Clara y Nadia llegan en micro desde el interior a Buenos Aires por un tema de salud de Nadia y se alojan en un hotel de la obra social, en Congreso. Son hermanas. Son mujeres grandes, mayores, como solemos decir. Pícaras, atrevidas por momentos (con un cierto aire al costado más simpático de alguien como Lilita Carrió, tal vez). Algo queda claro muy temprano: a las chicas no pueden faltarles nunca ni los cigarrillos ni la cerveza.
En la gran ciudad viven los hijos menores de Clara, ambos perdidos en su rumbo, embarcados en experiencias marcadas por la sordidez, y quienes tomarán posesión de la novela promediando la historia de Nuestra hermana de afuera (Tusquets), la nueva novela del escritor argentino Mariano Quirós.
Quirós nació en Resistencia, Chaco, en 1979. Vive en Buenos Aires. Es uno de los escritores más celebrados de su generación y es autor de las novelas Robles, Torrente, Río Negro, Tanto Correr, No llores hombre duro y Una casa junto al Tragadero, que obtuvo el Premio Tusquets en 2017. Es también autor de los libros de cuentos La luz mala dentro de mí, Campo del cielo y el más inclasificable Ahora escriba usted (Factotum), que juega con el estilo de los manuales con consignas para la escritura, un tema que Mariano conoce muy bien ya que trabaja como tallerista hace mucho tiempo.
La mirada sobre Buenos Aires de los que llegan desde las provincias, los prejuicios contra los extranjeros, el deterioro de la vejez y la distancia insalvable entre padres e hijos son algunos de los temas de Nuestra hermana de afuera, una novela que arranca como un vodevil, transita el realismo sucio y concluye justamente con un monólogo de la hermana de afuera, la hija mayor de Clara, cuyo padre está desaparecido, un monólogo conmovedor y deslumbrante que no solo tuerce el registro narrativo sino que revela claves fundamentales para entender gran parte de lo que antecede en la narración.
Esta conversación tuvo lugar semanas atrás en Radio Nacional. Lo que sigue es una reproducción de esa charla.
— Tu novela tiene muchos frentes y hay varios cambios de registro; además de que el foco cambia también en términos generacionales. Me gustaría que me contaras un poco el origen de la novela; por momentos incluso hay algo de espíritu de crónica, o como si detrás de los personajes se estuvieran contando casos reales.
— Mirá, en realidad, además de las referencias literarias que tengo, no solo por el trabajo de taller sino porque es lo que amo y lo que me gusta y leo mucho, tengo muchas referencias cinematográficas y una de las más abrumadoras es Almodóvar. Almodóvar, dentro del escándalo que tengo, porque soy bastante caótico en el consumo de cine como en el consumo literario.
— Ecléctico, digamos.
— Sí. Para decirlo en términos más lindos. Y Almodóvar, Woody Allen por ejemplo. Sobre todo Almodóvar, en este caso, como una especie de atolondramiento multicolor, bueno, en este caso es como un atolondramiento más grisáceo, si se quiere.
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— Se diría que se va poniendo más grisáceo, ¿no?
— Se va oscureciendo. Va ganando la sordidez. De hecho mi intención era, lisa y llanamente, escribir una comedia. Escribir la posibilidad de situaciones humorísticas a partir del cuerpo. De lo mal que se puede llevar el cuerpo con una situación que le resulta incómoda, ¿no? Eso en principio. Y, después, por supuesto el humor o el absurdo que pueda surgir de puntos de vista o ideas contrapuestas y la mala manera de resolverlas.
— Los vínculos familiares ayudarían en este caso.
— Viste, la disfunción familiar ya de por sí, vista a una cierta distancia, provoca un cierto magnetismo, un cierto encanto porque, mal que mal, todas y todos venimos de ahí. Entonces, ver de pronto o sentirte identificado en algún punto con esa narrativa de la disfunción familiar, a mí me encanta.
— Es que aunque no todos somos padres, hijos somos todos. Entonces, ese tipo de creación artística que tiene que ver con la familia, bueno, uno siempre va a encontrar algo con lo que identificarse.
— Sí, Piglia decía creo que en Prisión perpetua, o si no en Respiración artificial, es todo lo mismo, Piglia es todo grandioso, pero en una decía que la peor idea es empezar escribiendo sobre la familia. Precisamente, él estaba escribiendo una novela familiar en ese momento, con lo cual es el consejo que nadie puede dejar de contradecir, ¿no? Todos tenemos de por sí en la familia como una especie de referencia inmediata, insustituible. También la narrativa, el cine, incluso la música alrededor de la familia es otro apoyo para abordar el género.
