Cuentan los biógrafos que su parto fue un proceso sumamente difícil y que solo pudo ver el mundo gracias a la ayuda del padre jesuita Diego Solano. Muchos creen que esta llegada a la vida marcaría para siempre su relación entrañable con Dios.
Así nació Josefa del Castillo, Francisca Josefa de Castillo Toledo Guevara Niño y Rojas, el 6 de octubre del año 1671 en Tunja, Boyacá, territorio colombiano. Sin embargo, según se dice, cuando aún no había completado el primer mes de vida estuvo a punto de morir; que de hecho, sobrevivió, nuevamente, gracias a la ayuda que recibió de parte de un tío sacerdote, quien la apoyaría años más tarde en su ingreso a la vida religiosa.
En plena época colonial, su familia ocupaba una cómoda posición social que le permitió aprender a leer y escribir. Su padre era teniente de minas de la ciudad y su madre, descendiente de hidalgos, la acompañaría en sus primeros pasos con los libros hasta que siguió el camino por sí misma.
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La vida de Josefa del Castillo tuvo un color melancólico desde sus primeros años. Cuentan que cuando era niña se mantenía en ella una actitud ensimismada y silenciosa, algo que ella misma confirma a través de su escritura al mencionar:
“Decían que cuando apenas podía andar me escondía a llorar lágrimas (...) tuve siempre una grande y como natural inclinación al retiro y soledad; tanto que, desde que me puedo acordar, siempre huía la conversación y compañía, aun de mis padres y hermanos”.
Cuando Josefa abrazó la vida religiosa
Muchos creen que Josefa del Castillo no tenía otro destino que ingresar a la vida religiosa, considerando cómo llegó al mundo. Recibió la confirmación, y con ella un libro de oración llamado Molina. Para ese momento el padre Calderón, quien además era su confesor, le habría de pedir a su padre que le permitiera ingresar a la celebración de la misa y comulgar, hecho que alentaría sus deseos de convertirse en monja, algo que su familia rechazaba.
A los 18 años ingresó al convento de Santa Clara la Real en su lugar de residencia. Allí estuvo dos años como seglar y luego otros dos años como novicia. Los días allí no fueron fáciles, despertaba envidia entre sus compañeras debido a las capacidades de las que hacía gala, su interés intelectual y su pasión por el conocimiento, por lo cual algunas llegaron a considerarla endemoniada.
Todos estos conflictos afectaron tanto a Josefa que, se dice, comía flores y permanecía la mayor parte del tiempo en la celda de una monja que le permitía quedarse allí. Aun así, su aprendizaje no se detenía: aprendió latín y empezó con la lectura de la Biblia, el que sería su libro favorito y que marcaría para siempre su vida como escritora.
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La escritura de Josefa
A los 23 años se convirtió en monja y compró una celda con vista a la capilla y a un huerto con árboles frutales, el lugar donde daría rienda suelta a la escritura, en la cual encontró consuelo ante sus múltiples percances de salud, como afecciones cardíacas, pesadillas, mareos, desmayos, viruelas, entre otros. Todos ellos, se cree, por el sufrimiento que le provocaban las situaciones.
Josefa concentró su energía en la escritura y así dejó ir sus palabras en libros de cuentas del convento, sobres y hasta libros viejos. Tal era la desconfianza sobre su espíritu que estos documentos eran revisados por sus confesores con el fin de verificar que eran escritos con inspiración divina y no del demonio.
El legado de Josefa ha resultado fundamental para el estudio de la sociedad religiosa en la Nueva Granada, pues permitió conocer la vida conventual en el período colonial a partir de sus escritos místicos. Allí registró los ideales de buen comportamiento y las experiencias religiosas.
Hoy da cuenta de ello el acervo documental de cinco libros que reúnen sus manuscritos. El primero cuenta con una relación bibliográfica de la vida religiosa, versos y poemas en los que resalta la labor de los santos, los sacramentos y meditaciones sobre algunos de los pasajes bíblicos. Allí quedó la primera parte de los Afectos espirituales, un conjunto de versos.
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“Su vida” de Josefa del Castillo
El segundo libro se titula Su vida, constituye una autobiografía de Josefa del Castillo escrita por recomendación de sus confesores. Allí retrata las visiones místicas desde sus 7 años y cómo estas se manifestaban en sus sueños. Este libro reúne otros apartados en los que recopila sus vivencias a lo largo de su vida.
14 documentos forman el tercer libro en los que Josefa registra un modelo de cómo realizar un testamento antes de morir, recomendaciones para preparar las fiestas religiosas, oración de liturgia, lista de letanías y otras indicaciones espirituales que las monjas debían seguir para su ingreso al convento Santa Clara.
El cuarto libro, aunque en principio fue un libro de cuentas, luego se usó para escribir la segunda parte de Afectos espirituales. Así, además de los poemas, incluye transcripciones de Sor Juana Inés de la Cruz, a quien admiraba fielmente, meditaciones sobre la pasión de Cristo, y escritos de temáticas variadas. Finalmente, el quinto libro era el cuaderno de gastos ordinarios que usó cuando ejerció como abadesa del convento. Allí quedaron cuentas que más tarde dieron información sobre cómo se realizaban los pagos de aguadores e indios para el convento, los alimentos que consumían las monjas, la organización del dinero para las necesidades, entre otros.
Así se ganó su posición como una de las máximas representantes de la literatura mística durante este período colonial, pero también la primera mujer literata en Colombia. Falleció a los 71 años en 1742 asistida por el padre Diego de Moya, quien predicó en sus funerales y dio cuenta de la autenticidad de sus escritos.
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