“En el invierno del año 2002 tuve la suerte de conocer a David Tightwad, quien muy pronto se convertiría en mi editor -escribe el chileno Alejandro Zambra al comienzo de su nuevo libro, Un cuento de Navidad- me gustaba llamarlo así, mi editor, como si fuera solamente mío, supongo que para darme color, y también porque a veces realmente pensaba que era mío, del mismo modo que él creía que yo, en cierto modo, le pertenecía”.
Para su última novedad, el autor de Bonsái, Poeta chileno y Literatura infantil se apartó de su casa editorial, la española Anagrama, y optó por una mucho más pequeña, la mexicana Gris Tormenta. Ese es el motivo por el que, muy probablemente, Un cuento de Navidad no llegue a la misma cantidad de lectores que sus exitosas novelas.
Con tiradas más reducidas y una distribución sin tanto alcance, este libro, tal vez uno de los más divertidos de Zambra, es una de esas joyitas pensadas para los lectores más curiosos e insaciables. Y, por qué no, para fanáticos, ya que abre las puertas al backstage de sus libros y a la compleja y simbiótica relación con su editor, el chileno Andrés Braithwaite.
“Un editor es una especie de hermano mayor, que nos educa, protege y reprime, o quizás, directamente, un segundo padre, al que nunca dejamos de querer, respetar y temer, aunque luego lo desafiemos, y tarde o temprano, para crecer, o simplemente para sobrevivir, lo neguemos todas las veces que sea necesario, y hasta terminemos apuñalándolo por la espalda”, escribe Zambra.
Un cuento de Navidad es un texto“con las vigas a la vista”. Braithwaite, que también escribe el prólogo, edita “en vivo” este híbrido entre ensayo y novela con notas al pie que oscilan entre la lucidez reveladora y el humor más simple y efectivo. El resultado es un libro que difumina los límites entre ficción y realidad mientras pone el foco de atención en la fundamental pero oculta figura del editor.
Así empieza “Un cuento de Navidad”
En el invierno del año 2002 tuve la suerte de conocer a David Tightwad, quien muy pronto se convertiría en mi editor —me gustaba llamarlo así, mi editor, como si fuera solamente mío, supongo que para darme color, y también porque a veces realmente pensaba que era mío, del mismo modo que él creía que yo, en cierto modo, le pertenecía.
—No tuve tiempo de leer tu material —me dijo la mañana de la entrevista—, pero lo leo ahora mismo. Me demoro un cigarro, o un cigarro y medio. ¿Tú fumas?
—Sí —respondí.
No era verdad, o no del todo, pues llevaba unos meses sin fumar, pero en ese momento me pareció descortés rechazar el amable cigarro que me ofrecía Tightwad, que consumí nerviosa y rápidamente mientras él leía esas reseñas que yo había escrito de puro ocioso, para azucarar un poco la cesantía.1
—¿Melville o Conrad? —me dijo después de leer unas cuantas páginas en diagonal.
—Laurence Sterne —le respondí, coquetamente.
—¿Laurence Sterne o D. H. Lawrence?
—Lawrence de Arabia.
—¿Lorenzo el Magnífico o Juana la Loca?
—Juana de Arco.
—¿Sor Juana Inés de la Cruz o San Juan de la Cruz?
—Juana de Ibarbourou.
—¿Bertrand Russell o Raymond Roussel?
—Esa está más complicada.
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Algo así pimponeamos, aunque supongo que el diálogo fue incluso más ridículamente cómplice. Me ofreció de manera formal el trabajo y de inmediato sentí que el mundo se transformaba en un lugar apasionante. Quizás imaginaba que el oficio de crítico literario era difícil y cansador, pero me parecía un desafío precioso. Hablamos de plata, que no era mucha pero era algo, y enseguida abordamos la pauta: reseñaríamos en primer lugar novedades de narrativa chilena, en segundo lugar narrativa latinoamericana, en tercero narrativa universal de autores «prominentes» —discutimos al paso la idea de prominencia, que a los dos se nos hacía resbalosa—, y en último término, casi en calidad de contrabando y probablemente a la altura del licencioso verano, novedades de poesía chilena, que era lo que a mí más me interesaba.