— Esta historia va para atrás, hacia la madre de Clara y Nadia, y hacia el vínculo de ellas con esa madre, también, y con la cuidadora de la madre. Todo ahí tiene mucha cosa disparatada y de humor negro. Y, luego, como decíamos recién, todo se vuelve sórdido cuando los que toman la pantalla, por seguir con la idea de las películas, son los hijos menores de Clara, que quedaron viviendo en Buenos Aires. Y ahí aparece también el vínculo que tienen ellos, que vienen del interior, con Buenos Aires. Que es un vínculo, a ver, ¿de fascinación y de odio? Me gustaría saber cómo es para vos, que ya hace tiempo vivís acá.
— No, en mi caso particular a mí me encanta Buenos Aires y aprendí además a que me encante Buenos Aires. Aprendí también a que me encanten los porteños. Precisamente, una de las cuestiones que me interesaban era el prejuicio provinciano, mi propio prejuicio sobre la ciudad y sobre los porteños. Que estalló por el aire una vez que me instalé o que me fui instalando. Para mí, y entiendo que para muchos provincianos, Buenos Aires es como una gran pelota, un gran amasijo, una gran sola cosa. Y yo empecé a distinguir los matices una vez que estuve instalado acá. Y los matices también de los propios porteños, cosa que me pareció divertidísima.
— Qué es ser porteño también es la pregunta, ¿no? ¿Qué es un porteño hoy?
— Por supuesto. Algo tan estallado, tan diverso. También me provocaba fascinación la mirada porteña sobre el interior. Se acoplan las miradas. Hay como un gran cúmulo de ignorancia, que yo me la tomo con humor, que me divierte. Siempre lo cuento: a mí, cuando me invitaban acá a ciclos de lectura, en el afán de elogiarme cuando terminaba de leer, venía alguien a decirme “muy parecido a Héctor Tizón, muy parecido a Daniel Moyano, Di Benedetto”. Que son provincianos pero no tienen nada que ver, vivimos lejísimos unos de los otros. Entonces, era disparatado, era medio loco y yo lo tomaba con un cierto candor.
— Sí, el otro día hablábamos con Ezequiel Pérez a propósito de estas cuestiones y de esa supuesta mirada sobre la naturaleza que tienen los que viven en una provincia, como si no vivieran en ciudades, también.
— De hecho, yo estoy hace 7 años acá y mi vida en Resistencia era una vida brutalmente de cemento. Detesto la naturaleza.
— (Risas) Nadie diría eso, leyéndote.
— Por azar me tocó escribir un par de novelas o cuentos donde la naturaleza cumple un rol trascendental, entonces se me conoce más y hasta se genera por ahí no sé si un prejuicio o una idea de que conozco lo que es la vida en la naturaleza. y eso para mí es absolutamente contrario a mi propia vida.
— Me gusta lo de “por azar”. ¿Las novelas se escriben por azar?
— Por lo menos en mi caso, por azar. Muchas veces se habla de proyecto narrativo, los escritores nos ponemos serios y hablamos en términos de “tengo un proyecto narrativo en el cual entran tal o cual novela”. Como si tuviesen un programa, ¿no? En mi caso, si eso existe, que ojalá que exista, está dado más que nada por el lenguaje, por el tono, por algo como una voz que está atravesada por todas las otras voces que yo fui leyendo, viendo, presenciando. Pero en cuanto a las historias en sí, lo que me convoca al momento de escribir siempre son destellos. Como una revelación de un hecho que se te presenta, de alguna película que viste, de una música que escuchaste, una prosa que se te pegó y que quisieras que fuese tuya. Creo que es más que nada ese azar el que determina lo que terminamos escribiendo.
— Te leía en alguna entrevista diciendo algo así como que siempre escribís varias cosas al mismo tiempo.
— Sí, es un problema.
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— Claro. ¿Es por ansiedad? ¿Por necesidad? ¿O porque necesitas correrte de un texto para que, digamos, de algún modo madure? ¿Qué hay detrás de eso?
— No, ahora que lo decís, intuyo que por ansiedad. Por las ganas de ir avanzando en algo a medida que estoy pensando en otra cosa. Es como un pensamiento desplazado. De hecho, los narradores también nos manejamos un poco así, a partir de un pensamiento. Estás pensando en una cosa mientras estás haciendo otra. Tal vez funcione así, mientras estoy escribiendo un cuento, estoy pensando en la novela que estoy escribiendo y viceversa. Así salen también las cosas, ¿no? (Risas).
