Púa se presenta como una mala persona, sabe que ha hecho algo terrible y quizás hasta imperdonable. Sabe que sus acciones han llevado a la muerte de personas, sabe que ha torturado. No reniega de eso. Ha combatido a una agrupación terrorista por fuera de la ley, con métodos que escapan al derecho y debe lidiar con las consecuencias de sus decisiones. La nueva novela del español Lorenzo Silva, publicada por Ediciones Destino, lleva el nombre de guerra de su protagonista. Su apodo. Porque, si bien hay algunas pistas, mucho queda sin explicitarse. El grupo terrorista simplemente es “la organización”, quienes se le enfrentan forman parte de “la Compañía”, el lugar en la que se asientan es “la Ciudad”. Aunque, por otro lado, no es difícil adivinar la referencia, que es ETA, son los Grupos Antiterroristas de Liberación (GAL) y son los años 80 en España.
-¿Por qué decidiste eliminar toda referencia?
-Este libro tiene varias osadías y esa es la primera. Cuando eliges rehuir deliberadamente de toda referencia geográfica o temporal, eso significa eludir muchos detalles. Por ejemplo, uno de los elementos que yo creo que últimamente tienen una omnipresencia más fatigosa en la ficción en general que son los teléfonos móviles. Son enormemente antinarrativos porque permiten que todo sea prácticamente contiguo, eliminan esperas, incertidumbres. Mientras iba abordando todas esas dificultades concretas pensaba que es algo relativamente común en la literatura del siglo XX: puedes encontrar grandes obras de la literatura que eluden la referencia espacio-temporal y eso es normal. Pero el lector del siglo XXI es hiperpreciso.
-De todas formas la referencia parece bastante clara.
-Efectivamente, para cualquiera que lea la historia con un conocimiento aproximado de la historia española reciente hay una referencia muy precisa. Pero yo no quería escribir una novela sobre el terrorismo de ETA ni sobre la guerra sucia que se articuló a través de lo que se dio en llamar los GAL, que por otra parte fue una fabricación de un par de policías, siguiendo órdenes de algunos políticos. El GAL fue un invento fantasmagórico para encubrir unas maniobras de guerra sucia ordenadas desde ciertas instancias del gobierno español en un momento determinado de los años 80. Yo no me quería centrar en un episodio concreto de guerra sucia porque habría incorporado todas sus limitaciones narrativas. Por ejemplo, esas personas tenían un punto deficitario: a lo mejor tenían cierto compromiso, pero se quedaron con dinero, utilizaban dinero desviado del Ministerio del Interior, fueron chapuceros, recurrían a mercenarios, cometieron errores. Si me ceñía a ella, la historia real me bajaba en muchos sentidos el nivel de la narración.
-¿Con qué sí decidiste quedarte?
-Preferí contar una historia en la que simplemente se aborde la esencia de ese episodio: el dilema ético y político que representa la decisión de ignorar las leyes del Estado para defender al Estado. En el fondo es una paradoja sensacional porque el Estado no es nada más que sus leyes. El Estado es una abstracción, es un funcionamiento regular de un sistema legislativo. Cuando alguien toma la decisión de ignorar las leyes que amparan los derechos y las libertades de las personas, está empezando él mismo a abolir esto. Y luego, lo que también quería explorar era el viaje personal de los soldados, de los que se manchan las manos. En toda guerra sucia hay un decisor, un organizador y un ejecutor. El decisor normalmente lo hace desde una distancia lejana que le permite en muchos casos quedar impune.
-Eso también existe en Púa, con el personaje de Uno.
-Sí. Y luego, a partir de ahí viene el ejecutor, que además no puede ser cualquiera. Si es, por ejemplo, un delincuente, como hizo el GAL alguna vez, cobra el dinero y a veces mata a quien no debe. Si es un personaje que obra por psicopatía, es poco fiable. Yo quería que fuera un ejecutor convencido, que además tiene ciertas cualidades tanto intelectuales como de valor, de sentimiento del deber, de sacrificio, de lealtad a sus compañeros. Si yo hubiera recurrido al GAL, esos ejecutores eran personas sin ningún tipo de textura moral. Y yo he querido escribir una fábula moral. Mi personaje no moraliza porque empieza diciendo que es una mala persona y contando abiertamente todas las cosas malas que ha hecho. Pero quería darle esa dimensión de sucesión de dilemas éticos. Esa es quizá una segunda osadía del libro: el lector de thriller no espera que haya dilemas éticos en el recorrido del relato.
