Una casa abandonada, un brutal asesinato y una inexplicable ola de suicidios: así es lo nuevo de Charlie Donlea

En su nueva novela, el bestseller del thriller estadounidense pone a una carismática detective con autismo a investigar un caso escalofriante en un prestigioso internado para adolescentes.

En "La casa de los suicidios", de Charlie Donlea, un misterioso asesinato provoca una ola de suicidios inexplicables.

Maté a mi hermano con una moneda de un centavo”. Desde su primera oración, el nuevo libro del bestseller estadounidense Charlie Donlea, La casa de los suicidios, toma al lector por el cuello y lo mantiene atrapado, casi sin aliento, hasta su siniestro e inesperado final.

Este vertiginoso thriller policial está protagonizado por la carismática detective Rory Moore -una especialista en casos sin resolver que sufre trastorno obsesivo compulsivo y está en el espectro autista-, llamada junto a su compañero, un reconocido psicólogo forense, para investigar un episodio escalofriante.

Después de que dos estudiantes de un prestigioso instituto fueran asesinados en una residencia abandonada, conocida entre los jóvenes de la zona como punto de encuentro nocturno, una serie de suicidios inexplicables le aporta una cara todavía más terrorífica al caso.

Además del brutal caso inicial, esta pareja de investigadores se verá envuelta en un espeluznante entramado de secretos, mucho más horripilante de lo que, en un principio, habían sospechado. Editado por Motus, La casa de los suicidios es uno de esos thrillers que mantendrán al lector al borde de la silla hasta su insospechado final.

Así empieza “La casa de los suicidios”

Diario personal: Las vías

Maté a mi hermano con una moneda de un centavo. Simple, benévolo y perfectamente creíble.

Sucedió en las vías del ferrocarril. Porque, tal como me enseñaría la vida en los años que vendrían, un tren a toda velocidad era muchas cosas. Majestuoso, cuando pasaba desdibujado, demasiado rápido como para que los ojos pudieran registrar algo más que franjas de color. Poderoso, cuando retumbaba bajo los pies como un terremoto inminente. Ensordecedor, cuando rugía por las vías como una tormenta caída del firmamento. Un tren a toda velocidad era todas estas cosas y más. Un tren a toda velocidad era letal.

La grava que llevaba hasta las vías estaba suelta y nuestros pies resbalaban al trepar. Eran casi las seis de la tarde, la hora habitual en la que el tren pasaba por la ciudad. El sol que caía en el horizonte teñía de un rojo moribundo los bordes inferiores de las nubes. El crepúsculo era el mejor momento para ir a las vías. De día, corríamos el riesgo de que nos viera el maquinista y llamara a la policía para informar que había dos chicos jugando peligrosamente cerca de las vías. Por supuesto, me aseguré de que esa situación ya hubiera sucedido. Era esencial para mi plan.

Si hubiera matado a mi hermano la primera vez que lo traje hasta aquí, mi anonimato en esta tragedia habría sido frágil como una hoja de papel. Necesitaba municiones para cuando la policía viniera a interrogarme. Tenía que crear una historia irrefutable sobre el tiempo que pasábamos en las vías. Habíamos estado aquí antes. Nos habían visto. Nos habían atrapado. Habían informado a nuestros padres y ellos nos habían castigado. Se había establecido un patrón. Pero esta vez, les diría yo, las cosas habían salido mal. Éramos chicos. Éramos estúpidos. El relato era impecable y más adelante yo aprendería que era necesario que así lo fuera.

El detective que investigaría la muerte de mi hermano era una fuerza onerosa. Desde el principio sospechó de mi historia y nunca se sintió completamente satisfecho por mi explicación de los hechos. Hasta el día de hoy, estoy seguro de que no lo está. Pero mi versión de aquel día y la historia que inventé resultaron irrefutables. A pesar de sus esfuerzos, el detective no encontró fisuras.

Una vez que subimos a la cima del terraplén y estuvimos junto a las vías, saqué dos monedas de un centavo del bolsillo y le entregué una a mi hermano. Eran brillantes y no tenían marcas, pero pronto quedarían delgadas y lisas, una vez que las colocáramos sobre las vías para que el tren rugiente las aplastara. Poner monedas sobre las vías era un momento emocionante para mi hermano, que nunca había escuchado algo así antes de que yo se lo contase. En mi habitación tenía un bol con docenas de monedas de un centavo aplanadas. Las necesitaba. Cuando viniera la policía a hacer preguntas, la colección de monedas serviría como prueba de que ya lo habíamos hecho antes.

