La obra de Anna Seghers se caracterizó siempre por su constante compromiso con la justicia social y la solidaridad. Su interés en dar voz a los marginados y en denunciar la opresión y destacar la huida se manifestó en varios de sus libros, pero uno en especial se destacó por su narración vívida de las luchas individuales de las mujeres. Publicado originalmente en 1980 en alemán, Tres mujeres en Haití es un retrato de los eventos históricos y las tensiones sociales que han moldeado la realidad haitiana a lo largo de los siglos.
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A través de tres historias entrelazadas, Seghers presenta los perfiles de mujeres atrapadas en eventos históricos a lo largo de casi quinientos años de historia haitiana, desde los tiempos de Cristóbal Colón hasta el régimen de Bébé Doc Duvalier en la década de 1970.
La novela recorre momentos cruciales en la historia de Haití, presentando a estas mujeres que enfrentan la adversidad en contextos diversos. Con buen tino, Seghers teje un tapiz complejo y conmovedor de las experiencias humanas en medio de circunstancias cambiantes y a menudo desgarradoras. En cada historia, las protagonistas son más que simples testigos; son agentes de cambio que luchan por su propia supervivencia y por un mundo más justo.
En este libro, quizá mucho más que en sus otras obras, Anna Seghers se erige como una cronista sensible y perspicaz. En esta ocasión lo hace de la historia haitiana y, por extensión, de la lucha universal por la igualdad y la dignidad. Su habilidad para entrelazar los destinos de estas mujeres con los acontecimientos históricos no solo crea una experiencia de lectura enriquecedora, sino que también subraya la perenne preocupación de la autora por dar voz a aquellas que han sido silenciadas.
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La escritora Fernanda Melchor ha dicho que las novelas de Anna Seghers no solo cuentan historias de terror, huida y opresión, sino que son una llamada a la compasión y la solidaridad. A través de sus personajes, Seghers trasciende el tiempo y el espacio, recordándonos que la lucha por la justicia y la igualdad es una tarea continua y colectiva. Su enfoque en mujeres diversas a lo largo de diferentes momentos de la historia haitiana también resalta la fuerza y la resistencia de las mujeres en medio de la adversidad.
A pesar de su compromiso con la justicia y la solidaridad, la trascendencia de Anna Seghers en el ámbito literario ha sido subestimada en ciertos rincones del mundo, especialmente en Latinoamérica. Aunque vivió en exilio en México y otras partes de este lado del mundo, su obra no ha recibido la atención que merece. Sus libros, tanto políticos como literarios, son una ventana invaluable para comprender el exilio de los años 30 y 40, así como otros aspectos de la Europa de entreguerras y el rol femenino en esa época.
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Anna Seghers fue una figura compleja y apasionada. Nacida en el año 1900, en Maguncia, Alemania. Su vida estuvo marcada por el compromiso político y la persecución nazi debido a su herencia judía y sus creencias comunistas. Ella y su familia vivieron un peregrinaje que los llevó a través de distintos países. Su legado literario y su tenacidad en la lucha por la justicia y la solidaridad siguen siendo una inspiración para varias generaciones de escritoras.
Tres mujeres en Haití fue el último título escrito por Anna Seghers. A través de estas historias interconectadas, capturó como pocos escritores la esencia de la lucha humana en medio de la adversidad histórica y personal. Su compromiso con la justicia y la solidaridad resuena a lo largo de estas páginas, recordándonos la importancia de nunca olvidar.
“Tres mujeres en Haití”, fragmento
Las naves con las que Colón viajó por tercera vez de Haití a España para informar a la reina no iban de nuevo cargadas de oro, como se esperaba, sino de semillas, frutos, pacas de tejido y maderas rojizas y claras, aún desconocidas en Europa.
Ante todo, Colón había cumplido el deseo expreso de la reina: llevarle doce muchachas muy jóvenes, a las que había calificado en los partes como paradisíacas en gracia y belleza.
La reina Isabel quería educar a estas muchachas en la Corte española y hacer que actuasen para asombro de sus invitados. Las más encantadoras se destinaban como regalos para algunos nobles que habían prestado servicios extraordinarios a la Corona.
Como peces voladores, las muchachas saltaban con rapidez una tras otra sobre la cubierta de la nave del almirante en los bailes bajo el sol del atardecer. A la más bella de todas la llamaban Toaliina y así conservaron su nombre. Las compañeras se agolpaban a menudo a su alrededor. Se mostraron ante los isleños custodiados por los españoles que observaban las maniobras de desatraque en la costa cerca del desembarcadero. En la cubierta, a cierta distancia, los marineros contemplaban con asombro a las bailarinas. Tenían prohibido tocar a cualquiera de las muchachas, aunque solo fuese fugazmente.
Levaron anclas. La costa se evaporó deprisa tras una profunda respiración.
