Desde su conformación actual entre las usinas del pensamiento económico liberal en los Estados Unidos de mediados del siglo XX, el “movimiento libertario” ha enfrentado una pregunta: ¿puede una posición radicalmente antiestatista, extremadamente individualista y consagrada sin reparos al libre mercado funcionar como teoría?
Nacida del ruido y la furia de la expansión mundial de una superpotencia capitalista que se enfrentaría, a partir del desenlace de la Segunda Guerra Mundial y hasta el final de la Guerra Fría, de modo directo con el comunismo soviético, esta es la cuestión que el excelente libro Utopía y Mercado. Pasado, presente y futuro de las ideas libertarias propone iluminar. Para eso, el libro ofrece una contundente compilación de treinta ensayos libertarios canónicos, seleccionados y prologados por el filósofo argentino Luis Diego Fernández.
Por supuesto, no es un detalle menor el hecho de que esta selección de textos llegue a los curiosos de la teoría libertaria con un timing político perfecto: las marchas y las contramarchas de los planes de gobierno de Javier Milei, el primer candidato libertario con posibilidades serias de llegar a la Presidencia de la Argentina, ya han comenzado a probar que, con o sin apoyo popular, muchas de las ideas libertarias ni siquiera podrían funcionar como práctica. Es por esta razón que una excursión por el alucinante (y a veces alucinado) escenario ideológico libertario ofrece, además de nombres e ideas, una entretenida serie de curiosidades.
La primera curiosidad es que, por tratarse de una larga y beligerante nube de teorías e ideas económicas, políticas, sociales y culturales, el pensamiento libertario no ha tenido hasta el momento otra forma duradera de existencia que la intelectual. Es decir que si “vivimos un momento libertario”, como afirma en el prefacio de Utopía y Mercado el editor Tomás Borovinsky, ese momento lleva adelante su vida exclusivamente en esa zona difusa de especulaciones, fantasías y tecnicismos abstractos sin otra residencia concreta que la imaginación de quienes, en universidades privadas, fundaciones e institutos, imaginan y defienden un mundo libertario todavía inexistente.
Sin embargo, esta cuestión, la de una vida eminentemente intelectual (que será lo que entronque en primera instancia al libertarismo con la filosofía), arrastra hasta la actualidad un sensible problema libertario que nada menos que Friedrich Hayek, uno de sus fundadores, expresó con estas palabras: “En todos los países democráticos, en los Estados Unidos en particular, predomina la idea de que la influencia de los intelectuales en la política es intrascendente”.
Los intelectuales del “movimiento libertario”
Entre los más fervorosos intelectuales libertarios se cuentan exiliados a los Estados Unidos como los economistas austríacos Ludwig von Mises (1881-1973) y su discípulo y Premio Nobel de Economía Friedrich Hayek (1899-1992), o la escritora rusa Ayn Rand (1905-1992). Pero también se destacan estadounidenses autóctonos como el Premio Nobel de Economía Milton Friedman (1912-2006), el economista y activista Murray Rothbard (1926-1995) o el ensayista Samuel Edward Konkin III (1947-2004), entre otros referentes que se extienden hasta el siglo XXI en la forma de empresarios tecnológicos como Satoshi Nakamoto (creador del Bitcoin) y Peter Thiel (cofundador junto a Elon Musk de PayPal).
Aun así, buena parte de los pensadores libertarios han llevado adelante sus carreras intelectuales muy acomplejados por los vaivenes de la vida intelectual. Al menos, en la medida en que un “intelectual”, como afirmaba Hayek hace más de 70 años, casi siempre es alguien que como “traficante de ideas de segunda mano para la gente común, influencia a la opinión pública hacia el socialismo”. Esto se opone al “verdadero erudito o experto” o al “práctico hombre de negocios”, que son quienes entienden y dan vida al capitalismo.
En consecuencia, son estos “expertos” y “hombres de negocios” quienes, a pesar de conocer en profundidad sus áreas de trabajo, no pueden más que “resentirse” frente a una prédica intelectual progresista que se resuelve, según el filósofo libertario Robert Nozick (1938-2002), a partir del hecho de que “el capitalismo es malo, injusto, inmoral o inferior, y los intelectuales, al ser inteligentes, se dan cuenta de ello y por eso se oponen a él”.