-Es difícil no relacionar esto con la propia historia argentina, con un Estado actuando fuera de la ley en contra de las guerrillas. En Argentina se ha juzgado a los criminales de esta época ¿Crees que España ha terminado de dilucidar su propia historia de este periodo?
-Sí y no. Hasta el 75 teníamos un régimen dictatorial y ahí no tiene sentido hablar de guerra sucia. Eso empieza sobre todo desde el 78, que es cuando se aprobó la Constitución y se instauró el Estado de Derecho. Había tal grado de violencia terrorista y antiterrorista, que quedaron muchos casos sin esclarecer. Pero esa falta de esclarecimiento atiende a los dos lados de la violencia política en ese momento. Porque la Policía y sobre todo la Justicia estaban desbordadas. ETA mataba a cien personas al año y cometía miles de atentados al año. Y al otro día había una respuesta incontrolada que también era abundante. Pero al final, ahí se quedó sin investigar. Lo que es el episodio central de la guerra Sucia en España, que es el GAL, no hay una revisión judicial exhaustiva de todas las operaciones. Bajo esta organización, se cometieron atentados diversos que al final le costaron la vida a veintitantas personas. Unas cuantas de ellas, sin ningún vínculo con la organización.
“Muchos sienten vergüenza de pensar que estuvieron siguiendo para matarlas a personas a las que no conocían y que no habían hecho nada, simplemente por estar señaladas como enemigos ideológicos”
-Y no sólo en España.
-Sí, y porque no eran errores, además. Y cuando tú pagas a mercenarios y a delincuentes, corres el riesgo altísimo de que las cosas salgan mal. Entonces, no todos los casos se han esclarecido. Una duda que se plantea es si quienes finalmente resultaron condenados, que fueron un ministro, un secretario de Estado, unos policías y algunos guardias civiles, son todos los que estaban.
-¿Por qué no puede dilucidarse?
-Por su propia naturaleza, estas actividades son encubiertas, clandestinas. Y además en España hay un régimen de protección de secretos oficiales que impide desclasificar los documentos hasta casi dentro de 100 años. Con lo que realmente, no está el cuadro completo. De todas formas, España sí tuvo una exigencia de responsabilidades que en otras democracias supuestamente más avanzadas no se han producido.
-Personajes como Púa, el protagonista de la novela, ¿se limitan a seguir órdenes o hay un convencimiento propio?
-Ese es un aspecto que me interesaba mucho. Me he acercado a los personajes que han estado envueltos en episodios de Guerra Sucia y digamos que habría una tipología triple. Cuando hablas con gente que ha estado ahí, te dice que había ciertas personas a las que había que apartar del trato a los detenidos porque tenían una deriva espontánea hacia la violencia. Un segundo perfil sería al que podría responder alguno de los que estuvo implicado en el GAL, que tiene una ganancia personal. Unos dineros incontrolados en los que es fácil meter la mano y llevarse una parte. Y habría un tercer grupo que es el de las personas que obran por una extraña convicción ética personal que se sobrepone a la ética convencional representada por las leyes. Por cierto, esto es algo de lo que también participan los terroristas. En el fondo es un ejercicio de mimetismo con el enemigo.
-¿Qué diferencia entonces a los terroristas y a quienes los combaten por fuera de la ley?
-Es difícil establecer la diferencia porque, en el reducto psicológico individual de cada uno, son iguales. El terrorista sabe que matar es inmoral e ilegal. Sabe que matar a traición a una persona es indigno. Ponerle una bomba debajo del suelo del coche o delante de sus hijos. Pero se dice que lo está matando porque es un representante del… pon lo que quieras en la línea de puntos: del capitalismo explotador, de la oligarquía represora, del país que oprime a mi país. Y entonces eso queda validado. Yo quería darle esa textura personal al personaje. Púa también sabe que lo que él está haciendo es indecoroso, pero se dice a sí mismo, y es un razonamiento análogo al del terrorista, que lo puede hacer porque está trabajando para erradicar a esta amenaza que pende sobre la libertad y sobre la seguridad de sus conciudadanos. Y además lo está haciendo porque así neutraliza la fuerza que causó la destrucción de su familia.
-El fin justifica los medios.
