Una noche como cualquier otra, el guardia de seguridad del estacionamiento del Shopping Patio Bullrich hace su ronda habitual y, en la hora del cierre, detecta un auto que ya no debería estar allí. Fastidiado, se acerca con su linterna y descubre que dentro del auto hay un cadáver al que, sorprendentemente, reconoce: se trata del senador Enrique Bolaños.
Esa es la premisa de la que parte El dominio de las flores, la nueva novela de la escritora argentina María Laura Gambero. La relacionista pública especializada en protocolo gubernamental se zambulle en el género policial pero le inyecta una buena dosis de amor para lograr un género híbrido en el que la autora pisa fuerte: el thriller romántico.
La novela comienza con una misteriosa muerte ligada al Senado de la Nación, que vincula a más de treinta personajes entre los que se encuentran senadores, fiscales, periodistas, policías y miembros de los poderes ejecutivo y judicial. Así, la autora abre una trama de investigaciones que revelan secretos personales y de Estado.
En El dominio de las flores, editado por V&R, Gambaro teje con maestría una historia repleta de intriga, muertes, traiciones y corrupción, donde todos tratan de mantener el dominio de sí mismos y manipular a los demás mientras el amor lucha por prevalecer.
Así empieza “El dominio de las flores”
Lo impensado
Lunes 6 de junio, 7.30
Parque Rubén Darío
–Buen día, Carlos –dijo al poner un pie fuera del edificio.
–Buen día, Mandy –la saludó el encargado que en ese momento terminaba de limpiar la vereda–. Es un hermoso día para correr.
Ella estuvo de acuerdo. Se ajustó los auriculares y apuró el paso en dirección a la avenida Las Heras. Hacía ya un tiempo que ha bía adoptado la sana costumbre de empezar el día con un poco de actividad física. Correr una hora diaria con música la revitalizaba, ponía en funcionamiento todo su sistema y le oxigenaba la mente. Era una rutina que cumplía a rajatabla y que disfrutaba muchísimo.
Amanda Grimaldi, “Mandy” para todo el mundo, tenía 28 años y se sentía, como nunca, en armonía con su presente. Era licenciada en ciencias políticas y desde hacía dos años formaba parte del equipo de trabajo de la senadora Aurora Azurmendi.
Había conocido a su jefa durante el último año de cursada; Azurmendi era la titular de la cátedra Política Comparada. Con claridad recordaba la mañana en la que le pidió se quedara después de hora para conversar con ella. La propuesta la había tomado por sorpresa. Hasta ese momento, no había contemplado la posibilidad de dedicarse a otra actividad que no fuera la diplomacia. Sin embargo, la oferta para sumarse al equipo de trabajo de Aurora la sedujo.
Al principio le costó adaptarse al ritmo, conocer las metodologías y el modus operandi del Senado. Sin embargo, los primeros meses fueron tan excitantes como ajetreados y la vertiginosa actividad la cautivó. La arena legislativa era toda una academia. En el campo de batalla había aprendido a interpretar los códigos de la política, a moverse entre las bambalinas de esas negociaciones que distorsionaban realidades y, principalmente, a manejar los egos y ansiedades de los legisladores en beneficio de su jefa.
Estaban transitando un año particular y la tensión se respiraba en los corredores del palacio legislativo. Se acercaban épocas de definiciones y la pasión política exacerbaba los ánimos en el recinto y en las salas de las comisiones.
Casi llegaba a las inmediaciones del parque, cuando vio un cartel con la imagen de Rodrigo Serra, el reconocido periodista político que la noche anterior, en su programa dominical, había anunciado que en su próxima emisión daría a conocer una investigación que prometía hacer tambalear el Congreso de la Nación.
¿Con qué se van a descolgar esta vez?, se preguntó Mandy con fastidio. La tenían harta los periodistas con su costumbre de inventar historias o, lo que era lo mismo, interpretar los hechos como les venía en gana. Ya no sabían qué inventar para ensuciar al gobierno y ganar un poco de rating; ahora era el turno de los senadores.
Le costaba imaginar de qué podría tratarse esta vez, pero viniendo de un personaje como Serra, con sus ridículas investigaciones y su sensacionalismo amarillento, podía esperarse cualquier cosa. Lo detestaba. Para Mandy la prensa era insaciable, depredadora. Creían tener un poder absoluto.
