En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos, autores y autoras cuentan el detrás de escena de sus libros. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría.
En este caso, el escritor argentino Marcelo Caruso cuenta en primera persona la “cocina literaria” de su nuevo libro, Los años perdidos, en el que noveliza el tiempo que Jesús pasó en el desierto en busca de su su destino cuando todavía no era más que un hombre.
En las páginas de Los años perdidos, editado por Alfaguara, un joven Jesús abandona su casa y parte al desierto. En su travesía, conoce pescadores, ladrones, sacerdotes, mujeres y hombres sufrientes, sin encontrar la única respuesta que necesita: ¿quién es su padre? Escribe Caruso: «¿Debía creerlo? ¿Yo era la Luz del Mundo? ¿Había dejado de ser el huérfano para ser el Hijo? ¿Ese Hijo?».
Cómo escribí “Los años perdidos”
“Toda historia, creíble o no, necesita un comienzo”, escribió Abelardo Castillo en su Evangelio según van Hutten. No es casual ni gratuita la mención: Abelardo fue un enorme maestro para mí, y ese libro en particular, su Jesús esenio, ejerció una fascinación irresistible en el proyecto de escritor que yo era, pero eso sucedió mucho después, cuando ya la figura de Jesús se imponía a modo de faro entre mis inquietudes.
Al ponerle un comienzo a mi interés, por arbitrario que pueda parecer, tiendo a elegir dos hechos separados por más de diez años, que no pertenecen al orden de lo religioso sino, más bien, a hallazgos de lectura. El primero: a mis dieciocho o diecinueve años, como estudiante de Historia de las Artes en la UBA, di con un cuadernillo de la editorial Eudeba: Los primeros cristianos, del historiador Marcel Simón, donde encontré el fenómeno, no pensado aún por mí, de la evolución y desarrollo del pensamiento de los seguidores de Jesús en los primeros siglos que siguieron a su muerte.
El segundo sucedió en una mesa de saldos de la calle Corrientes, alguna tarde de finales de los años noventa, donde me topé con un libro de Albert Schweitzer, El secreto histórico de la vida de Jesús. Sabía del autor que había sido médico, que había levantado un hospital en África y recibido un Nobel de la paz, así como de su infinito amor por Bach (tenía varios de sus corales para órgano interpretados por él, grabados de un programa nocturno de Radio Nacional en un cassette, y me encantaba la delicadeza y dulzura de su interpretación). Pero no tenía idea de que hubiera escrito libros, y mucho menos de teología. Y fue por el amor que me inspiraban sus manos en el órgano que pasé a tenerlo en mi biblioteca.
Allí me encontré con un Jesús en posesión total de su misión mesiánica, centrada en el hecho mismo de la Pasión. Me resultó revelador que la mirada encendida de un hombre de fe pudiera desatar tal tormenta de sentidos en una figura que habían opacado los siglos, la costumbre y el catecismo edulcorado y soporífero que me habían inculcado en la infancia. Después vendrían las lecturas de Kazantzakis, Saramago, Mailer y Castillo.
La figura de Jesús, fuera de los evangelios canónicos, se fue cargando de vitalidad a través de la ficción, y se enriqueció con la lectura desordenada de los evangelios apócrifos, la construcción histórica del cristianismo que Marcel Simón había resumido en el cuadernillo que ya mencioné, y la Vida de Jesús de Ernest Renan. Y fue esta idea de construcción histórica de la figura, de interpretación y reinterpretación constante del mito del Mesías lo que se cristalizó en la idea (vaga, vaguísima, con la forma de un deseo loco y, sobre todo, casi irrealizable) de escribir algún día un texto cuyo protagonista fuera el propio Jesús.
Lo que se me presentaba, lo que se imponía en mi imaginación, no era precisamente un Jesús consciente de su sagrada filiación ni de su misión redentora, sino la de un Jesús absolutamente humano y terrenal, cargado desde su nacimiento con mandatos que, lejos de aceptar con mansedumbre, formaban parte de un enorme bagaje de dudas y de angustias.
