Hace un par de días terminé de leer El peso de vivir en la tierra (Editorial Candaya, 2022), la novela con la que el narrador mexicano David Toscana (1961) se hizo acreedor del Premio de Novela de la V Bienal Mario Vargas Llosa, concedido en este año 2023. Y necesito confesar que al cerrar la última página del libro me quedó (y me acompaña) una sensación de desorientación: es como si yo también hubiera vivido los días de esa lectura a bordo de una nave espacial hecha de pura creación literaria y ahora debiera acostumbrarme al peso de mi gravedad para andar por la árida tierra de la realidad, como el común de los mortales.
Debo anotar, antes de explicar esa peculiar experiencia, mi convicción de que la buena literatura, en especial la novela –y este es solo mi juicio-, no es la que cuenta una historia tan impactante que podemos recordar por largo tiempo los detalles de su trama, la concatenación de sus peripecias. Creo que debe haber en esa obra de arte algo más, un elemento “escuálido y conmovedor”, como pedía la niña Esmé del espléndido relato de J.D. Salinger, una emanación que sea capaz de permanecer con nosotros, de enriquecer la experiencia humana y estética que nos ha propuesto la lectura.
Semejante condición, a veces difícil de definir y precisar, conforma esa esencia última que puede ofrecer (o no) la obra artística, la que la define, la singulariza y que me gusta asociar a la capacidad de habernos entregado un mundo y habernos obligado a afinar nuestras brújulas para movernos en él. Y que esa inmersión se convierta entonces en una ganancia permanente.
Quizás, en términos de las teorías de la apreciación literaria, semejante consideración valorativa sea tan vaga como insostenible, incluso puede sonar petulante. Pero de lo que no tengo dudas es de que esa cualidad artística a mí me funciona y deslumbra, porque las novelas que con más persistencia me acompañan, como lector y también como escritor, han tenido, tienen esa virtud que las transforma en posesiones indelebles.
Son las obras que me llevaría a la recurrida isla desierta, las novelas que se han salvado del olvido de tantas lecturas acumuladas en el tiempo y en el espacio de la memoria. Y, para sostener lo dicho daré un par de ejemplos… ¿Cuál es la trama de 1984, de George Orwell? Algo recuerdo de ella, pero lo que más y mejor asocio con esa novela es el sentimiento del miedo y su capacidad de perversión. ¿Qué ocurre en La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera? El amor de Tomás y Teresa y… la constatación de la dramática y dolorosa fragilidad que suele tener la felicidad.
No sé si con el paso de unos años El peso de vivir en la tierra podrá sostener esa jerarquía y mantenerse en mi lista de novelas memorables por lo que ahora me ha dejado como resaca “escuálida y conmovedora”. Pero al menos recién leída la obra, siento la intensa densidad de esa compañía como si yo también hubiera participado del viaje alucinante y alucinado del anodino funcionario mexicano Nicolás que, conmovido por la noticia de la muerte los tres cosmonautas soviéticos tripulantes de la Soyuz 11 (muerte quizás provocada por “el peso de vivir en la tierra”), en 1971, se lanza a su propia conquista del espacio estelar pero haciéndolo a través de la literatura.
Todo comienza cuando el funcionario (chejoviano) Nicolás se convierte en el aspirante a cosmonauta Nikolái Nikoláievich Pseldónimov y, con su cambio de nombre y personalidad, transforma su chata realidad del Monterrey mexicano en la de las ciudades de Moscú o San Petersburgo de la gran literatura rusa, mientras arrastra consigo a su mujer y un grupo de individuos comunes y corrientes, convertidos en compañeros de su gran aventura: la de vivir en la literatura, con la literatura.
La trama de esta novela, como quizás hayan podido colegir por lo antes dicho, es lo menos notable en ella. En términos más o menos cartesianos, David Toscana, moviéndose entre el surrealismo y el absurdo, va armando una historia que no respeta las lógicas de cualquier realidad y es manejada por el novelista con intenciones que muchas veces no responden al ritmo previsible de los acontecimientos, sino a los fines conceptuales del relato.
Lo primero que sorprende en esta novela es la erudición de su autor respecto al material del que se nutre: la literatura rusa, incluida la del período soviético, la que corre entre Pushkin y Solzhenitsyn, atravesando todos los grandes nombres de una de las más notables tradiciones literarias.
