Héctor Olivera es, sin duda, una de las personalidades más destacadas del cine argentino. La Patagonia rebelde, La Noche de los Lápices, El caso María Soledad y La nona son solo algunas de sus exitosas -y muchas veces censuradas- películas, de las que lleva dirigidas más de 20. Pero el premiado director, productor y guionista no descansa en sus laureles y ahora, a sus 92 años, acaba de publicar su primera novela.
La conquista de la Carmen y de 15.000 leguas llega dos años después de Fabricante de sueños, su primer libro de memorias. Esta vez, Olivera se zambulle de lleno en la ficción con la historia de un amor imposible entre una joven y bella cautiva devenida cuartelera y un sargento del ejército nacional.
La novela está ambientada en la Argentina de 1870, una década convulsionada entre “la peste” provocada por la epidemia de fiebre amarilla y la “lucha contra el indio” impulsada por el general Julio Argentino Roca, quien encabezó la Conquista del Desierto y que luego se transformaría en presidente en dos oportunidades: desde 1880 hasta 1886 y desde 1898 hasta 1904.
La conquista de la Carmen y de 15.000 leguas, editada por Sudamericana, comienza cuando un malón arrasa con la hacienda de los Arrieta y el capitanejo toma cautiva a la adolescente Carmen, quien es violada y amancebada por su captor. Pero cuando la mujer se cruce en la toldería al capitán Martín Cabral, que está parlamentando con el cacique de la tribu, un flechazo de amor imposible dará lugar a una peligrosa relación clandestina.
Así empieza “La conquista de la Carmen y de 15.000 leguas”
1871
El Riachuelo no es el mismo de siempre: el movimiento de embarcaciones se ha reducido considerablemente, solo aparece de a ratos algún velero o un pequeño barco a vapor yendo o regresando de la Vuelta de Rocha, donde se registra el mayor movimiento portuario. En este sector de la costa, hay una ladera que llega hasta una zona baja donde se alzan unas precarias chozas de adobe y paja, dos de las cuales, en llamas, despiden una densa humareda.
Una familia de negros carga con dificultad algunos de sus bártulos y deja el que fuera su lugar en el mundo. Padre, madre y tres niños caminan lentamente custodiados por el sargento Barraza y un soldado, quienes portan carabinas terciadas a la espalda. La pequeña comitiva trepa por la ladera hasta llegar a un carromato abierto en el que hay varias familias, descendientes de quienes medio siglo antes fueran esclavos de honorables familias porteñas. Los uniformados —a los que se suma otro soldado— los ayudan a trepar a la caja, cierran la escotilla trasera, montan a caballo y se distribuyen a los costados y atrás del carromato mientras el sargento se dirige hacia su jefe.
Desde lo alto del terreno el joven teniente primero Martín Cabral ha estado observando el operativo. A sus espaldas, a lo lejos se alza el perfil de la ciudad de Buenos Aires en el que se elevan las agujas de las iglesias y algunas cúpulas que brillan con el último resplandor del sol. Se le acerca el sargento.
—Cumplida la orden, mi teniente primero.
Cabral cabecea un “Muy bien” y gira para recibir a su asistente que le acerca su caballo. Monta y ordena al sargento:
—Barraza, manéjese con prudencia y rigor. Y ya sabe: ninguna detención ni desvío, directo al lazareto.
Al paso lento de su cabalgadura, Cabral —seguido por su asistente— ingresa a los aledaños de la ciudad, se cruza con un carro aguatero que viene del río y observa las barracas con sus portones cerrados y la total ausencia de movimiento, salvo un manisero que con su especial silbato llama la atención de los pocos vecinos de ese humilde caserío. De una de esas barracas transformada en hospital de campaña está saliendo un carromato cargado de supuestos cadáveres amortajados improvisadamente.
Llegan hasta un barrio más edificado donde también se advierte un silencio y una parálisis casi total, salvo por unos niños que juegan en plena calle de tierra y unos ancianos que conversan sentados en el frente de sus pobretonas casas. Martín imagina que hablan del tema que conmueve a la Gran Aldea: la epidemia de fiebre amarilla.
Ingresan al barrio de San Telmo y avanzan unas cuadras en las que hay un poco más de movimiento. El oficial observa que aún con luz de día los comercios y alguna pulpería están cerrados. Doblan en la esquina, toman la calle Bolívar y se encuentran con una gran fogata y un tumulto frente a un conocido inquilinato, un conventillo al decir popular. Hay unas decenas de inquilinos desalojados, la mayoría italianos, que en algunos casos están trepados a baúles, sillas y otros muebles que han podido rescatar del edificio, estos desgraciados unen sus voces a los que insultan a tres agentes de policía que impiden el ingreso al edificio en tanto otros uniformados están apostados, listos para actuar en este escenario casi de opereta.
