“Hicimos de la victimización nuestra bandera”, escribe la argentina Romina Scalora en ¿Y si todo sale mal? En su primer libro, editado por Galerna, la comediante, profesora de Historia, columnista de radio (De Acá en Más) y panelista de televisión (Bendita TV) conocida como “La Romi” analiza, con humor, soltura y minucia, los avatares de los milenials, esa generación de “nacidos a partir de los 80, protagonistas de la era digital hiperconectada”.
Entre las cruzadas de la cancelación, las nuevas militancias, la preponderancia de las redes sociales y el desencanto generalizado, hay una pregunta que hilvana todos los capítulos, mientras intenta llegar al centro de la cuestión y descubrir cuál es la esencia del milenial promedio: ¿y si en realidad lo único que conecta a esta generación es el miedo a que todo salga mal?
Los cambios suceden cada vez más rápido y con una velocidad que las redes acentúan: “Históricamente dos años o tres de ebullición es un suspiro, sin embargo, para nosotros fueron LA revolución. Nuestros años de sentirnos ‘@elCheGuevara’, en los que nos sumamos a peleas justas, nos hicimos cargo de deudas sociales heredadas y le pusimos el cuerpo (...) ¡Vení, deconstruíte! Primero como invitación, luego como imperativo”.
¿Todo tiene que ser materia de debate? ¿Por qué a los milenials se los conoce como “la generación de cristal”? ¿Son las redes un “microclima” o, por el contrario, ocuparon el lugar de la radio y la televisión como eje formador de opinión pública? ¿Quedará algo en pie para cancelar después de la obligatoria deconstrucción?
Romina Scalora presentará ¿Y si todo sale mal? el 19 de septiembre a las 18 en la Usina Cultural Dain (Nicaragua 4899, Palermo, CABA).
“¿Y si todo sale mal?” (fragmento)
Deconstrucción inmediata o le devolvemos su dinero
Nuestra generación, la de los milenial atravesados por la política como una lanza en las costillas, también aprendió a deconstruirse. Y a tono con nuestro tiempo, lo hizo rápido. Como un chasquido de dedos.
Nuestras “nuevas militancias” tienen una raíz de la que poco se habla que es el desencanto, de las instituciones tradicionales, del mundo que nos tocó en suerte, del orden establecido, pero también por sentirnos “víctimas de algo”. Muy posiblemente por estar taponados por una generación que vivió el horror, ante la cual nuestras quejas pasan a ser entendidas casi como caprichitos. Pero, démosle el crédito a nuestros detractores, de que en cierto punto hicimos de la victimización nuestra bandera.
Históricamente dos años o tres de ebullición es un suspiro, sin embargo, para nosotros fueron LA revolución. Nuestros años de sentirnos “@elCheGuevara”, en los que nos sumamos a peleas justas, nos hicimos cargo de deudas sociales heredadas y le pusimos el cuerpo. Cualquier mujer los recordaría como años de profunda conmoción en los que pudo armarse una red de contención. Sin dudas, el mayor activo que supimos conseguir. Y como sucede en cualquier lucha justa, en cualquier pelea motivada por la profunda convicción de que nos va a mejorar la vida, abrimos la convocatoria. La movimos, la ampliamos. ¡Vení, deconstruíte! Primero como invitación, luego como imperativo.
Sin embargo (siempre hay un sin embargo), en un mundo demasiado twitteable, todo necesita un nombre nuevo, una delimitación concreta que distinga fácilmente el lado del “bien” del lado del “mal”. Me explico: cualquier usuario de Twitter sabe a grandes rasgos qué piensa una persona que tiene en su avatar la serpiente de cascabel de la La bandera de Gadsden, así como distingue perfectamente que apoya otra que se pone un corazón verde acompañando su nombre de usuario. Pero todavía más delimitado queda el pensamiento de un twittero, si al corazón verde se le suma uno naranja, y a ese uno violeta. Es un aviso, un anuncio público de cuáles son los pronunciamientos a los que se adhiere. Funcionan como requisitos de admisión, que como tales, tienen la función de cancelar la entrada de cualquiera que no los comparta, pero también de los que todavía no hayan descifrado qué significa cada color.
Para los obsesivos de las redes como yo, que las relojeamos incluso antes de hacer el primer pis de la mañana, la discusión pública pasa por ahí, con la misma lógica que la del rumor de barrio. Los debates se empiezan a plantear, primero aislados, después con más frecuencia, se empiezan a convertir en Temas (con mayúscula), hasta que se imponen y se convierten en “tendencias”.
Los que todavía resguardan su sanidad mental y no están pegados al celular, suelen percibir que las redes son un “microclima”, o un escape de la realidad tal como lo era nuestro amado fotolog. Como una especie de diario íntimo donde se vuelcan inquietudes que nacen y mueren ahí, y que los grandes Temas (con mayúscula) se siguen imponiendo desde los grandes medios que nos llegan en formato papel los domingos a la puerta de casa, o desde la tele, nuestra siempre adorada tele. Lamento informarles que les falta la última actualización de Windows.
