En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos, autores y autoras cuentan el detrás de escena de sus libros. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría.
En este caso, el escritor argentino Enzo Maqueira cuenta en primera persona la “cocina literaria” de su último libro, Higiene sexual del soltero, en el que explora los matices que convierten a los hombres en victimarios, pero también en víctimas de un sistema, con el fin de encontrar nuevas y mejores formas de relacionarse en el siglo XXI.
Pero lo más llamativo de esta novela es que surgió a partir de un libro de 1910, con ese mismo título, que el autor encontró cuando era niño en la biblioteca de su abuelo, un hombre misterioso con el que no hablaba nunca y del que “nadie sabía qué recuerdos escondía su memoria”.
Ese “manual de sexualidad que leía a escondidas bajo las sábanas” constituyó su “primera y única educación sexual”. Pero las cosas podrían haber sido distintas. Es por eso que Maqueira, como cuenta en el texto de su autoría compartido a continuación, escribió su propia versión de Higiene sexual del soltero con un claro objetivo: “Ampliar el debate, invitar a los varones a repensarnos, abrir una ventana por donde las mujeres se asomen a entender nuestras miserias. Liberarnos, también nosotros, de esos mandatos del patriarcado que son la semilla de las atrocidades que luego haremos sufrir a ellas”.
Cómo escribí “Higiene sexual del soltero”
Mi abuelo era un hombre callado, nadie sabía qué recuerdos escondía su memoria. Si le preguntábamos, solo decía que eran “cosas tristes”. Huérfano en la Primera Guerra Mundial, tenía nueve años cuando los salesianos lo subieron a un barco que lo llevó desde Italia hasta la Patagonia árida. En esa tierra inhóspita, fue educado bajo las rigideces del catolicismo. Todo esto lo supe por mi mamá, porque yo con mi abuelo no hablaba nunca. Solo lo observaba de lejos durante mis vacaciones en su casa: cuando volvía de trabajar en su Combi roja y polvorienta, cuando regaba los frutales en el patio, cuando leía durante horas contra el ventanal del living.
Un verano, en plena pubertad, hurgué en los estantes de una repisa donde guardaba sus libros. Había uno empapelado de blanco que prometía esconder secretos. Se llamaba Higiene sexual del soltero, había sido escrito en 1910 y su autor era un tal Ciro Bayo. Supe de inmediato que ese libro solo podía ser leído a escondidas, a la hora de la siesta o bien entrada la noche, cuando los demás en la casa dormían.
“Ante todo, ¿qué debe hacer un hombre antes de casarse? ¿Ha de mantenerse virgen, en perfecta castidad, o bien practicará el amor y tendrá queridas?”, se pregunta Bayo en las primeras páginas. “El amor libre y la prostitución”, “Las amigas del soltero”, “Las aberraciones sexuales”, eran algunos de los capítulos siguientes.
En ese libro encontré consejos absurdos (“La rapidez del acto es esencial: cuanto menos tiempo se está en contacto con el peligro, menos será el riesgo que se corre”), prejuicios sobre las mujeres (“...es también un ser eminentemente nervioso, delicado, sensible y hasta caprichoso”) y también sobre los hombres (“El amor del hombre declina sensiblemente desde el momento en que se ve satisfecho; gústanle todas las mujeres menos la suya; aspira a reemplazarla”). También encontré buenas intenciones, como cuando afirma que “hay que amar no solo con la carne, sino con los sentimientos”.
Ciro Bayo había nacido en Madrid en 1859. Inquieto, a los diecisiete años se unió a una compañía de cómicos para viajar a Cuba. Después vivió en Argentina, donde trabajó como maestro en una escuela rural en Tapalqué. Aventurero en un continente todavía en construcción, planificó viajar a caballo hasta la exposición mundial de Chicago. Pero se quedó en Bolivia, donde fundó una revista y fue inspector de escuelas. Ocho años más tarde volvió a Europa para peregrinar por España. A los cuarenta abandonó sus aires de Quijote trotamundos y se instaló en Madrid, donde se dedicó a escribir sobre sus recuerdos.
