Jack Reacher es uno de los personajes literarios más importantes de la actualidad. Este exoficial de la policía militar de Estados Unidos que, después de dejar el ejército, decide comenzar una vida de vagabundo a lo largo de Estados Unidos, no solo ha vendido más de 100 millones de libros en todo el mundo, sino que fue llevado a la pantalla grande con protagonismo de Tom Cruise, así como también inspiró una serie de televisión estrenada en 2022.
Su autor, el británico Lee Child, lleva más de un cuarto de siglo desarrollando la compleja historia de Reacher con casi 30 novelas. Pero no fue hasta la publicación de El asunto que sus fanáticos pudieron conocer los motivos que habían llevado al expolicía militar a abandonar su puesto.
En esta novela, editada por Blatt & Ríos y traducida por el argentino Aldo Giacometti, Child se retrotrae a 1997 (año de publicación del primer libro de la serie, Zona peligrosa) para contar los orígenes de este ya mítico personaje, que muchos consideran el Sherlock Holmes del siglo XXI.
Un asesinato no resuelto que podría estar involucrado con una base militar cercana será el puntapié que destruirá la fe de Reacher en las instituciones para las que trabaja y que terminará por cambiar su vida por completo, para dar lugar a una nueva historia cargada de sed de justicia y, por qué no, venganza.
Así empieza “El asunto”
El Pentágono es el edificio de oficinas más grande del mundo, seiscientos mil metros cuadrados, treinta mil personas, más de veintisiete kilómetros de pasillos, pero lo construyeron con tan solo tres puertas a la calle, a través de las cuales se accede en cada caso a un hall peatonal custodiado por guardias de seguridad. Elegí la opción sudeste, la entrada principal, la que está más cerca del metro y de la estación de autobús, porque era la más concurrida y es la que más usan los trabajadores civiles, y yo quería que hubiese muchos trabajadores civiles alrededor, de ser posible una fila larga e incesante de personas, por motivos de seguridad, sobre todo para que no me pudieran disparar apenas me vieran.
Todo el tiempo surgen problemas durante los arrestos, a veces de manera accidental, a veces a propósito, por lo que yo quería que hubiese testigos. Quería miradas independientes enfocadas en mí, al menos en los primeros momentos. Me acuerdo de la fecha, por supuesto. Fue el jueves 11 de marzo de 1997, y fue el último día que entré a ese edificio como empleado legal de quienes lo construyeron. Hace mucho tiempo.
El 11 de marzo de 1997 fue también por casualidad justo cuatro años y medio antes de que cambiara el mundo, en ese otro jueves del futuro, y por eso, como muchas otras cosas de aquellos tiempos, la seguridad en la entrada principal era seria sin ser histérica. No es que yo llamara a la histeria. No desde lejos. Tenía puesto mi uniforme de gala, limpio, planchado, reluciente y pulido, cubierto con el equivalente a trece años de cintas de medallas, distintivos, insignias y distinciones. Tenía treinta y seis años, caminaba recto y erguido, era un mayor de la Policía Militar del Ejército de los Estados Unidos tal como corresponde, en todos y cada uno de los aspectos, salvo por el hecho de que tenía el pelo demasiado largo y hacía cinco días que no me afeitaba.
En aquel entonces la seguridad del Pentágono estaba a cargo del Servicio de Protección de Defensa, y a cuarenta metros de distancia vi a diez de sus hombres en el hall, lo cual me pareció exagerado, lo cual me hizo preguntarme si serían todos del Servicio de Protección o si algunos en realidad serían de los nuestros, trabajando encubiertos, esperándome. La mayor parte de nuestro trabajo especializado lo llevan a cabo oficiales técnicos, y gran parte de ese trabajo lo efectúan haciéndose pasar por otros. Se hacen pasar por coroneles y generales y reclutas, o por quien sea que tengan que hacerse pasar, y lo hacen bien. Ponerse un uniforme del Servicio de Protección de Defensa y esperar al objetivo es parte de su trabajo. A treinta metros de distancia no reconocí a ninguno de ellos, pero el ejército es una institución muy grande, y habrían seleccionado hombres a los que yo nunca hubiera visto.
Seguí avanzando, como parte de un grupo grande de gente que se dirigía hacia las puertas de la entrada principal, con algunos hombres y mujeres de uniforme, de gala como el mío o de combate con el camuflado viejo que teníamos en aquel entonces, y algunos hombres y mujeres obviamente militares pero sin el uniforme, de traje o con ropa de trabajo, y algunos civiles obvios, algunos de cada una de esas categorías cargando bolsos o portafolios o paquetes, todos de todas las categorías aminorando el paso y esquivando y avanzando lento a medida que el grupo grande de gente se iba estrechando hasta formar una cuña compacta y después se estrechaba más hasta quedar en una fila de a uno o de a dos, a medida que se preparaban para moverse hacia dentro.