-Sí. Y además, en Púa hay una lealtad no solo a la organización, a la causa que defiende, a la memoria de los suyos, a los propios compañeros, sino también a su propio comportamiento en el sentido de asumirlo como un sacrificio, no como un beneficio. Realmente la vida de Púa en muchos sentidos no merece la pena. Está permanentemente en peligro, durante buena parte del tiempo no puede ser quien es. Y le dicen algo que no es infrecuente en estas situaciones: “oye, nadie te obliga. Si no quieres, te vas a tu casa”. Pero él razona que, si se va, está preservando su conciencia ¿Y qué derecho tiene cuando su familia entera lo perdió todo? Eso le determina una especie de imperativo ético individual que es contrario al cumplimiento de esas normas morales que todos aceptamos de manera habitual.
“En ETA había gente que había estudiado en la Sorbona y que hasta había publicado libros de Filosofía. No los puedes caricaturizar”
-Púa se presenta como “una mala persona”. ¿Todos los que participan de la violencia se sienten “malas personas”?
-He hablado en estos últimos 10 años tanto con personas que han estado en la lucha antiterrorista, generalmente dentro de la legalidad, como con gente que estuvo en ETA. He hablado con muchas personas que en contextos distintos, con razones distintas, con coberturas legales y morales distintas, han participado en la violencia. Que han torturado, que han matado. Y no sé si es que no elegí bien a la gente, pero no me encontré a nadie que presumiera. No me encontré a nadie que dijera “yo torturé a este detenido y bien hecho estuvo. Y más le tenía que haber torturado”. Tampoco conseguí hablar con etarras que dijeran “yo maté a 12 personas y bien muertas están y que se joroben”. En algún caso me costó años que alguno de ellos me reconociera sus acciones. No es fácil contarle a alguien a cuánta gente has matado.
-¿Cómo lidian ellos con esa culpa?
Está lo que dice Steven Pinker, esa enorme capacidad que tiene el ser humano de disculparse a sí mismo. Haga lo que haga. Creernos buenas personas cuando vamos por la noche a acostarnos. Pero no deja de haber una textura moral y emocional que los vincula con la gravedad de lo que han hecho, que les impide caer en esa banalidad del mal descrita por Hannah Arendt. Nada les exonera de pensar que durante el resto de sus días cargaran con esos muertos en su mochila. Muchos sienten vergüenza de pensar que estuvieron siguiendo para matarlas a personas a las que no conocían y que no habían hecho nada, simplemente por estar señaladas como enemigos ideológicos de la organización a la que pertenecían. Eso fue lo que me atrajo hacia un personaje de este tipo. No digo que no haya existido y que no tenga un interés narrativo el personaje prototípico del verdugo, del torturador con absoluto desprecio de la condición del enemigo porque lo ha despersonalizado.
-Pero es una minoría.
-Claro. Mucha de la gente que acaba haciendo estas cosas, no deja de tener conciencia moral y sentimientos. Y esto quizás es lo pavoroso. Si solo fueran monstruos, la cosa sería relativamente esperanzadora. No habría más que localizarlos, etiquetarlos y mantenerlos a buen recaudo y procurar que no toquen nunca nada que se pueda romper.
-Hablas de soldados y de esta guerra sucia, ¿cómo ha influido en tu trabajo, en esta temática en particular, el ser hijo y nieto de militares?
Me ha ayudado a entenderlos y a acercarme a ellos despojado de ciertos prejuicios. En todas las sociedades existen prejuicios hacia los uniformados. Yo no los tengo porque he conocido a militares de zapatillas tirado en el suelo de mi salón, jugando al Scalextric conmigo. Tengo claro que son personas. Yo vivía en un barrio militar y mis vecinos eran militares. Y había de todo. Había personas que podían responder al cliché, personas que respondían poco y personas que no respondían a absolutamente nada.
-¿También te ha permitido un mayor acercamiento?
-Si entras como un elefante en cacharrería, estos uniformados no te dirán nada porque no tienen ninguna obligación. Debes comprenderlos y trasladarles la sensación de que sinceramente quieres acercarte a su historia y contarla lo mejor que puedas. Que no lo vas a traicionar, ni a vender, ni a comprometer. Y muchas de esas historias las tienes gracias a crear esa confianza y a no tener esa idea preconcebida, que además casi siempre desemboca en la simplificación y en la caricatura. Si tú caricaturizas, entonces tu gestión del otro es mucho más fácil. Pero, por ejemplo, en ETA había gente que había estudiado en la Sorbona y que hasta había publicado libros de Filosofía. Y había gente valiente, incluso que fue capaz de poner en apuros a un Estado de Europa occidental. No los puedes caricaturizar.