— ¿Te pasó alguna vez de estar escribiendo un cuento y que se te convirtiera en novela?
— Sí, probablemente me haya pasado. Sí, sí, sí, seguro. Yo tengo muy nítido el recuerdo, por ejemplo, de que cuando escribía la novela Una casa junto al Tragadero me puse a leer muchos cuentistas de mi generación. Yo tengo 43 años, y leí a muchos autores de cuentos de mi generación del interior, precisamente.
— Fuiste a buscar esa literatura.
— No fui a buscarla, es también el azar. Así como determina la escritura determina la lectura. Y coincidió con que habrá sido un momento resplandeciente del cuento. Yo leí todo junto: Lamberti, Falco, Schweblin, Matías Aldaz y otros tantes. Y me volví loco, entre otras cuestiones porque vi cómo resolvían de manera muy sencilla un lenguaje provinciano con uno más urbano y dije: “yo puedo hacer esto a mí manera, también”.
— Como tu Ahora escriba usted.
— También, otra manera, mi propio Ahora escriba usted. Y entonces tuve la necesidad imperiosa de escribir cuentos. Y, mientras tanto, escribía la novela. Por ese motivo están un poco entrelazados un par de cuentos.
— En Campo del cielo hay cuentos que están entrelazados.
— Campo del cielo junto con Tragadero y también con algunos cuentos de La luz mala dentro de mí, como un pequeño combo. Y, después, por supuesto creo que eso fue lo que determinó esa insinuación de lo de la naturaleza que hablábamos antes.
— Hay algo de Nuestra hermana de afuera, que tal vez tiene que ver con tu generación, y que es una especie de desacralización de algunas cosas. Por ejemplo, el tema del padre desaparecido: no hay solemnidad ahí sino una idea de poner las cosas en su justo lugar. ¿Qué fue un desaparecido? ¿Qué significó? ¿Qué es un desaparecido hoy, para los que no vivieron aquel momento? Y en tu novela aparece eso, sobre todo en el monólogo de la hija del desaparecido: su voz es de una riqueza impresionante.
— Yo soy hijo de presa política, entonces, en mi postadolescencia, primera juventud por así decirlo, participé en HIJOS en Chaco, así que estaba y estoy muy involucrado. Estoy muy al tanto de lo que ocurrió en materia de derechos humanos, por decirlo de alguna manera. Por supuesto que me interesa el tema. Mi mamá y mi papá fueron, y son de alguna manera, militantes montoneros. Daniel Guebel me hizo un chiste muy bueno una vez que le dije “mi mamá y mi papá son montoneros” y me dijo: “Ah, están como los soldados japoneses” .
— Sí, que no se enteraron de que la guerra terminó, claro.
— Me hizo reír muchísimo porque un poco así de locos están. Pero con una convicción política que yo admiro. Pero que también me sé tomar con humor, ¿no? Y creo que ese fue quizás el gran paso generacional que hubo en cuanto al abordaje de la política.
— Pensaba en lo que hace Mariana Eva Pérez con su princesa montonera.
— Por supuesto. Yo tengo la suerte de poder reírme con mi madre de estas cosas. De que ella me comente las cosas que la obsesionan y poder reírnos juntos. De hecho, el actual marido de mi mamá estuvo preso, es como que hay una especie de endogamia que a mí me parece maravillosa y nos podemos reír juntos de eso. Por eso, insisto, tengo esa suerte. Hay muchos de mi generación, un poquito más grandes, un poco menores, que no tuvieron esa suerte. Entonces yo respeto mucho y acompaño hasta donde puedo.
— Hablamos de la desacralización y de la posibilidad del humor dentro de temas muy duros y es como que, de pronto, siempre hay algunos que están más autorizados para hablar sobre ciertos temas.
— Sí, pero, todos estamos autorizados, esa es la verdad. Todos estamos autorizados a hablar de lo que sea. Y no es autorizado sino que tenemos -me voy a poner cursi- la libertad de hablar. Gracias a Dios, o a quien fuere, tenemos la libertad de hablar de lo que se nos cante. Incluso, a veces, hasta tenemos la libertad de decir aberraciones. Y más ahora, cuando se corren o cuando se habla mucho de cultura de la cancelación.
— Sí, sí.
— Que es cierto, hay como un retorcimiento del lenguaje y un retorcimiento de las posiciones políticas y de los puntos de vista.
— Porque lo que estamos viendo es la censura por parte del llamado progresismo. Eso es lo que nos vuelve locos.