Hay un hiato enorme en la historia de la vida de Jesús, el período que va desde sus doce años hasta los treinta, cuando inicia su ministerio; fue “bautizado” por los estudiosos como “los años perdidos”. Nada se sabe con certeza sobre Jesús durante este larguísimo período. Algo de la infancia fue transmitido a través de aquellos evangelios que, pese a que fueron declarados “apócrifos”, es decir, inexactos, falsos, por las autoridades eclesiásticas del concilio de Nicea en el año 325, obraron de algún modo rellenando varios huecos.
Este período oscuro dio pie a teorías de todo tipo: gracias a ciertos pasajes de las escrituras se lo supuso salido de la secta de los esenios; también como seguidor o integrante del grupo de Juan el Bautista; se lo narró viajando a Grecia, donde se interiorizó en las diversas corrientes filosóficas; se lo identificó incluso como monje en Cachemira, lugar en el que se asegura que está su tumba, etcétera. Nada de esto pasa de meras especulaciones, sin sustento arqueológico ni documental. Pero allí donde, al menos hasta ahora, fracasa la ciencia de la historia, florece sin esfuerzo la literatura.
Yo acababa de escribir la última versión de Negro el dolor del mundo. Conociendo, temiendo y padeciendo mis períodos de parálisis, tratando de que no se me enfriaran los dedos, me senté a escribir cualquier cosa, algo que obrara como conjuro. A falta de una idea más seductora y asequible, volví a pensar en Jesús. Imaginé una historia breve, que transcurriera en este período desconocido, de tono más bien cómico, en la que el mismo Jesús contara las perplejidades que le ocasionaba el contraste entre lo que él percibía de sí mismo y lo que veían los demás.
Pero el primer párrafo marcó el tono con el que la historia se iría desenvolviendo y mi esposa, que en estas y tantas otras cuestiones siempre es más lúcida que yo, percibió de inmediato la futura novela donde yo solo veía un relato de veinte páginas o poco más. Percibió también que la posible virtud del texto residiría en la ambigüedad constante entre lo sagrado y lo profano, lo celestial y lo mundano, y que el libro sería un viaje de autoconocimiento, a través del cual no sólo el galileo, sino yo mismo, descubriría aspectos que ni en sueños tenía claros.
Lo demás fue un dejarse arrastrar por una corriente poética, musical, sorprendido en más de una ocasión por lo que no sabía que sabía de la época, y, en otras, por lo que el mismo personaje y su entorno iban revelando a medida que la historia avanzaba. Fueron alrededor de siete meses de escritura diaria, en su gran mayoría envuelto en emociones verdaderamente gozosas, cosa que muy pocas veces me había sucedido al escribir. Y cuando algo se trababa en el avance, por supuesto, la lucidez de mi compañera se imponía de manera natural.
En lo que mí respecta, a lo personal que veo entre líneas, la orfandad paterna de mi personaje, que no tiene un verdadero padre en José, y, pese a lo que le sugiere su madre, aún no tiene idea clara de quién pueda ser el que recibiera ese nombre, se confunde en gran medida con la orfandad que marcó mi infancia a partir de la muerte de mi padre. Las dudas y angustias de cómo ser en el mundo, cuando, como dice uno de los personajes de la novela, “no tener padre es no tener destino”, fueron dudas y angustias que sobrevolaron mi adolescencia, como de la de tantos en la misma situación.
“Cada hombre es lo que hace con lo que hicieron de él”. La frase de Sartre bien puede ajustarse al derrotero del Jesús que está en el libro. Y quizá lo soñado en sus páginas pueda dar una idea de cómo ese ignoto galileo llegó a transformarse en el hombre que cambiaría el mundo.
“Los años perdidos” (fragmento)
Vagué durante días, embriagado con mi propia soledad. Me sentí libre. La tierra despoblada y el silencio fueron la bendición, el bálsamo sanador que necesitaba. Solo un chacal viejo, de lomo calvo y guedejas sucias, rompió los cercos de ese aislamiento. Comenzó a seguirme a cierta distancia. Copiaba mi camino, se detenía si lo hacía yo, y trotaba cuando alguna pendiente me obligaba a apurar el paso. ¿Por qué me sigues?, le preguntaba en voz alta cada día. ¿Qué vienes a decirme? Él permanecía mudo. Estaba casi en sus huesos, y pensé que quizá me seguía para no morir en soledad. Pero lo vi luchar y matar a una serpiente, lo escuché aullar hacia el infinito con un agudo estrépito triunfal y sospeché que, de algún extraño modo, había un mensaje en su conducta.