Lejos en el crepúsculo, oí el silbido. El leve sonido parecía atrapado en las nubes encima de nosotros y retumbaba en esas bolas de algodón carmesí. Estaba más oscuro ahora que el sol se derretía, granulado y opalescente. Justo la mezcla ideal de luz y sombra para permitirnos ver lo que hacíamos, pero no dar indicios de nuestra presencia. Me incliné y coloqué mi moneda sobre el raíl. Mi hermano hizo lo mismo. Esperamos.

Charlie Donlea es oftalmólogo y escribió libros como "El crimen del lago", "La chica que se llevaron" y "La casa de los suicidios".

Las primeras veces que habíamos ido, dejamos las monedas sobre los raíles y bajamos corriendo el terraplén para ocultarnos en las sombras. Pero pronto descubrimos que en el anochecer nadie nos veía. Con cada excursión a las vías, fuimos dejando de huir cuando el tren se acercaba. De hecho, comenzamos a quedarnos cada vez más cerca. ¿Qué tenía esa cercanía con el peligro que nos llenaba de adrenalina? Mi hermano no tenía idea. Yo lo sabía con plena certeza. Con cada escapada, él se tornaba más fácil de manipular. Por un instante, me pareció injusto: como si yo hubiera adoptado el papel de matón, papel que mi hermano dominaba a la perfección. Pero me recordé que no debía confundir eficiencia con simplicidad. Esto me resultaba fácil solamente gracias a mi diligencia. Me resultaba fácil solo porque yo había trabajado para que así lo fuera.

Las luces del tren se hicieron visibles a medida que se acercaba: primero la luz superior y luego las dos luces inferiores. Me acerqué a los raíles. Él estaba a mi lado, a mi derecha. Yo tenía que mirar por encima de él para ver cómo se acercaba el tren. Me di cuenta de que él sentía mi presencia, porque cuando yo me acerqué a las vías, él imitó mis movimientos. No quería perderse nada. No quería permitirme tener más derechos de ufanarme ni una inyección más poderosa de adrenalina. No podía permitir que yo tuviera nada que él no pudiera jactarse de poseer. Era su naturaleza. La naturaleza de todos los matones.

El tren ya casi estaba sobre nosotros.

—Tu moneda —dije.

—¿Qué? —preguntó mi hermano.

—Tu moneda. No está bien colocada.

Miró hacia abajo, inclinándose levemente sobre las vías. El tren rugía a toda velocidad hacia nosotros. Di un paso atrás y lo empujé. Todo terminó en un instante. En un segundo, ya no estaba allí. El tren pasó rugiendo, llenándome los oídos de estruendo y distorsionándome la visión a una mancha de colores oxidados. Produjo una corriente de aire que me empujó dos pasos hacia la izquierda y me succionó hacia delante, invitándome a unirme a mi hermano. Afirmé los pies en la grava para resistir la tracción.

Cuando pasó el último vagón, la fuerza invisible me soltó. Caí hacia atrás. Recuperé la visión y el silencio me llenó los oídos. Miré hacia las vías y lo único que quedaba de mi hermano era su zapato derecho, en una extraña posición vertical, como si él se lo hubiera quitado y lo hubiera colocado sobre los raíles.

Me aseguré de dejarlo intacto. Pero recogí mi moneda. Estaba plana y delgada y ancha. La dejé caer dentro del bolsillo y eché a andar hacia mi casa para agregarla a mi colección. Y para contarles a mis padres la terrible noticia.

Cerré el diario con cubiertas de cuero. Una cinta, también de cuero, con una borla colgaba de la parte inferior marcando la página para la próxima vez que lo leyera durante una sesión. La habitación estaba en silencio.

—¿Estás escandalizada? —pregunté por fin.

La mujer frente a mí negó con la cabeza. Su actitud no había cambiado durante el transcurso de mi confesión.

—En absoluto.

—Qué bien. Vengo aquí en busca de terapia, no de juicios. —Levanté mi diario personal—. Me gustaría hablarte sobre los otros.

Esperé. La mujer se quedó mirándome.

Hay más. No dejé de hacerlo, después de mi hermano.

Hice otra pausa. La mujer seguía mirándome.

—¿Te molesta que te hable sobre los otros? Ella volvió a negar con la cabeza.

—En absoluto.

Asentí.

—Excelente. Entonces, lo haré.

Quién es Charlie Donlea

♦ Nació en Chicago, Estados Unidos, en 1982.

♦ Es oftalmólogo y escritor.

♦ Escribió libros como El crimen del lago, La chica que se llevaron y La casa de los suicidios.

♦ Es uno de los autores más vendidos de Estados Unidos.

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