Cartas de amor a la ex de un amigo: Mario Levrero y el intercambio que lo ayudó a ser escritor

Entre 1987 y 1989, el autor uruguayo vivía en Buenos Aires, trabajaba en una revista de crucigramas e intercambiaba textos con Alicia Hoppe. Primero fue su médica y después, su enamorada. Los textos pueden leerse en “Cartas a la princesa”.

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Levrero es autor de "La novela luminosa" y de "La máquina de pensar en Gladys", entre otros libros.
Levrero es autor de "La novela luminosa" y de "La máquina de pensar en Gladys", entre otros libros.

Hubo una época en que el escritor uruguayo Jorge Varlotta, más conocido como Mario Levrero, vivía en Buenos Aires, trabajaba en una revista de crucigramas y estaba enamorado. Eran los años que van de 1987 a 1989. El autor de La novela luminosa salía poco y trataba de habituarse a una vida de oficina que siempre le fue esquiva (al igual que cualquier otra idea de trabajo: “Hay gente que trabaja y que sin embargo no por eso es mala”, decía). Sus libros empezaban a circular, cada tanto le hacían alguna entrevista.

Su situación amorosa estaba en la peor fase: la espera. Como Zama, el personaje de Antonio Di Benedetto, Varlotta pasaba semanas y meses esperando. En un sentido concreto esperaba la visita de Alicia, alias la Princesa, una doctora que lo había atendido por problemas de salud en Uruguay y con la que de a poco se había construido un vínculo sentimental.

Ahora ella viajaba cada tanto a Buenos Aires y ambos compartían dos o tres días de convivencia, casi de campamento, en los que el escritor recargaba energías. Y en un sentido general, Varlotta no sabía exactamente qué esperar, porque en el fondo un enamorado no sabe bien qué espera: ¿Una resolución feliz? ¿Que ella estuviera dispuesta a dar lo mismo que él? ¿Que ella lo incorporara en su mundo cotidiano? ¿Que la relación se terminara de una buena vez?

Los días en soledad eran todos iguales. Varlotta se levantaba a eso de las 9 o 10 de la mañana, pero de tan enamorado empezó a levantarse a las 7, “como para tener más horas de ansiedad por delante”. Amén del teléfono, solo quedaba un recurso de comunicación, que era también de descarga: la escritura de cartas. Y así es como nosotros, lectores, llegamos a espiar esta historia: por primera vez se publica Cartas a la princesa (Random House), aportadas por generosidad de la propia Alicia Hoppe y editadas por Ignacio Echevarría, donde podemos leer de primera mano la naturaleza del vínculo entre los dos.

"Cartas a la princesa" de Mario Levrero.
"Cartas a la princesa" de Mario Levrero.

No sé si el verbo “espiar” usado en el párrafo anterior es exacto. En rigor de verdad asistimos a la historia de amor de Jorge Varlotta, la persona de carne y hueso que decidió adoptar el seudónimo artístico de Mario Levrero. Sin embargo, la diferencia sería más clara si no fuese porque la obra fundamental de Mario Levrero está compuesta por los diarios de Varlotta convertidos en obra. ¿Qué otra cosa son La novela luminosa, el diario en el que el autor justificó la beca Guggenheim otorgada en el año 2000, y El discurso vacío (1996)?

El arte de ser otro

La historia de la literatura está llena de desdoblamientos e intercambios epistolares. Un ejemplo es Manuel Puig, que le mandaba cartas inocentonas a su madre desde Nueva York sin mencionar, por miedo a herirla, que se daba la buena vida levantando tipos a diestra y siniestra. Otro caso es el de Gustave Flaubert y Louise Colet, donde al igual que en el caso de Levrero solo se conservan las cartas de él y podemos ver al escritor que sobrevive en soledad a la espera de un nuevo encuentro con su amante.

Y en un escritor, la soledad y la espera solo pueden traducirse en una cosa: escritura. Tolstoi, por otra parte, llevaba dos diarios en paralelo: el oficial, que leía su mujer, Sofia Andréyevna, y el verdadero, oculto a todas las miradas. El escritor contiene multitudes, diría Whitman, pero no escribe el amante, ni el hijo ni el padre; escribe el escritor. En Levrero, en cambio, la fragmentación no es un accidente personal sino el centro de su obra. El escritor se forma precisamente en el punto donde confluyen sus identidades.

No siempre hay que separar la obra del artista, sobre todo si las circunstancias personales del autor generan placeres cercanos al morbo. En este caso hay un detalle no menor: Alicia había sido pareja de un amigo de infancia de Varlotta. ¿Varlotta le robó la novia al amigo, un hombre que además sufría depresión? Al parecer no, porque ellos ya se habían separado años atrás. En cualquier caso, frente a un dato así de jugoso el lector calcula los años con el fervor de quien resuelve un crucigrama.

Levrero solía decir: “No estoy triste, estoy fragmentado”. Entonces, ¿quién escribe las cartas a Alicia? ¿Varlotta o Levrero? La firma al pie de cada texto es de Jorge Varlotta, pero en la tapa del libro figura Mario Levrero. La identidad es móvil y la obra se mueve con ella. Por eso no queda claro si la palabra adecuada es “espiar” o “apreciar”, como quien mira un cuadro expuesto en un museo. Después de todo, El discurso vacío empezó como unos apuntes de Varlotta para mejorar la caligrafía y terminó como el mejor libro de Levrero.