Por supuesto, aclarará Nozick, el problema no es que el capitalismo, “un sistema basado en la propiedad privada y el libre mercado”, sea malo. El problema es que bajo el control de facciones ideológicas incluso tan implacables como los neoconservadores (que dominaron los programas económicos de presidentes como Ronald Reagan en los Estados Unidos o Margaret Thatcher en el Reino Unido), el capitalismo no ha llegado aún a su verdadera realización libertaria, que es aquella para la cual “las personas no actúan siguiendo el interés de su grupo o de su clase, sino el interés individual”.
Con esta premisa, la pregunta acerca de quiénes son o dónde se forman los intelectuales del “movimiento libertario” habrá de quedar, como todo lo demás, en manos del mercado. Al fin y al cabo, “el mercado, por su naturaleza, es neutral respecto del mérito intelectual”, explica Nozick, por lo cual si el mérito intelectual no recibe mayores recompensas, ello no será culpa del mercado, sino del público que compra.
Esta noción probablemente explique bien por qué, entre quienes impulsan las ideas del libertarismo actual, hoy es posible encontrar (por ejemplo a través del mercado digital de la figuración en las redes sociales) tanto a humanistas universitarios serviles a las clases acomodadas y defraudados por el gradualismo neoliberal, como a repartidores pauperizados de las apps de delivery al margen de cualquier programa redistributivo estatal, entre entrepreneurs tecnológicos o divulgadores del terraplanismo. Si sus audiencias existen y los escuchan, oponerse a su influencia, por estrafalaria que sea, es una violación a la noble dictadura del mercado. De una manera u otra, lo indudable es que la idea de Ludwig von Mises acerca de que “la oposición al capitalismo” tenía su punto de partida en “el resentimiento por parte de los que tienen menos éxito” ya ha perdido toda vigencia.
¿Qué es lo que el “movimiento libertario” quiere?
Como señala Borovinsky en el prefacio de Utopía y Mercado, el libertarismo no es solo una pulsión de mayores libertades económicas y el rezo de un Estado menos controlador. En esencia, es también una utopía en la que el mercado lo regula todo, incluidas las teorías de género. “Para las feministas individualistas, lo personal es personal”, escribe la feminista libertaria canadiense Wendy McElroy, en oposición a la célebre frase de la feminista Carol Hanisch, para quien “lo personal es político” (por lo cual, continúa la frase de Hanisch, “sólo hay una acción colectiva para una solución colectiva”). Esto da la pauta cultural del origen del libertarismo bajo las agitadas derivas ideológicas del capitalismo de los Estados Unidos.
Los virajes sorprendentes de las distintas facciones libertarias desde la derecha hacia la extrema derecha, y desde la extrema derecha hacia la izquierda (respecto a asuntos como el antimilitarismo) exhiben, en términos políticos y económicos, un fidedigno retrato nacional de las contradicciones más traumáticas del capitalismo estadounidense, dando forma a un fenómeno de sincretismo muy semejante a lo que, a propósito de la confluencia de las múltiples sectas cristianas y anabaptistas protestantes activas únicamente sobre el territorio estadounidense, el crítico literario Harold Bloom llamó “la religión americana”.
Será entonces Murray Rothbard quien, gracias a sus permanentes zigzagueos hacia la derecha y la izquierda, y hacia lo moral y lo económico, represente lo más cristalino del utopismo libertario. En parte, por su disposición a sostener que, en nombre de la libertad individual, “no hay incoherencia alguna en ser izquierdista en algunas cuestiones y derechista en otras”. En especial cuando lo “izquierdista”, para la imaginación hedonista libertaria, es todo aquello que sin culpas ni castigos abre de par en par las puertas a los “crímenes sin víctimas”, como los libertarios llaman al sexo, la pornografía y las drogas.
En tonos a veces más o a veces menos místicos, como acierta en retratar Utopía y Mercado, la vara libertaria insiste así en ilusionarse con una sociedad donde sólo el mercado guía a las personas, “mostrándoles cómo podrán alcanzar mejor su propio bienestar” (Ludwing von Mises), en la que todo cobro de impuestos por parte de un gobierno es “robo legalizado y organizado en gran escala” (Rothbard) y en la que los hombres “deben tratarse unos a otros como comerciantes, por elección voluntaria para beneficio propio” (Ayn Rand). Cualquier desvío de estas directivas significa enfrentar la amenaza del “socialismo” o el “comunismo”, por lo cual “el poder en el ámbito político” debe ser atacado mediante limitaciones impuestas por las empresas privadas (Milton Friedman).