Moviéndose de una obra a otra, de un autor a otro, cada acto, pensamiento, decisión de los personajes consigue una o varias referencias extraídas de textos de novelistas, dramaturgos y poetas rusos, en un intrincado tejido de citas que sirven para hablar de lo humano y lo divino desde la perspectiva de esos creadores: la vida y la muerte, el amor y el desamor, la libertad y su ausencia, el crimen y el castigo, la guerra y la paz, cualquier concepto o condición tiene su comentario extraído de un texto previo (¿no inventará Toscana alguna cita apropiada?) y funciona con armonía en esa trama utilitaria urdida por el escritor mexicano.
Solo de imaginar el trabajo de lectura, fichaje, clasificación y selección de la infinidad de textos de autores rusos incorporados a su obra por Toscana provoca admiración (y hasta cansancio físico). Unificar en un discurso único –no siempre coherente, aunque en esta obra la coherencia no es un requisito- las definiciones, comentarios, soluciones literarias, conceptuales o éticas de decenas de autores constituye un empeño literario casi imposible de imaginar, pero concretado con acierto en las páginas de esta extraña novela.
Sin embargo, el ejercicio erudito y deslumbrante apunta no solo a lo dicho por los escritores en diversos contextos y con disímiles propósitos, sino que alcanza su mayor valor y propósito cuando Toscana ofrece, junto a la literatura, los dramas de sus procesos de creación y lo que significó esa creación para la vida de sus artífices.
Porque quizás la característica que mejor explica la evolución de la literatura rusa resulta su combate contra la intolerancia y la censura, prácticas endémicas en ese país desde los tiempos de los zares hasta los actuales días de Vladimir Putin, y ejecutada con el especial encono y crueldad a lo largo de las décadas de vida bajo el sistema socialista soviético.
Así, junto con los fines por los cuales sus autores escribieron sus obras, entramos en las consecuencias que para muchos de ellos tuvo su escritura, el peso terrible de la responsabilidad artística, una decisión que puede exigir cotas elevadas de sacrificio, experiencias traumáticas, finales tremebundos.
Por ello, acompañando a sus textos y amplificando su sentido están en las páginas de esta novela las vidas atormentadas de Dostoyevski y Chéjov, condenados y enfermos; el destino absurdo de Pushkin, el cornudo muerto en un duelo a los treinta y ocho años; los suicidas Yesenin y Maiakovski, poetas de la Revolución asfixiados por su compromiso; Isaac Babel, muerto de un tiro estalinista en la nuca y Osip Maldelshtam, muerto de hambre en los campos de trabajo, también estalinistas; los atormentados Pasternak y Anna Ajmátova, los censurados Solzhenitsyn y Vasili Grossman; y hasta hay espacio en el recorrido para el cínico oportunista Mijail Shólojov, el que sí pudo recibir ese infame Premio Nobel en Estocolmo, el reconocimiento que mejor hubiera merecido Anna Ajmátova.
Quizás, entonces, la tesis mayor de la novela está en la pretensión de lo que el escritor mexicano llamará la creación de “belleza, libertad y vida” en medio del dolor y la locura, cuando, casi al cierre de su viaje literario y como colofón, nos advierte:
Raskólnikov buscaba la razón, el argumento, cuando lo cierto es que habitaba el mundo de los locos. Karenina no tenía razones para echarse a las ruedas del tren. Los Karamazov, Margarita, Oniegin, Chíchikov, Svidrigáilov, Pechorin, Akakiévich, Oblómov, los Golovliev, Denísovich, las tres hermanas, el tío Vania, Chatski, Goliadkin, Zhivago, Predónov nunca fueron razonables, y mucho menos uso de razón tuvieron Dostoyevski, Chéjov, Tolstói, Pasternak, Ajmátova, Garshin, Turguéniev, Yesesin, Bulgakov, Pushkin, Tsvetaíeva, Lermontov, Andreyev, Krpein, Bely ni ninguno de esos locos que acogieron la idea más desquiciada de la humanidad: que las palabras cotidianas pueden conjurarse para crear belleza, libertad y vida.
Y así, como el presumido Yuri Gagarin y la bella Valentina Tereshkova, o la pobre perra Laika y los asfixiados tripulantes de la Soyuz 11, podemos en esta novela salir del espacio terrenal o, como Nikolái Nikoláievich Pseldónimov, su mujer Marfa Petrovna y su tropa de alucinados, de la mano de David Toscana, nosotros también podemos realizar ese viaje al cosmos de la literatura rusa (con paradas en su antitético caos) y no solo mirar las bellezas de nuestro mundo, sino también conocer de los horrores vividos por algunos de los hombres que, escribiendo, pretendieron iluminarlo más y mejor.
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