Es buen momento para recordar que Levrero fue un precursor de la literatura del yo, maestro de la narración sobre las circunstancias más cotidianas, desde los achaques por la edad hasta las interminables partidas de solitario en la computadora. En este sentido, en Cartas a la princesa aparecen constantes que después se perciben en La novela luminosa: la famosa operación de vesícula que el autor interpretó como una castración y la doctora después “repuso”, la afición a contar e interpretar en clave psicoanalítica sus propios sueños, la lectura compulsiva de novelas policiales, por mencionar algunas.

Quizás Cartas a la princesa se justifique como obra porque aparece de forma muy transparente la tensión de cuando una misma persona surfea entre distintos registros: primero Levrero es paciente de Alicia, después ellos se vuelven amantes pero sigue la veta terapéutica. Al mismo tiempo, Varlotta adopta otra piel como editor en la revista (“me canso porque estoy tenso, y estoy tenso porque mantengo una personalidad artificial en el trabajo”) y como vecino.

La superposición de identidades llega, por supuesto, al acto creativo, aunque con un fondo más fluido: “Hoy escribí muchísimo y, para mi gran alegría, la novela se me escapa cada vez más de las manos”, escribe Varlotta (¿o Levrero?), y agrega: “Cuando sucede esto, es cuando comienza la literatura. Mario Levrero va desplazando a Jorge Varlotta”.

Una de las grandes obras de Levrero.
Una de las grandes obras de Levrero.

Buenos Aires como telón de fondo

“Para un porteño, Uruguay es el otro lado del espejo”, decía Pedro Mairal, autor de la novela La uruguaya, que ahora la está rompiendo en su versión cinematográfica (Ana García Blaya) porque da en el clavo con la fantasía porteña de cruzar al otro lado para ser otro. Si pensamos el Río de la Plata como un portal hacia otras formas del yo, no es ninguna sorpresa que para Varlotta la ciudad de Buenos Aires sea un telón de fondo que promueve el desdoblamiento: “En la oficina me voy sintiendo mejor (no siempre; a menudo me vuelvo a descubrir en trance, desdoblado, como estuve siempre desde que llegué aquí)”.

Es una ciudad suspendida en un paréntesis entre el fin de la dictadura y el alfonsinismo, donde ya hay cortes de luz programados y la plata rinde cada vez menos. “Mañana saldrá en los diarios un cronograma de cortes de luz: todos los días habrá un corte de cinco horas, por zonas, cada día a una hora distinta”. Y después: “Cualquier presupuesto es utópico. El mío es delirante. Se gasta en una hora lo que lleva un día ganar. Y va a ser peor”.

Sin embargo, la principal objeción de Varlotta sobre la ciudad no es de orden económico o político, sino social. En varias cartas se queja de que en Buenos Aires la gente no conversa: intercambia información. “Con la gente de provincias es mucho más fácil establecer un diálogo, hay experiencias más fácilmente compartibles y mutuamente inteligibles”.

Instalado en un departamento del barrio de Congreso, Varlotta apenas tenía contacto con los vecinos y observaba con estupor provinciano la rispidez porteña. “No hay amigos que te escuchen; ni siquiera amigos a quienes escuchar porque los discursos caen, aquí, en el vacío, todo es tan enorme, tan poderoso, tan sobrehumano, tan trágico, que la circunstancia de un individuo no conmueve (no interesa)”.

Un libro que condensa el costado menos conocido y más lúdico del autor.
Un libro que condensa el costado menos conocido y más lúdico del autor.

Además del trato personal y el tiempo para los diálogos reales, hay otra diferencia. Las ciudades chicas y los pueblos mantienen una identidad estable: el hijo del panadero es el hijo del panadero en la escuela, en el barrio y en la iglesia. En cambio, en una ciudad grande donde hay tantos habitantes y los ámbitos están tan separados, un oficinista puede tener un grupo de amigos con el que comportarse de otra forma, y que al mismo tiempo nadie conozca a su pareja ni sepa que en sus ratos libres escribe novelas. Como diría Borges, un hombre puede ser todos los hombres.

El Varlotta enamorado, el editor, el que diseña crucigramas con claves secretas que aluden a Alicia, el escritor que tiene empezados algunos fragmentos de La novela luminosa, el vecino tímido, alguno de ellos –o todos juntos– escribió lo siguiente: “Mi yo estalló en pedazos y los pedazos deben pactar entre sí para mantener un mínimo funcionamiento. Delicadisimo equilibrio. Todos deben vivir. Todos son imprescindibles. Mi reino por un caballo”.

Quién fue Mario Levrero

♦ Jorge Mario Varlotta Levrero nació en Montevideo en 1940 y murió en esa misma ciudad en 2004.

♦ Bajo el seudónimo Mario Levrero, fue escritor, fotógrafo, guionista y dibujante de cómics, creador de crucigramas y humorista.

♦ Entre sus libros se cuentan La novela luminosa, La máquina de pensar en Gladys, Los muertos y Trilogía involuntaria.

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