—La pauta a veces va a desagradarte, pero esas son las reglas —me dijo, mientras limpiaba sus anteojos frenéticamente, como presa de una rabia súbita.2 Aunque hacía ya unos años que Las Últimas Noticias había dado un giro hacia la farándula, conservaba una magnífica sección cultural, y ese milagro era responsabilidad directa de Tightwad, que entre otras hazañas había convencido nada más y nada menos que a Roberto Bolaño y a Enrique Vila-Matas de que escribieran sendas columnas exclusivas o semiexclusivas para el diario, que se publicaban los lunes y los jueves, respectivamente. Entremedio, cada miércoles, con el pecho henchido de orgullo, entraría yo, un todavía veinteañero Don Nadie,3 a pontificar sobre cuáles eran los libros malos y cuáles los buenos (probablemente los buenos serían aquellos cuyos autores evitaran a toda costa frases como «con el pecho henchido de orgullo»).
—Ah, una última cosa —agregó Tightwad en un tono que debe haber sido cauto o enigmático pero que en ese momento me sonó de lo más natural—: no puedes quedarte con los libros, porque son del diario. Y no los rayes, si es posible.
Fue una noticia ligeramente decepcionante, pues parte de la gracia presunta de ese trabajo era la posibilidad de conservar los libros que fuera reseñando, además que yo leía subrayando y hasta doblando los libros para que cupieran en el bolsillo de un sobretodo azul4 que usaba casi todo el año, hasta en los días nublados del verano. No me quejé, pues en ese tiempo pensaba que quejarse era una especie de humillación, y además porque sentía que aquel matiz sombrío confirmaba la naturaleza verdadera5 de la plenitud —pido perdón por esta salida lírica, pero así funcionaba por entonces mi cabeza, y tal vez también mi corazón.
Ahora sé que un editor es una especie de hermano mayor, que nos educa, protege y reprime, o quizás, directamente, un segundo padre, al que nunca dejamos de querer, respetar y temer, aunque luego lo desafiemos, y tarde o temprano, para crecer, o simplemente para sobrevivir, lo neguemos todas las veces que sea necesario, y hasta terminemos apuñalándolo por la espalda, en sentido psicoanalítico, por supuesto.
Pero en ese tiempo yo pensaba que el trabajo de un editor se limitaba a la ortografía y a ciertas mínimas decisiones estratégicas, como la pauta que acabábamos de definir, con varias novelas chilenas por delante —me fui leyendo en la micro la primera que debía reseñar, Un habitante del cielo,7 de Jaime Collyer, que terminé esa misma noche y me pareció bastante buena, sobre todo por tres o cuatro momentos verdaderamente hermosos.8
Estuve toda la mañana siguiente repasando otros libros de Collyer, y después de almorzar y de dar diez obsesivas y compulsivas vueltas alrededor de la plaza me senté a redactar, con relativa diligencia, mi primera reseña para Las Últimas Noticias. Tal vez lo único que me costó un poquitito9 fue ajustarme a la cantidad requerida de caracteres (2.900 con espacios).
—Perdona, recién ahora puedo ver esto —me dijo Tightwad, por teléfono, pasadas las ocho de la noche, es decir dos o tres horas después de recibir mi flamante reseña.
La hora me daba lo mismo, porque entonces no existía en mi vida algo así como un horario laboral, aunque justamente esa noche no me sobraba el tiempo, pues mi novia estaba por llegar, nuestro plan era ir al cine, a la última función.
—Pero ¿la reseña está bien?10 —le pregunté, preocupado.
—Muy bien, solo le falta una pizca.
—Un pelín —repuse.
—Una hilacha.
