Que Liliana Heker (Buenos Aires, 1943) sea la escritora elegida para abrir la Feria Internacional del Libro 2024 es, ante todo, un hecho de justicia poética. No solo porque es dueña de una obra insoslayable -ella se define, ante todo, como una cuentista que de vez en cuando, se topa con un tema “de novela”-, sino porque, además, como maestra de escritores ha hecho un aporte inusual a la formación de una generación de autores: pertenece a esa estirpe de grandes talleristas que, además de haber dedicado sus vidas al oficio de escribir, tuvieron la generosidad de asistir a otros en la construcción de sus respectivas obras.
En su caso, durante casi medio siglo, desde 1978 hasta hace muy poco, cuando decidió volver a concentrarse en la escritura de sus propias ficciones.
Esas dos facetas de su biografía, la de narradora y la de tallerista -por su ya mítico taller pasaron muchos de los mejores escritores argentinos contemporáneos, como Samanta Schweblin, Guillermo Martínez, Inés Garland, Silvia Schujer, Pablo Ramos o Enzo Maqueira, entre otros-, la convierten en una suerte de criatura bifronte: son dos dimensiones indisociables de su historia como autora.
“Yo creo en los talleres de los creadores -ha dicho ella-. Sólo un creador puede dar taller tal como yo lo entiendo, porque al corregir un texto uno tiene que meterse en el proceso creador, en lo que el otro quiere decir, en lo que está buscando el otro”.
Si se pretende abarcar la trayectoria de Heker, habrá que remontarse a sus 16 años, cuando Abelardo Castillo le propuso integrarse al equipo de El grillo de papel (1959-1960)-, una de las tres revistas literarias emblemáticas en las que ella también dejó su impronta. Y tampoco puede soslayarse el hecho de que sea una de las últimas representantes de una generación -la de los años 60, que integró junto al propio Castillo, Sylvia Iparraguirre, Miguel Briante o Ricardo Piglia- para la que el compromiso político se asimilaba a la literatura.
Todo empezó cuando Heker supo que desde la revista El grillo de papel convocaban a jóvenes poetas y autores a que mandaran sus textos. Ella envió una carta y un poema:
“Sentí que me hablaban a mí -contó en una entrevista reciente con Infobae Leamos-. Ahí fue que el novio de mi hermana me prestó una máquina de escribir con la que di forma al poema y la carta, que envié por correo, y que me recibió Abelardo, que tenía mucho olfato. Me dice: ‘El poema es pésimo pero por la carta se nota que sos una escritora’. Fue un jueves. Al día siguiente, y con 16 años, a principios de 1960, llegué al Café de los Angelitos y descubrí ‘el mundo literario’. No la literatura, sino eso, el mundo literario… Supe que elegía ese mundo, que elegía a ese mundo para siempre”, explicaba.
La máquina con la que había escrito la carta y el poema era una Royalty semi portátil 1948, y más tarde llegaría una Olympia, que le regalaría su padre poco antes de morir, cuando ella tenía 18: un gesto que Heker siempre agradeció.
Fueron los años en que se incorporó a las tertulias literarias de aquellas revistas que le sirvieron como escuela, y hoy resultan determinantes para comprender su ADN literario: podían ser diez o veinte personas -hombres, en su mayor parte- que se reunían en los cafés porteños, en especial el Café de los Angelitos o el Café Tortoni, antes de que se convirtieran en sedes del turismo, para hablar de libros, y de filósofos como Sartre o Camus.
Heker llegaría a ser Secretaria de Redacción de El Grillo de papel, por la que desfilaron firmas como las de Julio Cortázar, Carlos Fuentes, Augusto Roa Bastos, Juan Goytisolo o Ernesto Sabato, mientras que otros como Ricardo Piglia, Sylvia Iparraguirre, Humberto Costantini, Miguel Briante, Alejandra Pizarnik o Isidoro Blaisten, debutaban con sus primeras obras.
Heker enseña que la corrección es el verdadero acto creativo, lo que lo precede es casi siempre “un mal necesario”,
También fue en esas redacciones y esos debates que empezó a entender la literatura, además de como un oficio sagrado, como una forma de dar cuenta de un tiempo histórico, despertar conciencias y ofrecer una visión del mundo, indisociable de la ideología y de la identidad. En su caso, también de la defensa de los derechos humanos
La generación de los 60 -a la que ella se jacta de pertenecer- ejercía el oficio sabiendo que el hecho mismo de ser escritor/a suponía un compromiso de coherencia. Y ese es el compromiso que Heker ha venido honrando hasta aquí, por fuera de cualquier concepción asociada al facilismo, la suerte, la magia o la conveniencia personal. También por fuera de una mirada desligada del asombro ante el misterio de la vida y sus conflictos intrínsecos: ser escritor o escritora encarna esa complejidad.
En El escarabajo de oro (1961-1974) -aparecida después de que El grillo… fuera prohibida por un decreto de Arturo Frondizi, en 1961-, llegó a ejercer como subdirectora. Mientras que El Ornitorrinco, que ella co-fundó junto a Castillo e Iparraguirre en 1977, fue -como lo fueron los talleres de escritura de la época- un espacio de resistencia cultural durante la última dictadura, hasta su cierre, en 1984.
Por aquellos años -en 1980-, sostuvo también su célebre polémica con Cortázar sobre los escritores que se habían ido del país en la dictadura y los que se habían quedado: terminaron amigos. Mientras tanto, Heker comenzaba a forjar una obra que se traduciría a numerosos idiomas y terminaría ubicándola entre los grandes nombres de la literatura argentina del último siglo.
Sus obras
En 1966 publicó su primer libro de cuentos, Los que vieron la zarza, al que seguirían Acuario, en 1972 y Un resplandor que se apagó en el mundo (tríptico de nouvelles), en 1977. Con el tiempo llegaron Las peras del mal (1982) y en 1987, Zona de clivaje, su primera novela. Los cuentos de Los bordes de lo real (1991); su segunda novela, El fin de la historia -publicada en 1996 y recientemente reeditada-; Las hermanas de Shakespeare, (1999); La crueldad de la vida (2001); Diálogos sobre la vida y la muerte (2003), o, más acá en el tiempo, La trastienda de la escritura (2019), que recopila un método, las claves de su propio proceso creativo. En conjunto, una construcción formidable.
Sus lecciones
En sus clases, Heker enseñaba que no se puede escribir sin emoción pero tampoco prescindir de la lucidez. Que la espontaneidad y la velocidad no son valores en la literatura. Que la carencia de autocrítica puede ser tan peligrosa como una rigurosidad despiadada, y que la experiencia real puede ser un punto de partida pero nunca equipararse a un hecho estético: la realidad no construye por sí misma obras artísticas.
Enseñaba que lo que el autor pueda convertir en literatura dependerá, en todo caso, de un trabajo, esencialmente, artesanal, y que la corrección es el verdadero acto creativo, lo que lo precede es casi siempre “un mal necesario”, suele decir.
La escritura entendida como una búsqueda y un aprendizaje, siempre inacabados: ella misma se considera y se define como “una eterna aprendiz”, curiosa, inquieta, entusiasta.
La maravilla reside en la pasión con la que sigue escribiendo y la manera en la que comunica las mil razones que tiene un escritor para perseverar en los sentidos que lo impulsan. Cada uno, construye su propio credo.