El peregrino entretenido (1910) y La reina del Chaco (1935) son algunos de los libros de viajes, novelas y crónicas de este escritor que, además, publicó una Historia argentina en verso. También escribió libros por encargo, uno de los oficios que mantenían con vida a este bohemio siempre al borde de la pobreza. Ahí entra ese manual de sexualidad que yo leía a escondidas bajo las sábanas de mi cama, en una casa de madera y chapa, mientras afuera el viento azotaba los frutales que mi abuelo había plantado, quizás para no sentirse tan lejos de aquellas huertas coloridas de Campolongo Maggiore, en el norte de esa Italia que le dolía tanto.
¿Por qué un libro escrito hacía más de cien años resonaba con esa fuerza en la cabeza de un adolescente de mediados de la década del ‘90? A pesar de que se ocupa de desalentar el sexo fuera del matrimonio, durante mucho tiempo fue mi primera Playboy. No había fotos ni dibujos; me alcanzaba con leer palabras como “genitales” para que mi imaginación se estimulara. Pero había más: era mi primera y única educación sexual. La misma que había tenido mi abuelo. La que sin dudas también había recibido mi padre. La que hubieran soportado los chicos de hoy si los tiempos no hubieran cambiado tanto.
En los últimos tiempos, la irrupción del feminismo me permitió pensar con mayor profundidad en la forma en que ese libro se había sumado a la escuela, los medios de comunicación y la presión social para configurarme como varón. Los hombres debemos tener muchas mujeres. Somos proveedores. No podemos llorar. Ni siquiera se nos permite hablar de nuestras emociones. Es claro que tenemos privilegios, pero los mandatos y las represiones son también parte del menú que el patriarcado tiene reservado para nosotros. Basta saber que el 80% de los suicidios en nuestro país son cometidos por hombres, para entender que no todo es color de rosa –o celeste– en nuestro paso por este mundo.
Mi historia personal de desencuentros con los preceptos de la masculinidad y la posibilidad de hacer uso de esa caja de herramientas maravillosa que significa el feminismo, me llevaron a decidir contar la historia de un chico que entra al jardín de infantes como un espíritu libre y sale del secundario convertido en un onvre.
Supe desde el principios que el libro se iba a llamar como aquel manual de higiene que mi abuelo escondía en su biblioteca. Ahí había empezado todo para mí, pero los descubrimientos y los cambios a mi alrededor habían sido tan grandes, que aquella masculinidad impostada no podía seguir como había sido. Elegí mostrar cómo ese chico sufre con la imposibilidad de demostrar sus emociones, con el mandato de ejercer la violencia, con el de ser exitoso con las mujeres, de mostrarse varonil, de no ser tomado por maricón.
Esa es la historia que cuenta Higiene sexual del soltero, mi novela recién publicada que funciona como contrapunto de aquel libro centenario. Que no termina en el papel sino con un video clip, en un salto del personaje literario a la pantalla. Una forma de romper también con la sacralización de la literatura, otro terreno donde disputarle sentidos al patriarcado.
“No sé quién soy”, dice la letra de la canción que compone el personaje, ese Junior atribulado que durante casi trescientas páginas lucha para sacarse de encima una manera de ser hombre que le hace daño a él, pero también a quienes lo rodean, al tiempo que explora las transformaciones del siglo XXI. ¿El objetivo? Ampliar el debate, invitar a los varones a repensarnos, abrir una ventana por donde las mujeres se asomen a entender nuestras miserias. Liberarnos, también nosotros, de esos mandatos del patriarcado que son la semilla de las atrocidades que luego haremos sufrir a ellas.