Esos pensamientos incrementaron su fastidio. Subió el volumen de la música. Se negaba a dejarse intoxicar desde tan temprano. Ese era justamente uno de los motivos por los que había optado por comenzar el día al aire libre; era una manera de preservarse.
Recorrió las cuadras que la separaban del parque Rubén Darío luchando por apartar de su mente cualquier pensamiento asociado al trabajo. Poco a poco fue lográndolo. La voz de Tom Chaplin la inundaba y la canción de Keane que sonaba en sus oídos la guio hacia otros derroteros.
Al cruzar la avenida del Libertador se encontró pensando en el hombre que había descubierto hacía casi un mes. Atractivo, alto, atlético, cabello oscuro, aunque hiciera frío, siempre llevaba pantalones cortos y un buzo azul que hacía juego con la gorra que sujetaba el cabello algo ondulado. Solía hacer el mismo recorrido que ella y a la misma hora.
Ese lunes se adentró en el parque esperando verlo, aunque más no fuera a la distancia. Le cambiaba el humor cuando lo cruzaba y esa mañana necesitaba una inyección de entusiasmo.
Justamente en él pensaba cuando lo vio doblar la esquina de la gran plaza Rubén Darío. Lo detectó enseguida entre varias personas que hacían actividad física en el parque. Cómo no detectarlo si está bárbaro, pensó Mandy. Estaban a unos setenta metros de distancia. Y por la dirección que él traía y la que ella llevaba, chocarían.
Mandy lo observaba con todo el disimulo que podía. Avanzaba a ritmo sostenido, los hombros firmes y el cuerpo alineado. Le hubiera gustado apreciar su rostro, pero llevaba esa molesta gorrita que lo impedía.
Los separaban veinte metros y Mandy seguía avanzando hacia él, perdida en su análisis. No lograba definir si era ella o era él quien corría por el carril equivocado: de eso dependía quién debía hacerse a un lado.
Con esa duda existencial en la cabeza lo vio acercarse sin alterar su ritmo. Resignada a dejarlo pasar, Mandy dio un paso al costado, con tan mala suerte que pisó el borde de la senda, perdió equilibrio y cayó.
No puede estar ocurriéndome esto, protestó interiormente sintiéndose una tonta. Allí estaba ella: tirada a un costado de la senda de corredores, con la cabeza sobre el pasto, el tobillo dolorido y la vergüenza reflejada en las mejillas.
–¿Estás bien?
No lo escuchó de primer momento. En sus oídos, Madonna sonaba a un volumen interesante. Fue cuando sintió el contacto de la mano contra su codo que volvió a mirarlo.
Dios. Era mucho más atractivo de lo que lo había imaginado. Tenía el rostro anguloso, ojos marrones y unas cejas gruesas que le daban carácter a la mirada penetrante. Es muy lindo, pensó Mandy y por una fracción de segundos el dolor en el tobillo desapareció.
–¿Estás bien? –repitió él. Ella asintió y se quitó los auriculares solo para escuchar su voz.
–Sí, sí perdón –dijo y se dejó ayudar para ponerse de pie–. Iba pensando hacia qué lado moverme para no chocarte… y bueno… mi cuerpo dijo izquierda y mi cerebro, derecha. –Él rio frente a su verborragia. Tenía una risa linda, contagiosa y una sonrisa ancha, de dientes blancos, que sentaba de maravilla al rostro bronceado, propio de quien hace actividad al aire libre con frecuencia–. Lamento haber interrumpido tu ejercicio –agregó Mandy.
–Ya estaba terminado –comentó él de buen talante y dio un paso al costado para no entorpecer la actividad de quienes circulaban por la zona del parque. Miró una vez más a Mandy como si quisiera cerciorarse de que no estuviera lastimada–. ¿Seguro que estás bien? –insistió. Su voz era gruesa, profunda y seca. Ella tomó nota mental de eso–. ¿Te parece que podrás continuar?
–Creo que por hoy se acabó la actividad, pero mañana volveré… como todos los días –dijo Mandy sonriendo.