Martín advierte que el asistente está por manotear su carabina y lo detiene con un grito, espolean y se abren paso alejándose de los belicosos. En la esquina hay una docena de policías montados. El oficial a cargo da cuatro gritos, se acerca y de prepo no más les abre paso hasta la esquina. Se detienen y el policía le informa al teniente primero que están actuando por orden del ministro del Interior y que mañana deben hacer lo propio en un inquilinato de la calle Cochabamba, en ambos casos por ser supuestos centros de contagio. Cabral agradece la información y, pensativo, sigue su marcha y se pregunta: ¿los únicos culpables del contagio de la peste son los negros y los napoletanos?
Llega finalmente hasta el frente de la casona familiar, desmonta, entrega las riendas a su asistente y le advierte: —Nada de trote… Al paso hasta el cuartel.
Después del debido saludo el asistente se retira y Martín ingresa a su hogar.
—¡Por favor! —sentado a la cabecera, don Agustín da una sonora palmada sobre la mesa—. ¡He dicho que en la mesa no se habla de la enfermedad!
Y crea un silencio solo invadido por el sonido de cubiertos y copas hasta que Elena, esposa de Martín, le susurra por lo bajo:
—Los Anzuola ya partieron: dicen que don Emiliano compró una linda quinta cerca de la Recoleta.
Don Agustín la mira con desagrado, Martín lo nota, presiona el brazo de su mujer y le hace un leve gesto de silencio. A la mesa están sentados, en la otra cabecera, la matrona doña Adela, cercana a la puerta que da a la antecocina; a la derecha del pater familiae, la hija mayor Ernestina; a continuación una silla vacía, luego Josefina y Marcos, su marido. Frente a ellos, a la izquierda de don Agustín su hermano mayor, don Eusebio; Elena, Martín y Celina, la menor de los hijos, que se pone de pie y ayuda a retirar los platos, tarea que está a cargo de la mucama, mulata por cierto, de nombre Ramona. Desde la antecocina aparece Fresia, la segunda mucama, con algún rasgo indígena. Trae los platos de sopa que deja sobre el trinchante.
—¿Cómo fue? —la interroga Elena.
—Dio un poco de trabajo, señora. Después del aseo, lo acosté protestando porque quería venir a estar con su mamita, pero al rato se durmió.
Fresia ha respondido mientras reemplazaba a la niña Celina.
Se abre la puerta, del salón ingresa Eduardo, va hacia su padre y lo saluda con un beso en la frente, luego intenta hacerlo con su madre que lo detiene con la mano alzada:
—¿Te lavaste bien? —Eduardo asiente con ligera sonrisa—. Pero nada de besos: hoy mis pulmones están peor que nunca. Sentate.
Al hacerlo, Eduardo inicia su informe:
—Ayer hubo más de trescientos casos y un centenar de muertos…
—¿Qué he dicho? —lo interrumpe don Agustín.
—Padre, es el tema del día: nunca antes Buenos Aires sufrió una epidemia tan grave.
—Es verdad —acota el tío Eusebio, comentario que es ignorado por su hermano.
—No es tema para la mesa. Después fumamos unos cigarros y usted pasa el parte médico.
—Ah, ¿y nosotras? —pregunta Ernestina con disgusto.
—Ya se enterarán.
El tío Eusebio interviene.
—Je, si están al tanto de todo: se la pasan cotorreando.
Las mujeres cambian significativas miradas salvo doña Adela que asiente totalmente de acuerdo con su marido.
En la sala está el grupo masculino. Eduardo, con una copa de cognac en una mano y un cigarro en la otra, echa una bocanada de humo que se eleva en pequeños círculos y continúa con su exposición.
—Esta tarde tuvimos una reunión con un delegado de la Comisión Municipal. Nos informó que tanto en la Presidencia como en la Gobernación están cada vez más preocupados por esta epidemia hasta hoy imparable.
—Ahora se preocupan y hace unas semanas estaban en pleno jolgorio del carnaval —explota el tío Eusebio—. ¡Bailes organizados por la municipalidad! Salí a otear un poco y con qué me encuentro: ¡desfiles de comparsas! Ay, ay, ay. No tener unos años menos… Me dieron ganas de agarrar un mameluco y un camisón, pintarlos de amarillo y salir a la calle a asustar a todos estos imbéciles: ¡Buuu, soy la fiebre, soy la peste, buuu!