En algún momento, los medios a los que nos aferrábamos de chicos empezaron a ser simples reflejos de lo que pasa ahí, en ese diario íntimo personal al que cada uno accede desde su celular abriendo sesión. Los noticieros levantan la noticia de la renuncia por tuit de un ministro de economía, o la convocatoria por redes a una marcha, o del anuncio de una política pública que se hace por flyer.
Las redes subsumieron incluso los chimentos, lo mejor de nuestra generación (no esperen aquí una crítica a los programas de chimentos, fueron para quien escribe, fuente de felicidad durante años). Los famosos, el jet set, ya no tiene ni siquiera necesidad de promocionar una obra de teatro frente a un micrófono, mucho menos de indagar sobre sus escandaletes personales en un living televisivo al lado de Marcela Tauro. Ahora el chimento nace y muere en historias de Instagram que los programas levantan a través de capturas de pantalla, mal sacadas, siempre mal sacadas. Y lo que es peor, mal interpretadas.
Nuestra “deconstrucción” está atravesada por la lógica de esas redes en las que habitamos, porque desde ahí se convirtió en Tema (con mayúscula), y saltó a los medios con los que estamos totalmente familiarizados. Un ejemplo: esos living de Intrusos con invitadas mujeres a favor de la legalización del aborto que terminaron provocando que Jorge Rial se tatúe una Evita con pañuelo verde en el brazo, nacieron en las redes. Todas las mujeres que pasaron por ahí, venían planteando eso mismo desde Twitter, hacía rato. La tele masificó algo que ya pasaba, que existía hacía tiempo, que ya era Tema (con mayúscula).
Pero el problema es que ninguno de esos planteamientos, de esos grandísimos debates enredados en hilos eternos y aburridísimos de Twitter, justos o no, escapó de la polarización de nuestra época. La bendita grieta, que nuestra generación vivió primero como desafío y después como mochila. Y no hablo de una grieta en términos partidarios, entender la política sólo en términos de partidos es un chiquitaje absolutamente anacrónico que lo único que hace es dejarnos dando vueltas en círculos mientras nos mordemos la cola, pero que además no explica por qué, personas que eligen la misma opción partidaria se consideran antagonistas. O por qué en las redes, un usuario con avatar acompañado de corazón verde, pelea públicamente hasta bloquearse con otro que tiene un corazón verde pero también uno violeta. Y ese es el punto donde opera lo que llamo “la deconstrucción inmediata”.
Nadie pelea en el bando de “los malos” a sabiendas de ello, habrá algún villano que elija pertenecer al eje del mal y destine su vida a ser conscientemente “el malo de la película”. Pero todos, mayoritariamente, nos alistamos a las causas que creemos justas, las que consideramos “el bien”. Incluso los que nosotros mismos consideramos villanos, creen que lo que sostienen es “lo correcto”, la mejor opción no solo para ellos, sino para todos. Y en esa convicción que cada uno tiene sobre lo que considera correcto, los grandes tópicos se fragmentan cada vez más. Entonces la grieta ya no es una, y solamente partidaria, sino muchas y más profundas. Ya no se trata de feminismo contra patriarcado, ni estatismo contra lógica de mercado, y ya. Porque incluso dentro de esos grandes tópicos, la fragmentación es casi infinita, entonces los opuestos ya no son dos, son demasiados, y uno ya no puede ubicarse de un lado, sino en una pequeña islita de tierra firme que sobrevivió al terremoto.
Así que mientras intentamos hacer equilibrio en el pequeño pedacito de tierra que nos quedó, esa lógica de fragmentación, nos impone todo el tiempo pronunciamientos. Incluso ante temas que todavía no revisamos, porque no supimos, porque no pudimos, o porque no nos interesa. Vamos con un ejemplo: jamás en la vida tuve mascotas, mi mamá es temerosa de los animales y creo que un poco me lo trasladó, me encantan los perros, pero cada vez que voy a una casa donde hay uno, mi reflejo inicial es pensar “es un animal, me puede morder”. Me pasa. Me pasa eso orgánicamente.
Después me encariño, le juego, lo toqueteo, hasta dejo que me besuquee la cara con la lengua, pero inicialmente siento temor. Y hace un tiempo se impuso como lógica aceptada que eso que me pasa está mal, algo que desde luego ya sé, porque no se dan una idea de lo que significa vivir en un “mundo bichero” y sentir instintivamente temor todo el tiempo. Pero si lo cuento me responden que está mal y es mi responsabilidad, porque no debería pasarme y soy yo la que tiene que hacer algo para que me deje de pasar. Como si no lo supiera y viviera esperando que un perro Doberman me de sus argumentos acerca de por qué no debo temerle.