He venido a ser hermano de chacales, se lamentó Job en sus días de aflicción. Yo sentí lo mismo. Con cada anochecer el viejo chacal se acomodaba un poco más cerca de mí, como si montara guardia. La voz murmuró: Cierras tus oídos, como un moribundo sus ojos. La ignoré. Seguí los vaivenes de mi propia sombra cuando marchaba de día, y me ovillé en las noches heladas, tiritando de cara a las estrellas, con el chacal cerca de mi cuerpo y la mente cargada de preguntas. ¿Allí, en los astros, estaba escrito mi destino? ¿Había una estrella que regía mis pasos? ¿Era el pastor celeste de la hija de Adad, o el anunciado por la estrella peregrina que brilló tantas veces en las visiones de mi madre? ¿Eso veían el pescador y sus compañeros?
Mis manos, curtidas en el trabajo, decían lo contrario. Se habían endurecido junto a José, alzando muros, cepillando tablas, torneando vigas y claveteando. Habían aprendido todo aquí abajo, en esta tierra, en este mundo. Y aquí era donde yo elegía vivir. Con esta determinación guié mis pasos, y cada uno fue como una caricia que le daba a los caminos. El llano, las colinas, parecieron un ofrecimiento ante mí. A veces me guiaba por el sol, a veces por los aullidos de mi compañero. Todos los días resultaron de algún modo el mismo día interminable. Pero al fin, cuando la árida arena, una tarde, se transformó en un viñedo, supe que estaba cerca de Magdala, y, también, que el chacal ya no me seguiría. Le dije en voz alta: adiós, hermano de Job. Él se despidió de mí con una breve mirada.
En el viñedo encontré a un hombre con dos voces en la misma garganta. Me vio disfrutando la sombra de un parral y dijo algo que me resultó incomprensible, porque las voces, aunque perfectamente diferenciables, hablaban al mismo tiempo y en distintas lenguas. Le pedí perdón por mi torpeza. Con ademanes amables el hombre me ofreció su casa, algo de pan y vino. Acepté agradecido y comí tratando de adaptar mi oído a su conversación.
Creí entender por una de las voces que me daba la bienvenida y se presentaba, diciendo que había nacido en Patmos, la flor de los mares griegos, aunque prestándole atención a la otra tuve la sospecha de que era oriundo de Damasco. Tampoco supe si su nombre era Hanón o Escoplos. Le pregunté desde cuándo hablaba así. Dijo, o dijeron, que no recordaban. O desde su infancia, cuando despuntan las palabras. O que no recordaban su infancia, o que desde que despuntan las palabras no lo recordaban.
Pensé que alguien con dos voces debía contar con dos mentes, pero que esas mentes no tenían por qué pensar necesariamente lo mismo ni estar de acuerdo en todo. El hombre podía refutarse de manera interminable como los sofistas griegos, y al mismo tiempo adjudicarse la verdad indefinidamente como los sacerdotes de Israel. Sin embargo, por momentos, una de las voces bajaba su volumen y la otra, aún con dificultad, se volvía comprensible.
Así creí entender que no era de Patmos ni de Damasco sino de un pueblito cercano a la Ainón de la Decápolis. Que su origen era griego, de Éfeso o Halicarnaso, y que había mejorado sus uvas con cepas de la remota región de Cólquide. Dijo, y esto pude entenderlo casi sin dificultad, que el resto de su historia era tan dolorosa que le habrían hecho falta diez voces más para contarla.
Quién es Marcelo Caruso
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1958.
♦ Es escritor.
♦ Publicó libros como Un pez en la inmensa noche, Brüll y Negro el dolor del mundo.
♦ Recibió galardones como el Premio Clarín 2019, el Primer Premio del Concurso Hispanoamericano de Cuento de Puebla, México, y el Primer Premio ex aequo de Cuento en la Bienal de Arte Joven de la Municipalidad de Buenos Aires
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