Representante y estrella de una generación literaria entera, el escritor inglés Julian Barnes brilla una vez más con su novedad Elizabeth Finch, una novela que, a través de la historia de amor y devoción de un alumno por su profesora, profundiza sobre las preguntas vitales de la humanidad y complejiza el vínculo entre la historia personal y la universal.
Para leer Elizabeth Finch (Anagrama) hay que hacer un ejercicio: ir y volver sobre las páginas, darle tiempo para que avance la procesión, dejar que Barnes haga lo que mejor sabe hacer, el lujo al que nos tiene (mal) acostumbrados: vendar los ojos del lector y llevarlo, con aplomo y elegancia, hacia donde él quiere.
Barnes se sube, con esta novela, a la ola de novedades literarias imposibles de encuadrar en un género definido y navega entre registros de la ficción con atisbos de ensayo, e incluso pasajes recurrentes que reflexionan sobre la historia, en este caso, la romana.
Nacido en Leicester en 1946, el escritor es considerado una de las mayores revelaciones de la narrativa inglesa de las últimas décadas. Publicó, entre otros títulos, El loro de Flaubert, El puerscoespín, El sentido de un final (premio Man Booker), Niveles de vida y La única historia. Ha ganado múltiples premios como el Forster, de la Academia Americana de Artes y Letras, y el William Shakespeare, de la Fundación FvS de Hamburgo, entre otros.
Barnes regresa a la arena literaria sumido en un contexto en donde la muerte lo toca más de cerca que nunca y casi sin respiro: como contó en una entrevista reciente con The Guardian, el autor perdió en septiembre pasado a la novelista Hilary Mantel, quien jugó un rol importante en la novela. Un mes después falleció Carmen Callil, una amiga de toda la vida del autor británico.
Y, como es sabido públicamente, en mayo despidió a Martin Amis, colega y sobre todo gran amigo de Barnes, ambos referentes de una misma generación en las letras junto a Kazuo Ishiguro, Hanif Kureishi y Ian McEwan, entre otros, reconocidos como los mejores novelistas ingleses jóvenes en la revista literaria Granta en 1983 y el dream team del editor Jorge Herralde, el fundador de Anagrama.
Sus libros más reconocidos, o en todo caso muchos de ellos, orbitan de una manera obsesiva alrededor de un género que le permite variar métodos, modos y puntos de vista: la biografía. Basta repasar El loro de Flaubert, en donde se sumerge en la historia de Geoffrey Braithwaite, un erudito experto en la vida del escritor Gustave Flaubert.
En Niveles de vida, una de sus obras más profundas y conmovedoras y tal vez no tan reconocida como otras por la crítica literaria, el autor inglés aborda de un modo elíptico y sensible la muerte de su propia mujer. Es también posible mencionar en esta selección Arthur and George, una novela histórica no tan famosa basada en la vida de Arthur Conan Doyle. Pero lo que nos convoca esta vez es su más reciente novedad, Elizabeth Finch.
“Era ocurrente, luminosamente inteligente, reservada, imposible de conocer más allá del punto que ella misma había delimitado. Tenía una moral implacable, sin ser moralista, y una sinceridad igualmente insobornable”. Así se refería Barnes a Anita Brookner, la historiadora del arte y novelista amiga del autor que inspira Elizabeth Finch, en un texto que escribió para el obituario de la mujer en 2016 y que luego fue, también, prólogo de su libro Un debut en la vida”.
La amistad entre Barnes y Brookner estuvo mediada por lo profesional: el inglés era un admirador de la inteligencia y la audacia que desplegaba su amiga para pensar el arte, para elaborarlo, enseñarlo y escribirlo. Era también, según declaró en una entrevista, una inspiración.
“Su ficción presenta a menudo una antítesis moral que enfrenta a quienes son virtuosos, sinceros, amables y elegantes con quienes son ricos, vulgares y descuidados. Los segundos son más felices que los primeros, porque no tienen ni integridad moral ni la capacidad de tomar conciencia de sí mismos o dudar de sí mismos. En el universo de Brookner, la liebre siempre gana a la tortuga, y creer o esperar lo contrario es una muestra de sentimentalismo. Esta era su visión de la vida, firme e inquebrantable”, sostiene Barnes sobre la ensayista.
Sólo algunas referencias a este vínculo son suficientes para entender el corazón y el engranaje de Elizabeth Finch, una novela dividida en tres partes como lo hizo en su primera obra, Metroland. La nueva obra comienza con la historia de un alumno fascinado con su profesora a comienzos de los años 80.
En toda la primera parte Barnes despliega el enamoramiento en torno de esa profesora, no solamente del narrador, Neil, sino también de otros alumnos y alumnas. El personaje de Finch se torna una serpiente encantadora, no solamente para sus estudiantes sino también para el lector.
Cuando no hay modo de soltar a Finch y la devoción por ella es total, Barnes da un giro en la trama y entra en la segunda etapa de la historia, en la que abre un registro de largo ensayo sobre las campañas del emperador Juliano el Apóstata contra el cristianismo.
No es la primera vez que el escritor apuesta por una forma anómala en sus libros. La historia de Juliano evoluciona bajo la mirada atenta de Finch de fondo, como una especie de figura espectral que conduce y vigila el devenir de la trama. Alerta spoiler en este punto, esta es la parte que requiere más dedicación y atención en la lectura.
Aquí Barnes abre interrogantes. Con la muerte de la profesora, Neil se sumerge en los cuadernos que escribió en vida la intelectual y descubre los recovecos, complejidades y secretos de una mujer a quien creyó conocer (y le devela, así, un personaje mucho más complejo al lector).
Elizabeth Finch es un viaje por los rasgos y las características de la veneración humana, el hechizo fantástico que genera la devoción, pero es también (y sobre todo) una búsqueda que propone modos, riesgos y apuestas para interpretar la historia, tanto la universal como la particular.
Quien busca una lectura ligera o pasajera, definitivamente no es este el camino. Posiblemente ningún título de Barnes lo sea. Tampoco habrá respuestas a las preguntas que abre, pero de eso se trata, en todo caso: de entregarse a su prosa infalible de para vivenciar la transformación que sucede en el camino.
Fuente: Télam S.E.