Dos cafés por semana con una madre con Alzheimer: un libro para conservar una identidad que parece borrarse

La escritora argentina Bárbara Belloc publicó “La locura es un bien de familia”, hecho con las anotaciones que tomó tras cada tarde compartida con su mamá en pleno deterioro cognitivo de su salud y tras la muerte de su padre.

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Bárbara Belloc es poeta, editora y traductora. Foto: Alejandra López
Bárbara Belloc es poeta, editora y traductora. Foto: Alejandra López

En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos, autores y autoras cuentan el detrás de escena de sus libros. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría.

En este caso, la poeta, editora y traductora Bárbara Belloc cuenta en primera persona la “cocina literaria” de su último libro, La locura es un bien de familia. En su obra, la autora está atravesada como un rayo por los últimos acontecimientos ocurridos en su seno más íntimo: la muerte de su padre y, dos meses después, la internación de urgencia de su madre, diagnosticada con Alzheimer.

El libro condensa las experiencias de la autora y de esa madre en cada una de sus tardes compartidas en la confitería cercana al lugar de internación en la que pasan algunas horas dos veces por semana. En sus páginas está el registro de una madre cuya identidad conocida ya no está allí, o casi no está, porque puede aparecer a la misma velocidad que desaparece, o porque igual permance en algunos gestos, en algunos tonos.

“Un conjuro anti-tánatos”, dirá Belloc sobre el hábito que adquirió de repente: irse a otro bar un rato después de compartir confitería con su mamá para tomar, a la velocidad que permite no olvidarse de los detalles, notas sobre lo que acababan de vivir juntas.

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Cómo escribí “La locura es un bien de familia”

Los lectores me dicen que La locura es un bien de familia es una novela, un texto de no-ficción, una crónica, un ovni (objeto verbal no identificado), un libro de memorias o un largo poema surrealista. Todas estas definiciones descubren, cada cual a su manera, parte de mi estrategia: jamás me apegué a las reglas ni los límites de ningún género literario. Durante su escritura y su composición, para ser fiel al tema y al abanico de registros, tonos, sintaxis y lenguajes, el libro me desafió a experimentar el estilo libre.

El 11 de agosto de 2020, en plena cuarentena, tuve que internar de urgencia, por orden médica, a mi madre diagnosticada con Alzheimer. Seis días después cumplió 84 años. Su internación fue un huracán que sacudió los cimientos de mi vida, eco del que había desgarrado puntualmente la suya dos meses antes: la muerte de mi padre.

Desde entonces, los lunes y los jueves voy a buscarla y vamos a merendar, como dice ella, “a la confitería”. Resulta imposible predecir qué ocurrirá cada vez. Tal vez un largo monólogo aparentemente ilógico, un silencio sombrío, un rapto de gracia o fulgores de felicidad absoluta. Durante estos tres años atravesamos juntas el más amplio abanico de emociones que hayamos conocido, crisis, cambios de conducta y roles, las buenas y las malas.

Algunas tardes ella evocaba escenas de su infancia y de la mía, que a menudo se mezclaban, yo le preguntaba cuánto había de cierto en las leyendas sobre mis abuelos, otras veces me contaba sueños, pesadillas, fantasías, nuevas sensaciones. Juntas y a tientas, comprobábamos algo que escribí después: que “la realidad está sobrevalorada”.

En las charlas de café hay recuerdos de la infancia de la madre, recuerdos de la infancia de la hija y narraciones que mezclan un poco de los dos.
En las charlas de café hay recuerdos de la infancia de la madre, recuerdos de la infancia de la hija y narraciones que mezclan un poco de los dos.

Terminada la merienda, la llevaba de vuelta abrazándola, nos saludábamos hasta la próxima e iba a un bar. Siempre el mismo. Apuntaba en libretas tamaño bolsillo lo que estaba fresco en mi memoria (diálogos, imágenes, datos, fechas) y cosas que me venían a la mente, versos, trechos de ficción, frases sueltas. Escribía sin pensar, casi sin levantar la lapicera del papel. Horas. No era catarsis. Era la expresión de un impulso vital incontenible. La psicología quizás lo llamaría un conjuro anti-tánatos.

En casa elegía qué transcribir literal, qué variar, cuándo asumir la primera persona o simular invisibilizarme, aumentaba el relato, cortaba abrupto, intercalaba, cambiaba la perspectiva. No fue difícil encontrar la estructura sin contrariar su naturaleza: fue un trabajo cuidado, meticuloso, principalmente intuitivo. Como componer una obra musical; con sentimiento, oficio y técnica afinados, atención al ritmo y las modulaciones. Esencial: el manejo de la intensidad y el tempo. Porque La locura es un bien de familia está lleno de música. Mis padres eran músicos, y el libro les está dedicado.

