“Escritor prolífico, aura que dice…” comenzaría esta columna el inolvidable Don Verídico, el personaje creado por el uruguayo Juceca, Julio César Castro, que relataba lo que les sucedía a los personajes que se reunían en el boliche “El Resorte”.
Pero si solamente se tratara de cantidad, hay muchos polígrafos con verborrea, que paren libros con fertilidad conejil y no pasa nada. Son en realidad “bolígrafos” cuya duración en actividad es encomiable, pero solo por la constancia.
En cambio, Federico Jeanmaire, argentino, nacido en Baradero en 1957, ha publicado más de veinte libros con un nivel parejo de calidad escritural y de estructura narrativa. Desde la autoedición en 1984 de Un profundo vacío en el pie izquierdo, que no leí, hasta la reciente La banda de los polacos que Anagrama editó este año y que aún no abordé, publicó títulos sobresalientes.
En Montevideo (Norma, 1997) se mete audazmente con Sarmiento y lo humaniza para bajarlo del pedestal de “padre del aula” en el que lo ubica la liturgia escolar más primitiva. En Papá (Sudamericana, 2003), una autoficción, no titubea en escribir sobre su padre militar, por dos veces intendente de su ciudad bajo gobiernos de facto.
Finalmente, en 2009, la obtención del premio Clarín-Alfaguara (que tuvo sus más y sus menos) con Más liviano que el aire lo hizo conocido y leído por un público más vasto.
Esa novela -la historia de una señora mayor (estuve tentado de poner “viejita”, pero me detuvo la corrección política) que encierra accidentalmente al adolescente que pretendía asaltarla en su casa, lo alimenta por debajo de la puerta del cuarto de baño y mantiene con él conversaciones que añoraba en su soledad- es fascinante. Conoció también una buena adaptación teatral, con Betiana Blum en el rol protagónico y dirigida por Gabriela Izcovich, y hasta se filmó un cortometraje basado en ella.
Fernández mata a Fernández, publicada en 2011 por Tusquets, es una curiosa novela articulada en diálogos, a partir del titular de un diario con ese texto.
Pero hoy quiero hablar de Tacos altos (Anagrama, 2016), y recomendarla calurosamente. Originalmente tenía otro título, según me contó su editor, Jorge Herralde, pero Jeanmaire aceptó la muy acertada sugerencia de cambiarlo por este.
Al comenzar a leer esta novela, el lector siente una molestia en el lenguaje, como si tuviera una piedrita en el zapato; sería un pecado imperdonable contar a qué se debe: el “secreto” se devela a las pocas páginas. Aunque la ilustración elegida para la tapa en las ediciones posteriores a la primera “botonea” innecesariamente. (Algo parecido me sucedió con Las gratitudes, una enorme novela de Delphine de Vigan, muy difícil de traducir, logrado con éxito en la edición de Anagrama.)
La acción de Tacos altos tiene el trasfondo de la profunda crisis que vivió la Argentina a fines de 2001, comienzos de 2002, con el marco de los levantamientos en barriadas populares y los saqueos que la televisión difundió con una generosidad innecesaria, lo que promovió la imitación. Algo peligrosamente replicado, y no con inocencia, en los últimos días.
Como lector, me sentí concernido por la historia de la protagonista, que podría parecer lejana a mi contexto personal, pero, por la destreza y fluidez con las que está contada, envuelve. De esos materiales se hace la literatura a mi modesto entender.
Algunos juicios de comentaristas españoles acerca de la novela confirman que sus valores trascienden a los que pueden descubrir los lectores argentinos a partir del conocimiento de los “restos diurnos” que nutren lo que sucede: «Ideal para redescubrir a un autor argentino original, capaz de construir un mundo personal con estilo propio y cercano» (Diego Gándara, La Razón); «Bellísima historia sobre la transición de la infancia a la vida adulta, las dudas existenciales, la búsqueda de la identidad individual, el choque cultural entre Oriente y Occidente, y la pulsión de venganza» (Quimera).
Es oportuno resaltar el comentario que el libro suscitó en José Saramago, un hombre habitualmente parco en elogios: «Una propuesta arriesgada que habla de la vida contemporánea, donde el bien y el mal comparten una frontera difusa».
Me atrapó Werra (Anagrama, 2020), una insólita novela de ambiente bélico en la que el narrador, desde el café donde desayuna todos los días con su pain au chocolat en el puerto de Dunkerque (pasó allí una temporada gozando de una beca), relata minuciosamente la preparación del atentado que grupos de inteligencia inglesa llevaron a cabo contra un buque de guerra alemán allí anclado.
En 2022, pulsando una cuerda totalmente diferente, Jeamaire obtiene en España el premio Unicaja Fernando Quiñones (homenaje al estupendo poeta y narrador gaditano) por Darwin o el origen de la vejez (Alianza Editorial) que transcurre en las Islas Galápagos.
Me gustaría que lo que antecede funcionara como un menú degustación de un muy destacable escritor argentino. A voluntad del lector, puede consumirse con o sin maridaje.
Quién es Federico Jeanmaire
♦ Nació en Baradero, Argentina, en 1957.
♦ Es escritor, licenciado en Letras y ha sido profesor en la Universidad de Buenos Aires, en la cátedra de Beatriz Sarlo.
♦ Investigador del Siglo de Oro, fue becado en 1990 por el Ministerio de Relaciones Exteriores de España para trabajar en la Sala de Manuscritos de la Biblioteca Nacional, en Madrid. Ese mismo año su libro
♦ Escribió libros como Miguel, una biografía ficticia de Cervantes que resultó finalista del Premio Herralde de Novela; Una lectura del Quijote, un ensayo que lo confirmó como uno de los mejores especialistas y lectores de Cervantes; y Más liviano que el aire, ganador del Premio Clarín 2009.
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