Atentado a CFK: los secretos más oscuros del intento de magnicidio en “Muerta o presa”

Una minuciosa investigación reconstruye los hechos de aquel 1 de septiembre de 2022 y la “trama violenta” que hubo detrás. “Dios no quiso que muriera”, aseguró Fernando Sabag Montiel, el principal acusado.

"Muerta o presa", de Irina Hauser, es una minuciosa investigación sobre el intento de magnicidio a la vicepresidenta Cristina Fernández de Kirchner, ocurrido el 1 de septiembre de 2022.

Cuando un periodista le preguntó a Fernando Sabag Montiel por qué quiso matar a la vicepresidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner en la puerta de su casa el 1 de septiembre de 2022, el atacante le respondió: “Por el odio generalizado”. Y más tarde, mientras le realizaban los peritos psicológicos, añadió: “Dios no quiso que muriera”.

El hombre de 35 años, nacido en Brasil y asentado en Argentina desde los tres, se presenta como remisero y vendedor de copos de azúcar. Ese día, se había infiltrado entre los manifestantes que iban a apoyar a la dos veces expresidenta después de que el fiscal Diego Luciani pidiera para ella doce años de cárcel y la inhabilitación de por vida para ejercer cargos públicos. Entre el tumulto, Sabag Montiel apuntó a la cabeza y gatilló, pero la bala no salió.

Muerta o presa, de la periodista argentina Irina Hauser, es una minuciosa investigación a un año del intento de asesinato, en la que no solo reconstruye los hechos sino, además, “la trama violenta detrás del atentado”. “¿Quién estuvo detrás del atentado contra la principal líder política del país? ¿Qué le prometieron al hombre que intentó cometer el magnicidio?”, se pregunta la autora.

Editado por Planeta y escrito con colaboración de Ariel Zak, Muerta o presa ofrece al lector “los secretos más oscuros detrás del atentado político que sacudió al país”, desde las irregularidades con el teléfono celular del principal acusado hasta el rol de su novia, que casi se escapa.

Así empieza “Muerta o presa”

La bala que no salió

Debajo de un gazebo blanco montado frente a una entrada alternativa del edificio donde vive la dos veces presidenta argentina Cristina Fernández de Kirchner hay un hombre parado en un costado. Está esposado, con los brazos hacia atrás. Tiene el pelo castaño oscuro, barba rala, lleva puesto un jean roto, campera de cuero y gorro negro de lana. Se nota que es joven. La policía lo dejó ahí adentro para evitar el asedio de las cámaras de televisión y para que nadie se le acerque.

Con un pie, sigue el ritmo del cántico que afuera corea en un loop la multitud detrás del vallado: “¡Si la tocan a Cristina qué quilombo se va a armar!”. Pero él no es un militante cristinista ni peronista. Sus manos amarradas permiten adivinar un tatuaje en cada dorso. Son símbolos nazis. En la derecha tiene dibujado un martillo de Thor. En la izquierda, una cruz de hierro: esa mano fue la que utilizó para empuñar el arma que puso a pocos centímetros de la cara de Cristina, ahora vicepresidenta y principal líder popular del país. Gatilló una vez, pero la bala no salió. Alguien vio que intentó corregir su maniobra, accionar la corredera, pero no lo logró.

Todavía es 1 de septiembre, ya cerca de medianoche, y está fresco. Su pie continúa un buen rato con la percusión en el pavimento de la calle Juncal, a una cuadra de la plaza Vicente López, en Recoleta, aun después de que lo hicieran desnudarse para verificar que no llevara explosivos adheridos a su cuerpo. La cara parece petrificada; el ojo derecho, ensangrentado. La Policía Científica está por hacerle una prueba de parafina para detectar restos de pólvora y tomarle las huellas dactilares.

Se llama Fernando André Sabag Montiel. El acta de su detención revela que tiene 35 años. Nació en Brasil y vive en Argentina desde los tres. Se presenta como remisero y vendedor de copos de azúcar. De ahora en más será “el hombre que intentó matar a Cristina”. Que estará preso quién sabe hasta cuándo, solo, aislado en un pabellón del penal de Ezeiza, donde no recibe visitas, ni siquiera la de su defensor oficial, porque no quiere ver a nadie. Cada tanto alguien de la Defensoría General o de Cáritas le llevará ropa.

“Dios no quiso que muriera”, dijo en un examen psíquico el principal acusado, Fernando Sabag Montiel.

Según la descripción que ofrecerá de sí mismo pocas horas después de su detención, a las primeras personas que deben evaluarlo, dirá que él es el “hombre gris” de una de las profecías de Benjamín Solari Parravicini, conocido como el “Nostradamus argentino”. Ese artista habría vaticinado lo que ocurriría en el siglo siguiente, en el texto que acompaña uno de sus dibujos de 1941, a los que llamaba “psicografías premonitorias”: “La Argentina —decía— tendrá su ‘revolución francesa’, en triunfo, puede ver sangre en las calles si no ve el instante del hombre gris”.