El humor es clave y contrapunto. La locura... también abraza la risa, los juegos de palabras, la candidez. Las bromas de mi madre, rozando el absurdo tan característico de ella que la enfermedad no logró cambiar. El recuerdo de mi abuelo, que buscaba nombres ridículos en las necrológicas para entretenerse. Los poemas que invento para hacerla sonreír diciéndole que los escribió el gato.

Compartimos muchos momentos alegres. E historias de parientes excéntricos y del pasado (el secreto sobre su adopción; su carrera de pianista; la abuela que pintaba paisajes al óleo en las paredes blancas de la casa; el noviazgo con mi padre); revelaciones del presente (“Yo no sé si esto que te cuento es real. Pero es real.”); aciertos del futuro (cuando adivina con una metáfora el título de un libro mío inédito).

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Épocas, lugares, lo cotidiano y lo imaginario, personas, afectos, aquel asunto inconcluso, aquella ilusión, odios y amores se superponen, se intersectan. En La locura... el mundo, tal como lo conocemos, ya no es suficiente. La memoria es una tienda de disfraces. El presente, una incógnita y un don. Esto me lo enseñó mi madre. Que se siente “cada vez más cerca de los animales” y me dice, seguramente pensando en el amor por los libros que teníamos en común: “Ay, hija, sos digna hija de tu abuelo”.

La locura es un bien de familia “trata un tema muy delicado”, me dicen sus lectores. “Me hizo llorar pero también me reí a carcajadas”, y cierran el círculo. Se divierten, se asombran y al mismo tiempo, además, reconocen los avatares del dolor. De tener que separarse de esta manera de una persona querida, decirle adiós a alguien cuya identidad, eso que conocíamos y amábamos, se va desintegrando.

Y que, sin embargo, aún sigue ahí: en gestos, en un modo de hablar, de mirarnos a los ojos y, en una ráfaga, reconocernos, en lo que no se pierde ni siquiera cuando todo está perdido. Los que lo transitamos sabemos cómo es. Yo tuve el ímpetu de escribir este libro. De articular una experiencia al borde de lo inconcebible. De tal palo, tal astilla. Siguiendo, sin darme cuenta, el consejo de mi padre: “Vos tenés que hacer lo que querés. No le hagas caso a nadie. Continuá tu camino. Todos nos movemos entre la aparición de la muerte y la desaparición de la muerte”.

Así empieza “La locura es un bien de familia”

Estoy tratando de contarle que me van a publicar un libro y no hay manera de que lo escuche ni me entienda.

Pero como ella tiene una antena, me dice:

vos cada vez escribí mejor.

Y no es que seas una escritora.

Sos la expresión.

Y la expresión me abraza.

Es como si me abrazaras.

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Desde el 11 de agosto de 2020 vive en Carpe Diem, Paraguay 2426, Buenos Aires. Seis días después cumplió ochenta y cuatro años. Tuve que internarla de urgencia por orden médica: peligro para sí y para terceros. La mudanza fue un operativo comando: armar la valija con ropa de invierno y los efectos personales que había a mano, forzarla a salir a la calle, no quería, tomar un taxi, llegar y despedirnos hasta un próximo encuentro en septiembre, cuando ya se hubiera adaptado a la nueva situación. Esto me recomendaron.

Belloc nació en Buenos Aires en 1968. Foto: Alejandra López
Belloc nació en Buenos Aires en 1968. Foto: Alejandra López

Desde enteonces, los lunes y los jueves voy a buscarla para salir. Con un ramo de flores y algún otro regalo, un libro sobre animales, África, la poesía de Lorca. En estos tres años atravesamos juntas el más amplio espectro de emociones que hayamos conocido, crisis, cambios de conducta y roles, las buenas y las malas. Ahora estamos pasando un gran momento: felicidad.

Una tarde me dice: ¿sabés que se murió Pocholita? No puede ser. Pocholita: 103, tez de seda, cabellera blanca sujeta con vincha, blusa de colores vivos y saquito de lana y collares, que pasa el día sentada en el sillón mirando la puerta cancel y entona su nombre, Pocholiiiiiiiitaaaaaa, para avisar que llegó alguien. ¿Se murió? Sí, desde muy temprano estuvieron de acá para allá haciendo no sé qué cosas. Dios la tenga en la gloria, porque se lo merece. Era tan linda. Que en paz descanse, inclino la cabeza. Vamos a merendar.

Quién es Bárbara Belloc

♦ Nació en Buenos Aires en 1968.

♦ Es poeta, editora y traductora literaria.

♦ Entre sus libros se cuentan Ambición de las flores, El sonido, Tribus porteñas y La locura es un bien de familia.

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