De más está decir que considero a los perros, gatos y demás animales, seres vivos que no deben ser explotados en ninguna de sus formas y, por ende, deben contar con todos los cuidados del caso y el amor que puedan recibir. Sin embargo, “estando del lado” de los que consideran que la explotación animal es una aberración, soy considerada por el colectivo bichero, una traidora a la causa. ¿Por qué? Porque empatizo más con un señor que junta cartones en un carro para sobrevivir y poder darle de comer a sus hijos que con el caballo que tira del carro. Porque en mi lógica, el caballo no debe estar destinado a eso, pero lo está porque las condiciones de pobreza generan que un hombre, ante la desesperación y la necesidad, use a un animal para ese fin.
¿Y por qué pienso así? Porque así funciona mi cerebro, porque eso “me pasa”, y tal vez (no lo descarto en absoluto) porque no llegué a “revisar” eso que me pasa cuando veo a un caballo tirar de un carro. Sin embargo, que eso me pase, me pone a los ojos de muchos, como una mala persona.
Se presume malicia ante cualquier opinión, ya no antagónica, sino diferente, y todo en pos de un debate que obviamente, no es tal, porque nadie debate con quien considera villano. Batman no debate con el Guasón, al villano se lo combate. Para que exista debate debe haber, al menos, la intención de encontrar algún mínimo punto de acuerdo desde el cual partir. Y cuanto más se radicalizan las posturas, menos posibilidades existen de encontrar cualquier acuerdo, porque la disidencia se convierte en irreconciliable. Ni te digo si esta misma lógica se traslada a los vínculos, pero ya llegaremos.
Entonces las palabras no solo tienen el doble de su peso, sino que determinan por su uso, no solo de qué lado estás, sino cuán buena persona sos. Ya no se trata de disentir, se trata de sentenciar. Como si decirle a un bebito “qué gordito hermoso” porque te nace, porque así te salió, te ubicara inmediatamente del lado de los odiadores seriales que avalan la gordofobia y le rezan cada noche a su batido proteico de cabecera.
Como si uno pudiera borrar de su esquema mental todo lo aprendido durante décadas en un minuto, y reseteara hasta el lenguaje. Como si existiera una obligación de incorporar todas y cada una de las militancias (justas, claro que sí), de la noche a la mañana. Porque si el “que gordito hermoso” se te escapa, sos culpable de no haberte informado, de no haber indagado, de no habértelo replanteado a tiempo. Y, por ende, sos responsable de herir, no ya al bebito que ni siquiera comprendió tu expresión, sino a todo un colectivo que no está ni enterado de tu desliz discursivo. Aunque seas una persona que dentro de sus esquemas mentales repudie la gordofobia, empatice con esa lucha, y apoye esa militancia.
No alcanza, como tampoco alcanzan las disculpas, porque “deberías haberlo pensado antes”. No hay forma de resarcir el daño, pasas al atril de los cancelados, que cada vez son más y por más motivos. Casi con la misma lógica que la del cacerolazo, que mi generación vivió como un parteaguas histórico y vio diluirse cuando se empezó a aplicar como mecanismo de protesta hasta por un corte de luz. Si todo es posible de ser “caceroleado”, entonces el recurso ya no sirve más. Si todo es cancelado, entonces la cancelación, no existe.
Pero desde este lado de los cancelados, (donde me ubico básicamente para agotar el recurso de ser potencialmente cancelable), lo más difícil de entender es la pedantería por la cual, como generación canceladora, creemos que inventamos esas luchas, como si antes nuestro nadie las hubiese dado. Como en algún momento, nos creímos el cuento de entender y saber todo. Cómo nos erigimos como faros éticos, sin ponernos colorados.
Cómo nos creemos portavoces de una forma correcta de pensar, vivir y reaccionar, cuando hace un par de años nos encontrábamos en recitales baratos de rock discutiendo hasta el amanecer estrategias para cambiar el mundo y conseguir que cada uno pudiera vivir de la forma que quisiera sin ser señalado por eso. Cómo asimilamos tan livianamente que tiramos abajo una forma tradicional de vida que heredamos e impusimos otra, igual de rígida, que funciona con la misma lógica que la anterior. Y cómo nos engañamos tanto creyendo que nuestro autoritarismo en realidad es un debate. Una encerrona feroz, ante la que encuentro una sola respuesta, y donde aplica la frase mágica de Sebas, el mejor amigo que me dieron las redes sociales: “no hay que debatir una mierda con nadie”.
Quién es Romina Scalora
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1988.
♦ Es comediante, profesora de Historia, escritora creativa y creadora de contenido.
♦ Es columnista de Humor en “De Acá en Más” por Urbana Play y panelista en “El Hotel de los Famosos”.
♦ ¿Y si todo sale mal? es su primer libro.