Sabag Montiel se había metido entre la marea humana que desde hacía diez días esperaba a Cristina, al atardecer, en las inmediaciones de su casa para darle apoyo. Se acomodó entre los militantes como si fuera uno más. Era algo que ya había hecho antes. Cerca de las 9 de la noche, cuando había logrado acercarse a ella hasta tenerla casi frente a frente, levantó una pistola Bersa calibre .32, modelo Lusber 84, e intentó disparar. Pero ningún proyectil ingresó a la recámara del arma. “Dios no quiso que muriera”, dijo en un examen psíquico, sin arrepentimiento.

El punto de partida de aquellas movilizaciones populares había sido el alegato del fiscal federal Diego Luciani, quien pidió doce años de cárcel para la vicepresidenta e inhabilitarla para ejercer cargos públicos de por vida. Era un juicio sobre supuestas irregularidades en obras públicas viales en la provincia de Santa Cruz, que había pasado desapercibido durante tres años de audiencias orales. La oposición política y los medios enfrentados con el kirchnerismo volvieron a prestarle atención justo cuando la fiscalía comenzó su último acto: nueve jornadas de enardecida exposición, transmitida por YouTube, para finalmente pedir que CFK, como llaman a la dirigente, fuera condenada.

El asesino fallido está convencido de que será sobreseído por “aclamación popular” y que el pueblo “lo sacará en andas”. Cree que gracias a él se llegó a una condena tres meses más tarde. Tiene conciencia del acto criminal que cometió y se jactó ante psiquiatras y psicólogos de la notoriedad lograda. Su satisfacción parece dedicada al clima de odio exacerbado y violencia que reinaba al momento de estos hechos en sectores y fuerzas antipopulistas y antiperonistas. Fue la persona que se lanzó a materializar lo que otros agitaban con palabras amenazantes. Después del atentado, Clarín tituló: “La bala que no salió y el fallo que sí saldrá”.

Irina Hauser: "El asesino fallido está convencido de que será sobreseído por 'aclamación popular' y que el pueblo 'lo sacará en andas'".

¡Tiene un fierro! ¡Tiene un fierro!”. Los gritos brotaban del tumulto. Marcelo Fernández, conocido como “Jirafa” por su metro noventa y cinco, agarró al tipo del pecho en una fracción de segundo, estrujó su ropa y tironeó para acercarlo hacia él. Le sujetó una mano con fuerza, pero no tenía nada. Lo palpó, y nada. Otros habían visto lo que él no. “Jirafa” era uno de los militantes que formaban un cordón todos los días para proteger a la vicepresidenta cuando llegaba a su casa. “¡No le peguen! ¡No le hagan nada!”, imploraba para que nadie tocara a Sabag Montiel. Tenía claro que estaba lleno de cámaras y que había que ahorrarse cualquier acusación o versión tergiversada de lo ocurrido.

Con una sincronización intuitiva y perfecta, Federico García, un robusto concejal del municipio Presidente Perón, atrapó a Sabag Montiel desde el otro costado. Tampoco había visto el arma. Pero estaba seguro de que debían entregarlo a la Policía Federal. Le pasó un brazo por delante, a la altura de los hombros. Al levantarlo con fuerza, la espalda del tirador frustrado casi rozaba su cara. Los pies le colgaban. Lo llevó a la vuelta, a la calle Uruguay, y lo acorraló contra una pared con ayuda de otro compañero.

En los interminables tres o cinco minutos que pasaron hasta que llegaron a buscarlo los agentes, no opuso ningún tipo de resistencia. Acomodó su cara inicial de desesperación y se tiró un lance con tono de falso enojo: “¡No hice nada, déjeme!”, “¡Soy compañero!”. García lo entregó a los uniformados pero no se quedó tranquilo. Por lo que pudiera pasar con Sabag y porque sería problemático que no apareciera la pistola, una prueba elemental.

Como si le leyeran la mente, al regresar a la esquina un señor bajito, corpulento y de pelo blanco comenzó a indicar con efusividad que ahí, muy cerca del semáforo, había un arma en el piso. “Fede” García le puso el pie encima y pidió que fuera pronto alguien de la custodia policial. Había tanta confusión que el primero en llegar preguntó con fastidio, como quien reta a un niño: “¿Qué pasa?”. Excepto el propio Sabag Montiel, los pocos que vieron y avisaron a los alaridos que tenía “un fierro” y los camarógrafos que estaban arriba de un puesto de diarios, nadie comprendió lo que había sucedido hasta que se difundieron las imágenes por televisión y empezaron a llegar los videos a los teléfonos celulares a través de Whatsapp.

Cristina Fernández de Kirchner ni siquiera se había dado cuenta de que algo extraño pasaba. Acababa de llegar desde el Senado, se había bajado del auto gris y saludaba de cerca a la gente. Solo notó que alguien había revoleado un ejemplar de su libro Sinceramente para que lo autografiara y que cayó al piso. Guillermo Federico Gallo, uno de sus custodios, lo retuvo con su pisada y ella se agachó espontáneamente para agarrarlo. Gallo le advirtió que debían salir de ahí pronto. “Es solo un libro”, respondió la vicepresidenta con toda la intención de quedarse ahí. Ninguno de los dos notó que justo cuando estaba por descender para recuperar el libro, el arma se acercaba a su cabeza. La mano de Sabag Montiel en primer plano con el tatuaje hasta la base de sus dedos.

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