Agitado, ahogado, el tío Eusebio ha descargado su ira. Su hermano lo ha observado con la impotencia habitual y los demás han contenido la risa porque lo conocen: en estos casos es imparable. Marcos toma la palabra.
—Los medio pelo se quieren cargar a los negros y a los tanos. Las familias decentes se escapan —se vuelve hacia Martín—. Por cierto, tu mujer le está metiendo en la cabeza a mi Josefina, que debemos huir cuanto antes. Para colmo, su madre y hermanos se instalaron en una quinta pasando el Retiro.
—Estoy de acuerdo… —responde Martín con una son risa—. Trato de convencer a mi comandante de que mude el regimiento a Belgrano o a Flores e instalemos nuestras familias en carpas, en fin, que vivamos en una toldería.
Don Agustín interviene:
—Dejemos hablar a Eduardo.
—Los médicos somos pocos y no damos abasto. Los tres hospitales están rechazando enfermos y se han instalado centros de emergencia como en el Lazareto de San Roque y puestos de sanidad militar.
Don Agustín asiente y se dirige a los presentes:
—Y ustedes los jóvenes, ¿qué creen que debemos hacer?
—Soy militar: lo único que debo hacer es cumplir órdenes. Y, como van las cosas, ponernos al servicio de la lucha contra el mal.
—Yo también cumplo órdenes… de mi conciencia. Soy médico, aquí me quedo.
Antes que Marcos pueda hablar don Eusebio da su terminante opinión.
—Que el bichito no se atreva a acercarse porque… ¡lo hago mierda!
A don Agustín no le llama la atención el exabrupto de su hermano.
—No sé, don Agustín —dice su yerno, inquisitivo—. Lo he hablado con Josefina: mi mujercita no quiere saber nada de abandonar esta casa. Corrijo: de mujercita, nada. Una mujer cojonuda.
—Padre, ¿qué dice mamita?
—Que hará lo que yo resuelva.
Los jóvenes se miran: era previsible. Se da por finalizada la reunión.
Martín ingresa al dormitorio donde se destaca una amplia cama matrimonial. Al borde, en camisón, está sentada Elena. El hombre se despoja de su chaqueta y comienza a desatarse el corbatín.
—¿De qué hablaron los señores?
—De la epidemia, obviamente.
—¿Y de la mudanza?
—Elena, cuando nos casamos yo ya era militar. O sea, alguien que no dispone de su destino, sino que acata lo que manda la superioridad.
—Martín, cuando nos casamos yo era una adolescente.
—Y ahora seguís siéndolo: una adolescente caprichosa.
—¡¿Caprichosa?! ¡Martín, somos una familia!, ¡tenemos un hijo! ¿Qué querés, morirnos y dejar sola a una criatura de dos años?
Martín suspira. Luego de una pausa:
—Necesito un poco de aire.
Y sale cerrando la puerta con suavidad.
En un patio con grandes macetones y un elegante aljibe, Martín ve a Eduardo y se sienta frente a él. Rebuzna, fastidiado. Su hermano lo mira comprensivo.
—Para variar, problemas con Elena.
—Y… es la abanderada del exilio, que está soliviantando al personal de servicio.
—¿Cómo lo sabés?
—Celina. Le tira la lengua a Fresia y se entera de todos los pormenores de la casa.
—Mirá vos: la niña Celina… —hace un silencio—. ¿Te guardaste algo?
—Sí, algo morboso: se han muerto unos cuantos carpinteros y los que quedan no dan abasto. Hoy hubo entierros de amortajados. El ataúd es un lujo.
Martín lo mira preocupado y rompe el clima.
—El tío Eusebio es un buen carpintero… aficionado, claro. ¿Le proponemos que nos haga un ataúd en su tallercito?
—Y después lo ponemos en exhibición en la sala de costura.
—Brillante idea. Elena se va a poner muy contenta.
Ríen.
Quién es Héctor Olivera
♦ Nació en Olivos, Argentina, en 1931.
♦ Es escritor y autor, productor y director de cine.
♦ En 1956, junto con Fernando Ayala, creó Aries Cinematográfica Argentina, sello que en más de cincuenta años ha producido 113 largometrajes y más de 200 episodios para televisión.
♦ En sus películas -que capturaron el espíritu de su época, en ocasiones desafiando una violenta censura-, adaptó obras de Borges, Soriano, Bayer, Cossa y Viñas.
♦ Dirigió películas como La Patagonia rebelde, No habrá más penas ni olvido (que obtuvieron el Oso de Plata en los festivales de Berlín de 1974 y 1984), La noche de los lápices (1986), El caso María Soledad (1993), Una sombra ya pronto serás (1994), Ay Juancito (2004) y El mural (2010).