“Higiene sexual del soltero” (fragmento)
Cuando pasamos a segundo año, se abrió un curso menor al nuestro. Aparecieron más chicas. Los pibes las mirábamos embobados, pero ahora éramos los más grandes y teníamos una oportunidad. Había que estar atentos para aprovecharla. Mientras tanto, seguía sintiéndome solo. Me encerraba a escuchar música en mi pieza. Algo de tango, Piazzolla, música clásica, lo que había escuchado siempre y que papá silbaba las pocas veces que parecía contento, pero también un CD de música new age que había conocido por la radio. Jugaba al fútbol en la computadora, dormía la siesta, veía un programa para adolescentes que me hacía sentir peor: yo no tenía un grupo como los de la televisión; no había chicas ni parques ni besos a escondidas; éramos todos varones que nos encerrábamos a mirar películas porno y a burlarnos del Panza porque era gordo, de Danny porque era vago, del Nene Herrera por versero y del olor a chivo de Mariano Puente.
Esta vez, las burlas eran repartidas, y la novedad fue que se reían de mí, pero solamente por lo del agujero en la almohada. De hecho, en segundo año dejé de sentarme con Alex Chabón; me cambié a un banco libre detrás de Danny y del Panza Morcillo. Con esos chicos, la distancia que siempre me había separado de los otros hombres empezó a acortarse. Ya no creía ser de otra raza. Y, si había tal cosa, era más bien una cofradía de raros y perdedores a la que yo, a mi pesar, evidentemente pertenecía. Aunque había cosas que todavía me guardaba para mí; seguía siendo un chico solitario y nunca les confesaba a mis amigos (ni a nadie) lo que sufría por eso.
Una noche, papá miraba un partido en el living. Me había sentado con él a ver qué encontraba en el fútbol además de veintidós bobos corriendo detrás de una pelota. En medio de un juego aburrido, a puro pifie y pelotazo, como decía el relator, papá bajó el volumen del televisor y, mirándome de una forma que identifiqué como vergüenza, me dijo que lo había estado pensando y que ya era hora de que yo conociera lo que era estar con una mujer. Si el partido era aburrido, papá se había encargado de hacerlo emocionante.
Yo me daba cuenta de que le costaba hablarme, darme un consejo, meterse en mi educación. No solo por lo que mamá me había contado alguna vez sobre la manera en que lo habían criado. Era evidente que mirarme a los ojos le costaba tanto como a mí con él. Pero no fui capaz de romper esa distancia y fingí interés en la pantalla, un tiro del delantero a la tribuna visitante, el mismo tiro en cámara lenta.
Ya está, mentí porque fui incapaz de decir lo que de verdad me pasaba. Sentía demasiado respeto, incluso algo parecido al miedo, por ese hombre que intentaba acercarse a su hijo. ¿Ya está?, contestó papá. ¿Tan rápido? Moví la cabeza para decirle que sí. Hubiera querido confesarle la verdad: que seguía siendo pésimo para jugar al fútbol; que los hombres como Alex Chabón, como el grandote, como él mismo, me intimidaban; que con las mujeres me pasaba lo mismo. Ninguna chica iba a fijarse en un debilucho como yo. De hecho, ninguna se fijaba. Se fijaban en cualquiera menos en mí.
Pero necesitaba otro empujón, una palabra más, un gesto de él que destrabara tantos años de silencio. Ese gesto no llegó. Puse mi cara de indiferencia de adolescente y esquivé su mirada un segundo, dos, tres, hasta que sonrió, me pareció que orgulloso, y se inclinó sobre la mesa ratona para subir el volumen en el control remoto: nuestro equipo terminaba otro partido en empate; parecía que esta vez la racha se cortaba, pero una corrida por derecha del delantero rival había decretado la igualdad en el marcador.
Quién es Enzo Maqueira
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1977.
♦ Es escritor.
♦ Publicó libros como Electrónica, Ruda macho, El impostor y Hágase usted mismo.
♦ Ganó el premio Ricardo Rojas y fue finalista del premio Silverio Cañada de la Semana Negra de Gijón.