— Claro, una cosa muy extraña. Yo recuerdo hace 15 años, tal vez un poco más, se reeditó en Estados Unidos Huckleberry Finn, de Mark Twain y le habían sacado todos los “nigger” porque resultaba ofensivo. Y en ese momento yo me acuerdo que me reí del asunto y hoy en día se volvió un problema.
— Serio.
— Un problema serio. Y al que tampoco me animo a tomar con seriedad para no darle entidad. Pero agobia. Te agobia porque te obliga a pensar también al momento de escribir.
— ¿Autocensurarte decís?
— Porque hay como un énfasis en la literatura específicamente. Como si fuera la literatura el lugar más inadecuado. Como si no hubiese aberraciones en otro ámbito cultural más que en la literatura. Y el ojo está muy puesto ahí. O por lo menos esa es mi sensación.
— En las artes visuales, también. En muchos museos aparecen pedidos de censura. Te preguntaba lo de la autocensura porque, justamente, en tu novela es al revés. Hay dos escenas, particularmente, dos momentos en donde aparece algo que hoy está completamente vedado y que tiene que ver con adultos con menores. Digamos que, por supuesto, condenamos todo lo que tenga que ver con adultos con menores.
— Hay que aclararlo eso.
— Sí, viste.
— Sí, sí, sí. También de eso se trata ¿no? En literatura, cierta destreza narrativa. Y que, digamos, algunas cuestiones estén claras. Y es también la confianza en el lector. Yo leo mucho y sé hasta qué punto algo capto, hasta qué punto una lectura o una escritura están señalándome una cosa u otra. No estaría acusando de nazi a un escritor.
— O de criminal al autor de un policial.
— Exactamente.
— Es como si se dudara de la calidad moral de un autor. Es ridículo.
— Y quizás sea el gran valor que le queda a la literatura ese temor, ¿no? Esa especie de cuidado que le tienen ciertos no lectores a la literatura quizás termine siendo su gran valor.
— Como si, en realidad, la literatura tuviera un poder de cambiar las cabezas de las personas. Que lo tiene, bah. Pero como si se le otorgara un poder de persuasión sobre las cosas más horribles, también.
— Sí, como si realmente sirviera la literatura. A mí me gustan las dos ideas, tanto la de que la literatura sirve para algo, sirve para cambiar el mundo, y la idea de que la literatura no sirve para nada.
— Solo para crear belleza, ¿no?
— Y la lectura, viste. Cuando hacemos y participamos en campañas de lectura siempre me queda la idea. Hasta yo, que leí mucho, hasta qué punto soy útil yo mismo.
— En estos días leía a alguien que decía “ahora lo que falta es el compromiso que antes llegaban a tener los escritores”. ¿Pero a qué llamamos compromiso hoy? ¿De qué estamos hablando cuando hablamos de utilidad? ¿Para qué sirve la literatura si finalmente no es para crear belleza? ¿O para qué sirven los escritores si no es para crear belleza?
— En el mejor de los casos.
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— En el mejor de los casos, por supuesto. Bueno, por lo menos los que me interesan a mí. Supongo que eso lo compartís.
— Sí, por supuesto. En mi caso, me sirve sí para darme cuenta de muchas cosas. Entre otras, de cómo me aparta por un momento del ruido, de la alienación. Yo la emparento bastante con la crianza. Tengo un hijo de 5 años que me sirve para apartarme un rato del ruido, del bochinche, de la alienación, incluso de mí mismo. Lo mismo me pasa con la lectura. Por ahí lees algo que te desestabiliza, que te incomoda de alguna manera y eso implica un sacudón importante en tu punto de vista, en tu comportamiento, en tus relaciones con los otros. Por suerte no me ocurre todos los días porque si no terminaríamos de leer un libro y estaríamos como una especie de locos, ¿no? Pero sí que la lectura, y ahí sí vuelvo a ponerme cursi con el tema utilitario, sí que la lectura te genera, te mueve, te moviliza. Es cierto. Es cursi y es cierto. Hermosamente cursi.
— Los hijos de Clara son personajes muy retorcidos, difíciles. Hay escenas muy duras en la novela y ni siquiera hay un detenimiento de muchísimo tiempo en ellas, son momentos. Pienso en la escena de Alicia cuando está con Dylan en el subte. La nena con el bebé a upa, un bebé que se acaba de hacerse caca, además, y el adulto que está con ella, que es su tío, no le está dando bola. Esa escena es de un nivel de angustia extraordinario. Cuando pensaste esa idea, cuando la escribías, ¿te angustiaba?