Me puse en fila con ellos, por mi cuenta, solo, detrás de una mujer de manos blancas y muy poco curtidas y delante de un hombre con un traje de vestir que ya se había puesto lustroso en los codos. Civiles, los dos, oficinistas, probablemente analistas de algún tipo, que era exactamente lo que yo quería. Miradas independientes. Era cerca del mediodía. Estaba soleado y había algo de calor en el aire de marzo. Primavera en Virginia. Del otro lado del río los cerezos estaban a punto de despertar. La famosa floración estaba a punto de ocurrir. Por todas partes en la inocente nación esperaban sobre las mesas de los recibidores pasajes de avión y cámaras réflex, listos para una excursión turística a la capital.
Esperé en la fila. Mucho más adelante de mí los tipos del Servicio de Protección de Defensa hacían lo que hace el personal de seguridad. Cuatro estaban ocupados en tareas específicas, dos estaban a cargo de un mostrador de recepción y dos inspeccionaban a quienes llevaban identificaciones oficiales y los hacían pasar por un molinete abierto. Dos estaban de pie directamente detrás del vidrio del lado de adentro de las puertas, observando hacia fuera, cabezas erguidas, mirada al frente, examinando el caudal de gente que iba hacia ellos. Cuatro estaban más atrás entre las sombras del otro lado de los molinetes, juntos, charlando. Los diez estaban armados.
Los que me preocupaban a mí eran los cuatro que estaban del otro lado de los molinetes. No hay duda de que en 1997 el Departamento de Defensa estaba seriamente inflado y excedido de personal en relación con las amenazas a las que nos enfrentábamos en aquel entonces, pero incluso así no era normal ver a cuatro tipos de guardia sin absolutamente nada que hacer. La mayoría de los mandos se encargaba de que su personal excedente pareciera al menos estar ocupado en algo. Pero estos cuatro no cumplían ninguna función evidente.
Me estiré hacia arriba y eché un vistazo hacia delante y traté de mirarles los zapatos. Se puede aprender mucho de los zapatos. Los disfraces de los agentes encubiertos por lo general no llegan tan lejos, especialmente en un ambiente uniformado. El Servicio de Protección de Defensa cumplía esencialmente el rol de un policía de guardia, por lo que hasta donde fuera posible elegir, los del Servicio se inclinarían por zapatos de policía, un calzado grande y cómodo, apropiado para caminar y estar de pie todo el día. Un oficial técnico de la Policía Militar trabajando encubierto podría llegar a tener puestos sus propios zapatos, que serían sutilmente distintos.
Pero no les pude ver los zapatos. Estaba demasiado oscuro adentro, y demasiado lejos.
La fila avanzaba a un ritmo aceptable para los tiempos previos al 11-S. Ninguna impaciencia incómoda, ninguna frustración, ningún miedo. Solo algo rutinario al viejo estilo. La mujer que estaba delante de mí tenía puesto perfume. Le emanaba de la nuca. Lo olí. Me gustó. Los dos tipos que estaban del otro lado del vidrio me vieron cuando todavía me faltaban alrededor de diez metros para llegar. Su mirada pasó de la mujer a mí. Se posó sobre mí un poco más de lo necesario y después siguió hacia el tipo de atrás.
Después volvió. Los dos hombres me miraron abiertamente, de arriba abajo, de lado a lado, cuatro o cinco segundos, y después avancé y su atención volvió a quedar a mis espaldas. No se dijeron nada entre sí. Tampoco le dijeron nada a ninguna otra persona. Ningún aviso, ninguna advertencia. Había dos interpretaciones posibles. Uno, el mejor de los casos, yo era simplemente un tipo al que nunca habían visto. O quizás me destacaba porque era más corpulento y más alto que todos los que estaban a menos de cien metros. O porque tenía las hojas de roble doradas que representan el rango de mayor y las cintas de algunas medallas importantes, incluyendo una Estrella de Plata, como un verdadero ejemplo, pero por el pelo y la barba también me podían estar viendo como un verdadero cavernícola, y esa disonancia visual podría llegar a haber sido un motivo suficiente para la extensa segunda mirada, por mero interés. Las tareas de guardia pueden ser muy aburridas, y ver algo distinto es siempre bienvenido.
O dos, el peor de los casos, estaban confirmando para sí mismos que en efecto había ocurrido un acontecimiento que estaban esperando, y que todo se desenvolvía de acuerdo con lo planeado. Como si se hubiesen preparado y hubiesen examinado fotos y se estuviesen diciendo: OK, llegó, puntual, por lo que ahora esperamos dos minutos más hasta que entre y después lo bajamos.
Porque me esperaban, y había llegado puntual. Tenía una reunión a las doce y algunos asuntos que conversar con un coronel en una oficina del tercer piso en el anillo C, y estaba seguro de que nunca llegaría allí. Ir de frente hacia un arresto era una táctica bastante contundente, pero a veces la única manera de averiguar si la estufa está caliente es ir y tocarla.
Quién es Lee Child
♦ Nació en Coventry, Inglaterra, en 1954.
♦ Es escritor de thrillers, conocido principalmente por su personaje Jack Reacher.
♦ Publicó libros como Zona peligrosa, Morir en el intento, Mañana no estás, Escuela nocturna y Luna azul.
♦ Recibió galardones como el nombramiento de Comendador de la Orden del Imperio británico, el Premio Anthony (1998), el Premio Barry (1998), el Gumshoe Awards (2002), el Premio Nero (2005) y la Cartier Diamond Dagger (2013).