltima.
En Scicli he visto que las piedras son más tiernas que la carne, y la paja, más luminosa que el sol. Que la Madonna monta a caballo y atraviesa con su espada a los infieles. Y que, en la acrópolis, la iglesia de San Mateo espera algo que nunca podrá suceder.
En todas partes, en las ciudades del mundo, he visto que las personas se calumnian y acusan unas a otras y, por esto, padecen juicios y condenas, sin jamás dar tregua y sin piedad.
Del gnóstico Apeles he aprendido que el conocimiento –incluido el conocimiento de Dios– no existe, y si existe y sigue siendo tal, no es importante: solo es decisivo “el ser movidos”, el impulso que de ello recibimos.
En Göreme, en la Iglesia de la Hebilla, he visto el rostro de un santo. Si lo miras, no puedes no creer en él. Así, hay una palabra que, si la escuchas, no puedes no creer que es verdadera.
De Ingeborg he aprendido que la ciudad en la que vivimos es como una lengua, con su antiquísimo centro armonioso y, en sus alrededores y más allá, las gasolineras, los cruces de caminos y las horribles periferias. Y que debemos resignarnos a su fealdad, así como aceptamos la mala lengua que nos rodea, para acaso encontrar, algún día, la ciudad perfecta, la lengua que nunca ha reinado todavía. Y es por eso que no podemos saber por qué vivimos en ese mismo sitio, por qué hablamos precisamente esa lengua.
Una noche, en las Zattere, observando con curiosidad el agua pútrida que volvía una y otra vez a lamer la piedra de las orillas, he visto que no existimos más que en las intermitencias de nuestro ser, que eso que llamamos “yo” es solo una sombra siempre en retirada y anunciándose, apenas consciente de su fuga. Toda la máquina de nuestro cuerpo solo sirve para proporcionarle el intersticio y la inversión de la respiración en la que vive, él, el intercesor de su ausencia, inolvidable, que no vive y no habla, y para el cual no hay más que fechas y vida y palabra.
De Spinoza he aprendido que consideramos las cosas de dos modos: en cuanto las vemos en Dios como eternas y en cuanto las conocemos en el espacio y el tiempo, limitadas, finitas y como separadas de Dios. Sin embargo, amar de verdad a alguien es verlo simultáneamente en Dios y en el tiempo. Ternura y sombra de su existir aquí y ahora, ámbar y cristal de su ser en Dios.
Lo que no he visto, oído ni aprendido...
Hace muchos años mi madre me dio a leer uno de mis escritos infantiles que ella había conservado en un cajón. La lectura me consternó hasta tal punto que de inmediato tuve que apartar la mirada. La hoja contenía la descripción precisa de lo que entonces claramente me parecía que constituía el centro secreto de mi pensamiento. ¿Cómo había podido la mano vacilante de un niño de ocho o nueve años fijar con tanta precisión el nudo más íntimo e intricado del que todos mis futuros libros –los suyos– no representaban sino su lento y laborioso desarrollo?
Le devolví el papel a mi madre sin decir nada y desde entonces no lo he vuelto a ver. Creo que nunca más lograré volver a encontrarlo, pero sé que con él también se ha perdido mi secreto. El único recuerdo que me queda de ese escrito es que era algo así como un vacío central, una suspensión o un desfase, como si el papel de improviso se hubiera vuelto blanco. Como si en el centro de todo lo que he intentado vivir y escribir hubiera un instante, aunque solo sea un cuarto de segundo, perfectamente vacío, perfectamente invivible.
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Lo que allí se había materializado en palabras era tan incandescente que tuve que apartarme de inmediato de ello, quitando con la mente lo que había leído y casi de letreado con los labios. O, más bien, era como si la propia mano del niño –mi mano– hubiera borrado ante mis ojos con una goma lo que había dado a la escritura, de modo que lo que ahora quedaba en mi memoria era solo un vacío, solo un blanco. ¿Por qué había apartado de mí con tanta premura esa hoja? Quizá por una inconfesable sensación de celos, si, como creo, de pronto se me hizo evidente que lo que aquella caligrafía infantil había fijado en el papel era la expresión última e insuperable de todo lo que luego había tratado de decir y que nunca podría aspirar a igualar.
Lo que sigue no es la reconstrucción de esa escritura –tarea que ciertamente sería imposible–, sino un intento de reflexión sobre una doble ausencia. La hoja perdida contenía, en efecto, el recuerdo de otra laguna, aquella en torno a la cual se había ido envolviendo y complicando mi pensamiento. Todo lo que escribiría después sería solo un resarcimiento por el olvido de aquella hoja, que ahora horadaba cada escritura como un blanco central, marcaba una pérdida inmemorial en cada reminiscencia. Ese imperceptible tiempo perdido era mi único recuerdo verdadero. Y sin embargo tal vez podía acercarme a él –si era ese no dicho el que había hecho posible mi demasiado largo discurrir– a condición de dejarlo de algún modo desconocido, presagiado pero no definido; revelado pero no pronunciado.
Era este, o al menos así me lo parecía, el único modo de permanecer fiel a esa escritura ya legendaria, que había querido perder y de cuya ausencia ahora me acusaba de manera inconsciente.
Pero ¿es posible –y a qué precio– que un autor intente captar su no dicho? Pues el modo en que un autor –si se entiende este término en su acepción latina de “testigo”– deja que su no dicho aparezca sin formularlo define ciertamente el rango de todo lo que dice. Más aún, se puede decir que todo libro ha sido escrito para distanciarse de un centro que siempre tiene, para dejarlo no dicho y no tratado, aunque de alguna manera dando testimonio de él. Pretender captar lo que debe permanecer impronunciado significa descender del rango de autor-testigo para adquirir la condición jurídica de autor-propietario.
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Esto significa que exactamente lo que quería pensar y decir ha permanecido impensado y no dicho –o dicho de forma indirecta– en todo lo que he escrito, significa que ese cuarto de segundo invivible está como incrustado en el centro de todo lo que he vivido. Y solo podía ser así. Si realmente hubiera intentado traspasar el umbral del silencio que acompaña a todo pensamiento, no habría escrito nada. En todo caso, es decisiva la relación ética que el sujeto mantiene con su no dicho y con su no vivido, el límite incierto entre lo que logró escribir y lo que no podía sino callar.
Cada uno de nosotros existe en un estado de complicación, en el que todo está envuelto en sí mismo, de tal suerte que permanece invisible en cada manifestación e informulable en cada palabra y, al mismo tiempo, en un gesto, por así decirlo, desenvuelto, en el cual todo está completamente abierto y explicado. Es así como debe entenderse la tesis panteísta de que todas las cosas se complican en Dios y Dios se despliega en todas las cosas. Las dos realidades son a cada instante contemporáneas, de modo que el secreto siempre se expone a plena luz y, a la vez, lo desvelado parece hundirse y casi ahogarse en sí mismo hacia un centro inexplicable.
Quién es Giorgio Agamben
♦ Nació en Roma, Italia, en 1942.
♦ Es uno de los filósofos más importantes de la actualidad.
♦ Escribió libros como Desnudez, La potencia del pensamiento, Opus Dei, Altísima pobreza, ¿En qué punto estamos? La epidemia como política, ¿Qué es real? y Lo que resta de Auschwitz.
♦ Recibió galardones como el Premio Europeo de Ensayo Charles Veillon (2006), el Albertus-Magnus professorate (2007) y el Premio Dr. Leopold Lucas (2021).