Dicen que serán las únicas que nos sobrevivan, que la humanidad, para ellas, será apenas un paréntesis, una incomodidad pasajera. ¿Son las cucarachas las verdaderas protagonistas de la nueva —y excelente— novela de Agustina Bazterrica?
Las indignas (Alfaguara) está planteada en un futuro postapocalíptico. Todos los temores que tiene la humanidad, producto de los peligros que ella misma ha producido, se convirtieron en realidad: la escalada nuclear, el cambio climático, la violencia tecnológica, la crisis energética, las guerras por el agua. El mundo es un páramo donde ya no hay animales ni cosechas, los ríos están contaminados, el mar ha desaparecido, la vida es supervivencia.
La narradora escribe un diario aunque no lo fecha. Es un intento por romper la condena de un presente perpetuo que tiende a olvidar los hechos. Si la descubrieran, sería castigada con saña. Vive en un monasterio que está regido por un hombre al que no pueden ver, una presencia difusa que controla el movimiento de las mujeres que allí viven a través de una madre superiora.
Todas las que han logrado entrar en el lugar se volvieron siervas adoradoras de un dios que exige sangre para la purificación. Las mujeres, organizadas en castas, usan la violencia como una forma de limpieza: el más pequeño desliz implica un sometimiento que las demás gozan con perversión.
La novela, entonces, plantea discusiones en varios niveles: la expoliación deshumanizada de los recursos naturales, el sectarismo religioso, la violencia sobre el cuerpo de las mujeres. “Alguien grita en la oscuridad. Espero que sea Lourdes. Le puse cucarachas en la almohada y cosí la funda para que les cueste salir, para que caminen debajo de su cabeza o sobre su cara (ojalá se le metan en los oídos y aniden en los tímpanos y sienta cómo las crías el lastiman el cerebro)”.
Las primeras oraciones del libro anticipan que será un texto fuerte, áspero, al estilo de las historias que Bazterrica ya nos tiene acostumbrados con Cadáver exquisito y Diecinueve garras y un pájaro oscuro. Pero las cucarachas no sólo son una puerta de acceso al libro, sino también una clave para entender las influencias de la propia autora.
“Me di cuenta de que tengo mucha influencia de Kafka”, dice Agustina Bazterrica en diálogo con Infobae Leamos. “En la primera página de La metamorfosis ya sabés que Gregorio Samsa se convirtió en un bicho; es algo visceral. Y es lo que a mí me interesa. Me gusta ir al hueso de la cuestión, por eso mis novelas están trabajadas de la misma manera que trabajo los cuentos. Trato de no dejar cabos sueltos, con economía de recursos, sin irme por las ramas con cuestiones que no hacen a la historia. Me tengo que enamorar de lo que estoy escribiendo porque le voy a dedicar muchos años. A esta novela le dediqué casi dos años y medio”.
—Hablás de Kafka, pero una figura muy presente es Cortázar, que ya había aparecido en los cuentos de Diecinueve garras.
—Cortázar, Borges, Silvina Ocampo, Flanery O’Connor, Sara Gallardo, ¡Saer!, Virginia Woolf. Todos los que menciono en el libro son autores y autoras que estudio, que leo y releo. Me pasa con Saer, que no leí toda su obra, porque leo Glosa y la quiero releer y estudiarla. Y después leo El limonero real y me pasa lo mismo. ¡Cómo logra esa magia! Esos autores y autoras van trazando mi camino de lectora y escritora. Y a Cortázar lo llevo adentro.
—¿Cómo esperás que Las Indignas sea leída en relación a Cadáver Exquisito?
—Acá, a diferencia de Cadáver exquisito, intenté trabajar con la belleza en el lenguaje. Puedo hablar de cosas horrorosas, pero las narro de una manera en que, ojalá, se sienta placer en la lectura. Hay mucho trabajo con la palabra, con una prosa poética.
A pesar de los problemas que tenemos y de que la gente está agotada y hay hambre me gusta pensar que somos un país increíble con gente admirable.
—No sé si por el tono, pero sí por el tema, la novela me hizo pensar en La carretera, de Cormac McCarthy, y, como son mujeres en una situación de encierro, también en Margaret Atwood y El cuento de la criada.
—Mientras escribía pensaba que la relación con Atwood podía ser directa, porque ella toca un tema tan universal y tan actual como es el patriarcado. Es muy difícil escribir un libro como este sin dialogar con el de Atwood, ¿no? Está bueno que se dé. Pero, más que Atwood, yo diría que me siento influenciada por mi experiencia personal y por los autores que te nombré. Y, sobre todo, por El demonio en el convento, de Fernando Benítez. Ese libro me lo recomendó Guillermo Schavelzon, mi agente. Yo ya estaba escribiendo la novela cuando me lo dijo, pero me ayudó a pensar un montón de cosas. Por ejemplo, la figura del hombre.