Toaliina lanzó un grito de pájaro y saltó sobre la borda. De inmediato, todas las demás saltaron tras ella. Con brazadas constantes, se dirigieron al punto de la costa que acababan de abandonar. Desde allí, llegaba algún que otro grito atravesando el mar, que podía ser una advertencia o un incentivo.
Un grumete especialmente hábil saltó tras Toaliina. Ella se giró rápida como un rayo y le mordió la mano. Mientras tanto, bajaban varios botes con cuerdas. Las muchachas formaron un tren; Toaliina nadaba la primera. Los marineros comenzaron a perseguirlas, tanto a nado como a remo.
Si hubieran golpeado o incluso disparado a las muchachas, no habría sido posible presentarlas ante la corte española como criaturas de gracia paradisíaca.
Toaliina había cambiado de dirección. Habían apresado a dos de sus compañeras mientras todavía estaban en el mar. Ellas habían mantenido el rumbo directo hacia la costa; otras habían sido capturadas por la guardia nada más llegar. Los rostros de los espectadores se habían ensombrecido. Poco antes, al partir, sonreían. Ahora parecían comprender lo que estaba en juego. Encerraban en camarotes oscuros a las que habían vuelto a capturar. En el barco se especulaba sobre el motivo de su huida:
—No se imaginan lo que es España ni lo que significaría para ellas servir a la corte real española.
Dos amigos opinaban que el invitado del almirante del día anterior había sido un hermano del cacique. Al llevar los regalos de despedida, había intercambiado en voz baja unas palabras con Toaliina y le había hecho unas señas en el aire con la mano.
Toaliina no había nadado hasta la orilla. Se había escondido en un arbusto flotante y luego había acabado en un punto de la costa considerablemente alejado del puente de salida. Se dirigió con pasos rápidos y precisos hacia una hondonada. Allí se detuvo y se asomó a una inmensa copa de árbol que, intencionadamente o a causa de un temporal, había sido arrancada del tronco. La copa había vuelto a echar raíces. En ese momento, una mujer anciana se arrastró por el ramaje. Se retiró al comprobar que Toaliina la seguía sin vacilar. No dijo nada, no hizo señas, solo alzó el dedo índice hacia la pared de la montaña, a la que se aferraban las ramas frescas.
Siguiendo a la anciana, Toaliina se abrió camino en la roca justo detrás de ella. Solo en raras ocasiones penetraba algo de luz en los numerosos caminos y cuevas. Pensó entonces en las palabras que el haitiano le había susurrado mientras llevaba regalos para la corte real española al barco del almirante. Sin duda, este hermano del cacique no había subido a bordo solo por los obsequios de despedida, sino para darle a ella algún que otro consejo. Él, a diferencia de su hermano y como muchos isleños, había desconfiado de los españoles desde el principio. Le había hecho una señal a Toaliina: «Solo estarás a salvo con esta mujer, la madre de mi amigo, durante toda la vida».
Toaliina no se había parado a pensar en esas palabras y entonces tampoco pensó bien en lo que podría significar: «durante toda la vida».
La anciana se había adentrado en la pared rocosa tan sigilosamente y con tanta seguridad como si fuera un camino de tierra. Toaliina se arrastró detrás de ella. Se detuvieron en una cueva; las paredes estaban raspadas, había todo tipo de utensilios en aquellos salientes; en el suelo había un par de mantas, estaban pisoteadas y deshilachadas, pero, por la forma en que estaban tejidas y por el color, podrían haber sido parte de los regalos a la corte. Toaliina ya añoraba el aire y el sonido del mar.
La anciana preparó una papilla de tubérculos y raíces. Se oyeron pasos procedentes de una entrada trasera.
—¡Tschanangi! ¡Hijo mío! —dijo la mujer mientras untaba con alegre afán.
Toaliina brilló al ver al recién llegado y él brilló al verla a ella.
Les informó de que tres jóvenes habían sido detenidas inmediatamente después de su llegada. Los españoles les habían seguido los pasos a otras dos y habían descubierto el lugar donde se alojaban. Las habían golpeado violentamente. Las habían encerrado. Habían quemado sus cabañas.
—¡Golpeadas violentamente! ¡Quema-das! —gritó Toaliina.
—Así es —dijo el joven haitiano sin dejar de tirar del brazo de Toaliina con ternura—. El cacique ha intentado hacernos creer que los dioses nos habían enviado a estos forasteros, pero su hermano siempre los ha tomado por simples habitantes de una isla lejana que tan solo han venido hasta aquí en busca de un botín. La verdad no ha tardado en salir a la luz. Ya nadie se pone de acuerdo en la isla.
—Cuando vuelvas aquí, toma un camino diferente, a través del bosque. Solo nosotras conocemos esta entrada. Toaliina no puede salir bajo ningún concepto. Su pelo es negro, pero con motas doradas. Pueden reconocerla desde lejos —dijo la madre.
Toaliina estaba embriagada por el amor que sentía hacia Tschanangi. Ya no era consciente del tiempo. No era consciente del que transcurría entre dos abrazos. Del tiempo entre su partida y su regreso.
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