Se trate de una fe genuina en estas ideas o de la obtención de un beneficio material directo a partir de ellas, el utopismo libertario, al igual que cualquier otro utopismo, es orgullosamente inmune a lo que fue llamado “principio de realidad” por Sigmund Freud (“el charlatán con más éxito de nuestro siglo”, según el diagnóstico del psiquiatra libertario Thomas Szasz).
Pero, ¿qué significa que el utopismo libertario y el principio de realidad estén en conflicto? Tal vez la solución de Rothbard para resolver el dilema entre la libertad de expresión y la propiedad privada que presentan las manifestaciones y los piquetes sea ilustrativa: “En un mundo puramente libertario, en el que todas las calles fueran de propiedad privada, los diversos propietarios decidirían, en cualquier momento dado, si alquilar su calle para manifestaciones, a quién alquilársela y a qué precio”.
¿Dónde puso en práctica sus ideas el “movimiento libertario”?
Tratándose de ideas que se basan en la libertad individual, la propiedad privada y las exitosas virtudes meritocráticas de un mercado despojado de cualquier intervención o regulación pública, un detalle importante es que el libertarismo, para quien el enemigo es el Estado (“la Mafia de las mafias, la Banda de las bandas, la Conspiración de las conspiraciones”, según Samuel Konkin III), no ha tenido la oportunidad de probarse a sí mismo como modelo de gestión de la existencia humana. Y donde intentó hacerlo, los resultados no fueron precisamente del gusto de todos los consumidores.
Uno de los ejemplos simpáticos es el pueblo de Grafton, en el noroeste de los Estados Unidos, donde la ausencia de cualquier planificación pública por parte de la comunidad libertaria que se decidió a convivir en ese lugar en 2004 terminó en desastre. Luego de reducir en un 30% el presupuesto municipal y subordinar las tareas de mantenimiento general al criterio individual de cada ciudadano, los servicios públicos, la recolección de basura y la seguridad del pueblo se degradaron a tal punto que sus habitantes sufrieron una invasión de osos, que llegaban a Grafton atraídos por los restos de comida humana que nadie se ocupaba de procesar.
Menos simpática fue la influencia directa de Milton Friedman en el programa económico neoliberal que sólo pudo implementarse en Chile bajo la sangrienta dictadura de Augusto Pinochet entre 1973 y 1990. El “milagro de Chile”, como Friedman llamó al resultado de sus propias ideas, tuvo efectos sobre la desigualdad hasta hoy, además de muchos otros relacionados a las violaciones sistemáticas de los derechos humanos sobre las que ese programa económico se hizo viable.
Lo cierto es que el precedente de lo que los libertarios, al menos de aquella época, estaban dispuestos a aceptar como “libertad individual” ya había sido clarificado nada menos que por Friedrich Hayek, para quien “bajo la dictadura militar de Pinochet había en Chile mucha más libertad que en el gobierno democrático populista y socializante de Allende”, como le reprocha haber dicho incluso Mario Vargas Llosa en La llamada de la tribu, su ensayo sobre los padres fundadores del liberalismo.
En este punto, el libertarismo como fase superior del neoliberalismo ha encontrado un refugio cultural para sí mismo más amable y seguro en internet, donde la creación y el comercio de criptomonedas y startups o el tráfico de cualquier tipo de pornografía, en principio, entre “adultos anuentes”, se desenvuelven bajo una ventaja ideológica clave: la total ausencia de contacto directo con los demás a la hora de consumir y la ilusión de una relación de horizontalidad entre ricos y pobres.
Este desapego por la realidad, por otro lado, es una particularidad que quizás ilumine los motivos por los cuales las preocupaciones ecológicas libertarias se acotan a lo que dice Llewellyn Rockwell Jr.: “Pocos estadounidenses están dispuestos a sacrificar su propiedad y su prosperidad para satisfacer delirios paganos”.