— No, por suerte lo que yo pensaba cuando pensaba en esos dos hermanos era más que nada en personajes a la deriva. Así como, de alguna manera, su madre y tía son como dos mujeres, si se quiere, un poco quebradas, por usar un término, quebradas políticamente, sobre todo, ellos ni siquiera tuvieron la suerte de pensar expresiones o términos políticos, simplemente están como a la deriva. Una especie de Banda de los Copitos que puede ser cooptada por el discurso más atroz. Yo los imaginaba así, en esa deriva un poco muy a los tumbos y capaces de cualquier cosa y de que les pase cualquier cosa. Por eso, también, una imagen tan desoladora que intentaba matizar con cierto humor, pero por ahí es cierto que gana más el aspecto sórdido. Y de esa manera también pensaba la voz de la hermana que viene a cerrar el asunto, la pensaba como una voz más luminosa. Quizás una voz más lúcida. La voz de esa especie de loco lúcido que la tiene clara pero que no le sirve para nada.
— La Casandra griega.
— Sí. Como el afán de decir o narrar y, además, la potestad de tener la fuerza de narrar pero que, si bien es una manera de narrar y de contar las cosas que le da una potencia, o que hace que se imponga su voz por sobre las otras, no le sirvió para gran cosa más que, tal vez, para iluminar en este caso una familia o la situación de una familia.
— ¿Qué te pasa con la vejez a vos que todavía sos joven y que escribís historias con personajes como estas hermanas, para quienes la muerte está mucho más cerca?
— En principio, a mí todo me da miedo. Soy cobarde y miedoso y creo que por eso también escribo y hago como una especie de conjuro. Stephen Dixon, que es un autor que a mí me encanta, usaba sus historias como un conjuro: “si escribo esto, no me va a pasar”. A mí, de las miles de maneras de abordar la literatura, esa es una que me interesa pensar y ver. Escribir sobre las cosas que me dan pánico o que me dan miedo y que hoy siento que no voy a poder resolverlas. Escribirlas desde una perspectiva temerosa pero de un temor que no deja de ser valiente. Porque es el temor que va de lleno a chocarse contra un tren. En este caso, un tema posible puede ser la vejez. O cómo podría ser la muerte.
— O los “zombis del paco”, que aparecen como una figura reiterada en la ciudad. Casi que uno podría pensar también un relato fantástico con los zombis del paco.
— Sí, es una expresión graciosa que se la escuché casualmente a dos provincianos en dos situaciones distintas, estando en Resistencia, que contaban sus incursiones por Buenos Aires asustados por los zombis del paco que eran como “nos corrieron los zombis del paco”. Y era algo que a mí nunca me había pasado y nunca me pasó. Nunca me ocurrió en Buenos Aires, entonces me daba mucha gracia. Porque además era gente joven, uno tiene por ahí la idea de que las personas mayores podemos estar más atentas a cierta idea de inseguridad.
— Sí, sí, más temerosos.
— Más temerosos. O usar esa expresión. Y a mí me daba gracia escucharla y escucharla además, con ellos aterrorizados.
— ¿No era gente que viniera habitualmente a Buenos Aires?
— Eso era lo peor, era gente que venía habitualmente. Y que usaran esa expresión y que la usaran con esa especie de miedo, de temor, me causaba mucha gracia y entonces no me la quería perder. Además es como una expresión anacrónica, peyorativa, brutal.
— Va la última. En tus talleres, acompañás a la gente que quiere escribir. Y en la novela aparece la idea del taller de manera burlona. Con tu experiencia, ¿dirías que cualquier persona que quiere escribir puede aprender a hacerlo?
— Seguro. Seguro puede aprender a escribir pero, sobre todo, yo pienso que se aprende a leer. Vas compartiendo lecturas. Yo hago mi propia vida de lector y son como etapas de quiebres muy importantes, cimbronazos muy importantes, que los usé al momento de la escritura. Desde el momento de enamorarte de una prosa, enamorarte de un autor o de una serie de autores que comparten tal vez una cosmogonía literaria, por así decirlo, o un lenguaje, a hacer lo tuyo, deglutirlo, retorcerlo, ensuciarlo, y así se aprende a escribir. Así se aprende a leer y después de ese afán es que tal vez salga algo parecido a una escritura digna o indigna, también, porque a mí no me interesa tanto la rigidez de la escritura, la rigidez de la escritura del cuento como debe ser como la experiencia de la escritura y la experiencia de la lectura que te provoca ahí y en un momento determinado de tu vida. Porque no es lo mismo leer o que te agarre un autor en un momento determinado a que te agarre veinte años después. Y es entonces en esa experiencia, en ese camino, que me interesa acompañar una posible escritura.
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