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Seguimos un rato en esa dinámica: minucia, brizna, partícula, migaja, gotita,11 pellizco, grano, en fin. Esas largas tiradas sinonímicas, con los interlocutores riéndose quizás sinceramente, se volverían con el tiempo habituales entre Tightwad y yo, pero esa noche las risas fueron menguando y hasta diría que retrocedieron ante el minucioso escrutinio de cada una de mis frases. Aunque Tightwad no cuestionaba mi valoración del libro, y tampoco juzgaba que mi reseña estuviera especialmente mal escrita —o tal vez sí, pero tenía la delicadeza de no decírmelo, o de decírmelo de otra manera, con esa amabilidad suya casi patológica—, pensé que sus intervenciones desnaturalizaban mi trabajo y me sentí medio ultrajado, por decirlo así, además de exhausto.
No sé qué hora era cuando terminamos de editar, pero hacía ya un rato que mi novia había decidido irse al cine sola. Me eché en la cama pensando con cierto impreciso temor en el futuro,12 cuando tuve que levantarme para atender de nuevo el teléfono, y enseguida me vi obligado a reiniciar el computador13 porque a Tightwad se le había ocurrido que cambiáramos dos o tres comas y que agregáramos una oración parentética —mi editor era un drogadicto de las oraciones parentéticas, igual que yo ahora, seguro que debido a su influencia—, cuya inclusión, por desgracia, me obligaba a otros acomodos menores de último minuto.
1 Funciona muy bien ‘azucarar’ la cesantía, pero si optaras por algo menos dulce podrías poner simplemente ‘aliviar’. [Todas las notas corresponden a observaciones editoriales de Andrés Braithwaite. Este es, por así decirlo, un relato con las vigas a la vista.]
2 Para la circunstancia, parece extraño que la acción esté motivada por la rabia. Quizás algo más leve, como ‘un fastidio súbito’ o ‘una súbita inquietud’.
3 Según la RAE, tendría que ser ‘donnadie’, pero es feísimo. Lo dejaría como está, pero poniendo ‘don’, con minúscula.
4 ‘sobretodo azul’ suena demasiado a cita (¿del cuento de Manuel Rojas?), porque en casos como este tú naturalmente escribirías ‘abrigo’. De cualquier color, pero abrigo.
5 Mejor ‘verdadera naturaleza’.
6 No creo que se necesiten muescas para consignar las divisiones del relato: bastaría con dejar dos o tres líneas en blanco. Como sea, y aunque no me gusta esta chuchería (~) en particular (¿qué es: una ceja, una manilla, una uña encarnada?), al menos esta vez no adhieres, como en anteriores libros, a la hostigosa costumbre de los asteriscos: hay autores o editores o diseñadores que ponen hasta tres juntos.
7 El habitante del cielo, no Un habitante...
8 Quizás algo más valorativo, o incluso neutro o fome, como ‘bien logrados’, para no manosear mucho ‘hermoso’ (y su femenino y sus plurales), que queda bien si lo usas solo un par de veces en un texto de estas dimensiones, ojalá en esquinas más o menos opuestas del ring.
9 ‘un poco.’
10 Sé que esta es la manera académicamente correcta de poner el signo de interrogación de entrada, pero la encuentro medio talibanesca, y desconcertante desde el punto de vista sonoro, porque en rigor la pregunta empieza antes, en ‘pero’: ‘¿Pero la reseña está bien?’.
11 Todo bien, salvo ‘gotita’. ‘Gota’, si quieres, pero no ‘gotita’, no.
12 Mejor ‘pensando en el futuro con cierto impreciso temor’.
13 Más bien ‘volver a iniciar’, pues entiendo que técnicamente ‘reiniciar’ es algo que se hace cuando el sistema falla. Acá lo que pasa es que el personaje enciende de nuevo el aparato. Pero tú sabes más que yo de computadores.
Quién es Alejandro Zambra
♦ Nació en Santiago de Chile en 1975.
♦ Es escritor, poeta y crítico literario.
♦ Escribió libros como Poeta chileno, Facsímil, Bonsái y Literatura infantil.
♦ Recibió galardones como el Premio de la Crítica a la mejor novela 2007 y 2020, el Premio Altazor 2012, el Premio Mejores Obras Literarias Publicadas 2021 y el Premio Academia 2021, entre otros.
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