En septiembre de 2008 el mundo supo que David Foster Wallace, uno de los escritores más brillantes de la literatura posmoderna, se había quitado la vida. Su acto final estuvo marcado por la desesperación de un hombre que durante largo tiempo luchó contra sus demonios, sin éxito.
Foster Wallace se ahorcó en el patio trasero de su casa de Claremont, California, a la edad de 46 años. Su cadáver colgando del techo fue apreciado por varias horas por sus perros, hasta que su esposa, Karen Green, que había salido de casa confiando en que él estaría bien, al final de la tarde regresó y lo vio ahí, frío, sin vida. Había dejado escrita una carta.
Con la muerte del autor de La broma infinita, moría también una de las épocas más disruptivas de la literatura norteamericana. Quince años después, su legado perdura en sus novelas, cuentos y ensayos, y en la tremenda influencia que ha supuesto para la cultura popular, no solo de Estados Unidos sino de varios países más. Su capacidad para explorar temas profundos, su inteligencia aguda y su mirada sobre la humanidad y la complejidad de la vida lo convierten en una figura literaria inolvidable.
Nacido en Ithaca, Nueva York, fue criado por sus padres, James Donald Wallace y Sally Foster Wallace, ambos profesores universitarios de filosofía y literatura. En su juventud, estudió inglés y filosofía en el Amherst College de Massachusetts, destacándose como uno de los aprendices más brillantes de su facultad. En 1987, obtuvo un título en escritura creativa por la Universidad de Arizona, y más adelante, durante su doctorado, escribió una de las mejores tesis que se vieron en esa generación: El ‘fatalismo’ de Richard Taylor y la semántica de modalidad física.
Desde muy joven, Foster Wallace encontró inspiración en una variedad de autores que influyeron en su estilo único. Donald Barthelme, autor estadounidense conocido por su prosa experimental, fue uno de los primeros que atrajo su atención. Además, obras como La subasta del lote 49 de Thomas Pynchon y Perdido en la casa encantada de John Barth, lo deslumbraron en varias ocasiones.
La búsqueda de la buena literatura fue una constante en la vida de David Foster Wallace. Durante buena parte de ella se vio influenciado por la poesía de John Keats, especialmente por el poema Esta mano viviente, que consideraba una “piedra de toque de la buena literatura”.
En 1987 llegó su primera novela, La escoba del sistema, que dio cuenta de su enorme talento narrativo y le mereció los elogios de la crítica. De repente, fue comparado con autor como Truman Capote, Don DeLillo y el propio Thomas Pynchon.
Con la salida de su primer libro, el mundo a su alrededor se hizo más amplio. De repente, ya no era un profesor de literatura que escribía, sino un escritor que daba clases de literatura. Comenzó a frecuentar los círculos literarios de su tiempo, pero siempre fue el outsider de esa generación. DFW no supo nunca cómo encajar.
Entre los pocos buenos amigos que tuvo dentro del panorama literario hay que mencionarlo a Jonathan Franzen, el célebre autor de Las correcciones. En su momento, Foster Wallace lo veía como alguien a quien admirar. Su novela Ciudad veintisiete lo deslumbró y la consideraba más sofisticada que cualquier cosa que él mismo pudiera llegar a concebir jamás, en términos de argumento y desarrollo de los personajes, pero se equivocó. Años después, DFW terminaría siendo el gran escritor de Estados Unidos.
Franzen también lo admiraba a Foster Wallace, y eso hizo que ambos escritores cultivaran una muy particular amistad que se mantuvo hasta el suicidio en 2008 del también autor de Entrevistas breves con hombres repulsivos. Durante mucho tiempo sostuvieron una más que interesante correspondencia, llena de ideas y reflexiones sobre el acto creativo en la escritura, sobre la vida y sus complejidades.
A pesar de su éxito como escritor, David Foster Wallace luchó siempre contra sus inseguridades. Padecía de un muy peculiar síndrome del impostor que lo agobiaba, especialmente, cuando los críticos no eran amables con él. Varias veces se enfrentó a reseñas negativas que se centraban más en sus conflictos personales que su propia obra. Al escritor le pesaba más el alma que el cuerpo, escribió una vez Juan Francisco Ferré en un artículo para la revista Letras Libres, y así era. Siempre fue un individuo víctima de sus propios conflictos, un espectador de sus más íntimas tragedias.
Atrapado en los laberintos de sus obsesiones, el también autor de El rey pálido retrató a lo largo de su obra a los personajes más repulsivos de su tiempo. Al final, eso lo llevó a entender que lo que parecía ser supuestamente divertido, en realidad no lo era tanto.
Foster Wallace fue siempre un escritor meditabundo y experimental, un crítico feroz de las costumbres de su sociedad en una cultura que valoraba lo comercial y lo material por encima de todo. Y esa fue una de sus grandes luchas, la razón por la que hay tantas notas al pie en su gran obra, La broma infinita. De alguna manera, se esforzó en hacernos entender que lo más importante de la vida no está siempre a la vista, sino a pie de página.
La literatura de hoy sería muy distinta si DFW estuviera aquí. Probablemente, se sentiría invadido, alarmado, y no entendería muy bien cómo es que tantos lectores y lectores alrededor del mundo aprecian con fervor su obra, sabiendo, como él decía, que en realidad no eran sus palabras, no era su voz, sino la de otro que repetía.