—Ese personaje misterioso e inalcanzable que ni tiene nombre. ¿Cuál es el lugar de “él”?
—Es lo que viene de mi experiencia en un colegio de monjas alemanas. Todas mis profesoras eran monjas. No había profesores y el único hombre era el sacerdote. En esa época, ni siquiera permitían que hubiese hombres en la vereda pública de la escuela. Por ejemplo, si venía tu hermano a buscarte, la celadora lo echaba. La cuestión opresiva y el hombre como regidor y autoridad moral fue algo que viví desde chica. Después, obviamente, me fui para otro lado y no creo en las religiones.
—Con “él” se da también una situación propia del panóptico. No se sabe dónde está, ni cuándo está, nunca se lo ve.
—Es como la figura del Dios católico, que es un señor en el cielo, al que no vemos pero está veinticuatro horas pendiente de lo que hacés con tus genitales. ¿Cómo lo vas a cuestionar si no lo ves? ¡No podés cuestionar nada! Esa es la idea.
—¿Por qué reuniste todos los peligros en ese mundo postapocalíptico de la novela?
—Cuando escribo, me baso en la realidad. Hoy vivimos el cambio climático de una manera muy evidente. Por ahí llevo todo a cuestiones extremas, pero me baso en lo que está pasando. Las guerras del agua todavía no empezaron, pero, si seguimos contaminando los ríos y llenando de plástico el mar, si seguimos destruyendo el medio ambiente, en algún momento va a suceder. De hecho, hoy ya no sé si tomás agua completamente pura.
—¿Qué pasa cuando la protagonista se enamora de Lucía? ¿Cómo entra el amor en la novela?
—Intento trabajar que lo sagrado y lo luminoso está, en realidad, en la naturaleza y en el amor. Esta es una novela que habla del amor —no solo del amor romántico—, sin nunca usar la palabra amor. Habla del amor y habla del miedo, que son las dos fuerzas universales más potentes. Del amor surgen todos los sentimientos positivos: la sororidad, la solidaridad, la empatía, etcétera. Y del miedo surge la envidia, la violencia. La novela intenta trabaja entre esas dos fuerzas. Y, por supuesto, lo que predomina en la Casa de la Hermandad Sagrada, hasta que llega Lucía, es el miedo.
—Predomina el miedo, pero también hay especie de perversión por la violencia. La madre superiora goza en la tortura de las demás mujeres.
—Pero es que las mujeres salimos a la calle y, no importa la edad que tengas, te puede pasar cualquier cosa. El año pasado viajé de Tulum a Cancún. Iba en una camioneta en la que, en teoría, iban a viajar más turistas, pero finalmente fui sola con el conductor. Y en un momento nos empezó a perseguir un auto de la policía, y el conductor me dijo: “No voy a parar porque no hicimos nada malo y, si paro, no sé qué puede pasar con vos”. Hay un montón de mujeres a las que las violan y las matan. Y todavía hoy, pleno siglo XXI, hay países donde las mujeres no pueden estudiar. Es como si nuestro cuerpo no nos perteneciera. Está la cuestión de disciplinarlo, de controlarlo desde la estética. Como dice Rita Segato: el que viola no es un enfermo, es un hijo sano del patriarcado que quiere que seas obediente y quiere castigarte porque tenías la pollera muy corta.
—Pero en la novela, la violencia viene de las propias mujeres.
—¡Por supuesto! En el colegio también había compañeras que denunciaban a otras, o que las criticaban, o que las restringían. Eso también es el patriarcado. No porque seas mujer vas a ser automáticamente feminista. Podés ser extremadamente machistas. Hay mujeres que son cómplices.
—¿Cómo es la forma de escribir escenas de violencia tan fuertes? ¿Hasta dónde vas?
—Hasta el final. No me reprimo. Corrijo mucho y en las escenas de sexo trato de no caer ni en lo cursi ni en lo pornográfico, pero a la hora de imaginarlas trato de ir hasta el fondo. Eso también me permite ingresar en el ambiente opresivo del horror. A mí no me cosieron los ojos en el colegio católico, pero simbólicamente sí lo hicieron, porque había solo un punto de vista que no se podía cuestionar.
—¿Se puede pensar Las Indignas como una metáfora de la Argentina actual?
—Qué pregunta... difícil. En un punto te diría que, después de las PASO y con el futuro que espero que no suceda, hay algo de tierra arrasada. Si te lo ponés a analizar desde el punto de vista económico y político, es prácticamente una distopía. Espero que en el día de mañana no se vendan los órganos. Pero, desde otro lado, a pesar de los problemas que tenemos y de que la gente está agotada y hay hambre y hay inflación y hay pobreza, me gusta pensar que somos un país increíble con gente admirable. Yo voy a hablar a muchas escuelas y veo a profesores y profesoras que admiro profundamente. Intento elegir el lado luminoso de nuestro país.