No se puede decir que el escritor Gabriel García Márquez y el pintor Fernando Botero fueran amigos. Cercanos en algún momento, sus figuras se eclipsaban cada vez que se encontraban. Uno nacido a orillas del mar y el otro en las inmediaciones de la montaña, estos dos genios se convirtieron en los personajes más importantes de su generación. Cada uno a su manera, logró trascender las fronteras, llevando consigo el alma y la esencia de Colombia.
Una de las anécdotas más recordadas que unen a estos hombres, el uno, el más grande escritor que ha visto el país, y el otro, su igual en las artes plásticas, se remonta al 12 de septiembre de 1952, cuando en una de sus columnas, mientras trabajaba para el periódico El Heraldo, en Barranquilla, García Márquez se rindió ante el trabajo gráfico de un joven artista que acompañaba los versos del poeta antioqueño Carlos Saavedra en su libro Hojas de la patria. En ese entonces, Botero apenas era un chico de veinte años y Gabo un reportero habilidoso que rondaba los 25.
En su columna, García Márquez elogiaba la frescura de los trazos de Botero, que, aunque parecían ingenuos e infantiles, sorprendía y desconcertaba por la madurez de su concepción. Resaltaba el contraste entre los versos desgarrados de Saavedra y la visión luminosa y reposada del mundo que emanaba de los dibujos de Botero.
“Tal vez, si fuera preciso decir algo que por lo apresurado puede correr el riesgo de ser una tontería, pudiera pensarse que hay un contraste demasiado fuerte entre el canto desgarrado y terrible de Castro Saavedra y esa visión luminosa y reposada del mundo que uno advierte en los dibujos de Fernando Botero. Ambos antioqueños y ambos jóvenes, ambos nutridos de frijoles y maíz, y ambos persiguiendo la misma meta por diferentes caminos y con elementos y recursos evidentemente distintos”, escribió el autor de Cien años de soledad.
Ocho años después, García Márquez y Botero colaborarían de manera más directa. El 24 de enero de 1960, el Nobel de Literatura publicó un cuento titulado La siesta del martes en el suplemento Lecturas Dominicales del periódico El Tiempo. El cuento, que más tarde se incluiría en el libro Los funerales de la Mamá Grande, contó con las ilustraciones del talentoso pintor.
En la primera de las secuencias, plasmó a la niña y la mujer con las que inicia la historia. Ambas figuras lucen serias y visten ropas de luto, ya que emprenden la búsqueda de la tumba de un ser querido asesinado en un pueblo de la zona bananera. Los contornos voluminosos que caracterizarían la estética de Botero en décadas posteriores ya comenzaban a tomar forma en esta ilustración.
La segunda ilustración de Botero, según apunta un artículo publicado por el Centro Gabo, se enfoca en la escena en la que Rebeca, una viuda solitaria, mata a Carlos Centeno, un ladrón, disparándole en la nariz con un revólver arcaico.
Aquella no era la primera vez que el pintor ilustraba un texto literario, y tampoco sería la última. Con muy buen tino, supo retratar las palabras de poetas y ensayistas en la desaparecida revista Lámpara, bajo la dirección del editor Benjamín Villegas; obras suyas han sido portadas de varias ediciones de la obra de García Márquez y en 2023 una de sus pinturas acompaña la novela más reciente del peruano Mario Vargas Llosa.
Los lectores de periódico de esa época tuvieron el privilegio de disfrutar del encuentro entre estos dos gigantes antes de que la fama y el éxito se encargara de dividirlos. Hoy ambos son leyendas del arte y la cultura en Latinoamérica. García Márquez dejó una obra invaluable en el campo de la literatura, mientras que Botero lo ha hecho en las artes plásticas. Sin duda alguna, son y serán siempre dos de las más grandes figuras del arte en el siglo XX.