Quién es Lorenzo Silva
♦ Nació en Madrid, España, en 1966 y, antes de dedicarse a tiempo completo a la escritura, trabajó como abogado.
♦ Ha publicado numerosas novelas, cuentos y relatos de no ficción. Entre ellos, La flaqueza del bolchevique (finalista del Premio Nadal 1997), Carta blanca (Premio Primavera 2004) y Sereno en el peligro: la aventura histórica de la Guardia Civil (Premio Algaba de ensayo 2010).
♦ Su serie de novelas policiales protagonizada por los investigadores Bevilacqua y Chamorro incluye 13 volúmenes, entre ellos El alquimista impaciente (Premio Nadal 2000) y La marca del meridiano (Premio Planeta 2012).
Púa (Fragmento)
Soy una mala persona. Al igual que muchos otros, podría decir. Con la diferencia, podría alegar, de haber dejado de buscarme una disculpa para justificar mis fechorías. Y qué: lo primero no me hace bueno y lo segundo no me hace mejor. Son sólo complementos circunstanciales. Cuando uno acepta convertirse en una mala persona, poco importa lo demás. A quien te toca padecerte ni le va, ni le viene, ni le alivia.
No es que sea malo todo el tiempo, ni que desconozca el dulce sabor de las buenas acciones, que como cualquier ser humanos que no haya perdido la razón y el sentido de la existencia prefiero a las otras. De hecho, a ellas dedico lo mejor de mis energías. Nada reconforta más que toparse con un semejante que necesita o al que puede convenirle tu ayuda y prestársela sin la menor esperanza de recibir algo a cambio. Nada nos conforma ni nos apega más a esta naturaleza embrollada que acarreamos por el mundo, con la sospecha de que bien podríamos ser el error final que la vida cometió para aniquilarse a sí misma.
Por eso, y porque no estoy orgulloso de ser una mala persona –no se me ha endurecido el alma ni se me ha reblandecido el cerebro hasta ese punto de delirio-, resolví apartarme de todo lo que fui y todo lo que hice en otro tiempo, y escogí esta apacible actividad comercial que sólo muy de vez en cuando, y de forma al fin y al cabo limitada, me arroja a coyunturas en las que puede aflorar, y aflora, el demonio que siempre va conmigo. Por eso he aceptado una existencia modesta, sin llegar al extremo de pasar estrecheces, gracias al ejercicio juicioso y del todo incompetente de un oficio en el que las emociones son escasas y de una intensidad inferior a la que recuerda mi corazón. Por eso soy sólo una sombra de lo que fui y ese es hoy el mejor de mis logros.
Por eso, también, más el peso insoslayable de la memoria y de las lealtades, sobre todo aquellas que se fraguaron al calor de lo fatídico y lo incondicional, mi pulso que ya apenas se acelera y mi pensamiento que rara vez conoce ya la zozobra se han visto sacudidos cuando me he echado a los ojos el mensaje que acabo de recibir y de los ojos han pasado a mi mente las letras que lo componen. Allí, al instante, se ha desvelado, como quien corriera de pronto una cortina que oculta la visión de una ciudad incendiada, todo el significado que las palabras que esas pocas letras forman no pueden dejar de encerrar para mí.
Lo primero que he pensado es que no quiero que suceda. Que no he aguantado durante todo este tiempo la culpa y el fracaso sin resquicios en los que me he resignado a vivir para que ahora vuelva a llamar a mi puerta la desviación que los provocó y me reclame como su siervo y su miserable consecuencia. He invertido todos mis esfuerzos en crear este reducto desde el que poder resistirme y sustraerme, de paso, a la parte de mí con la que no tengo el menor deseo de reencontrarme.
Lo segundo que he pensado, mientras sentía de pronto esa extraña especie de serenidad que acompaña a la catástrofe, es que no puedo eludir el mensaje. Invoca mi nombre, el verdadero, y quien lo envía es aquel a quien menos puedo negarle acudir a su socorro. Releo:
Púa, soy yo. Me queda poco. Te necesito.
Lo tercero que pienso es con qué pretexto cerraré la tienda.