Él asintió divertido por el doble mensaje de la chica. La había captado al vuelo. Aunque, en realidad, la aclaración estaba de más. Sabía perfectamente que todas las mañanas, más o menos a la misma hora que él, se presentaba en el parque. Había observado que corría a buen ritmo y al concluir estiraba los músculos a conciencia antes de partir hacia la calle Agote. La proximidad actual le permitía agregar que, además de lindo físico, era bonita y tenía una maravillosa sonrisa. Le resultó simpática y lo ocurrido esa mañana era, por lo menos, llamativo.
–Bueno, nos vemos –dijo él.
Lo miró con una sonrisa tímida.
–Disculpame una vez más –dijo ella tratando de alargar la despedida–. Soy Amanda, pero todos me dicen Mandy.
–Nada que disculpar –respondió–. Nos estamos viendo, Mandy. Soy Gaspar.
–Nos estamos viendo –susurró ella al verlo alejarse.
11.30
Casa de Gobierno, despacho del jefe de Gabinete de Ministros
Este va a ser un día complicado, pensó el senador Nito Cárdenas al ingresar a la Casa de Gobierno por la entrada principal escoltada por dos granaderos. Lo esperaban en una reunión convocada a último momento que anunciaba ser áspera y difícil.
Eugenio “Nito” Cárdenas era el senador de mayor peso dentro del Congreso de la Nación. Un político de carrera con mucha influencia sobre el Poder Ejecutivo y estrecha relación con los miembros de la Corte Suprema de Justicia, además de apadrinar políticamente al ministro del Interior. La arena legislativa era su dominio; en ese campo nadie opacaba su poder. Tenía contacto con todos los poderes y en todos los niveles, incluida la prensa.
Era un hombre alto y delgado que, a sus casi setenta años, mantenía el mismo aspecto activo y altivo que tenía al ingresar a la función pública. Llevaba el cabello entrecano peinado prolijamente hacia atrás, dejando al descubierto un rostro de facciones frías y duras, y unos intensos ojos pardos en los que todavía vibraba la llama de la ambición.
Había llegado al Congreso en los primeros comicios, tras la vuelta a la democracia. Desde entonces representó los intereses tanto de su provincia como de su partido y, por supuesto, los personales. En los últimos seis meses se había enfocado en reforzar los resultados de las encuestas de cara a las próximas elecciones legislativas. Su cargo no estaba en juego, lo que realmente le interesaba era ampliar el número de partidarios para fortalecer el poder de su partido en la cámara alta para cuando se disputaran las presidenciales que sí eran su objetivo final.
La noche anterior, por TV, en uno de los programas políticos de mayor audiencia, Rodrigo Serra, el conductor, había anunciado que en una semana difundiría una investigación sobre corrupción que involucraba a varios miembros del poder legislativo. El periodista no había adelantado mucho ni especificado nombres, pero dejó trascender que se trataba de una extorsión.
Llevaba mucho tiempo trazando su camino; construyendo, escalón por escalón, sus últimos años en la política como para que un reportero de mala muerte frustrara sus planes. Nada le quitaba de la cabeza que alguien había hablado de más. Su instinto le decía que debía tratarse de una persona que conocía, y a quien seguramente cruzaba a diario en el palacio. Todos le parecían sospechosos, y al mismo tiempo, ninguno daba con el perfil.
La indignación lo había empujado a llamar a un periodista amigo, más que amigo, uno que le debía favores. El hombre en cuestión le había jurado y perjurado que desconocía el tema que abordarían en el programa. Al parecer, desde la producción de Serra habían extremado cuidados para que nada se filtrara. Solo corría la voz de que el asunto iba a sacudir los cimientos del Senado. Era mucha la mugre que sacarían a la luz y Serra juraba tener pruebas irrefutables que habrían de salpicar a unos y a otros.
Quién es María Laura Gambero
♦ Es escritora y relacionista pública especializada en protocolo gubernamental.
♦ En 2003, obtuvo una mención de honor por su cuento “Cuando vuelvas por mí”, en el concurso Narradores Urbanos y Suburbanos, de Ediciones Baobab.
♦ Escribió libros como El instante en que te vi, Devuélveme la vida, Te quiero conmigo y Hasta que decidas regresar.