El cuerpo como un mapa y un territorio, como un espacio de batallas y de narraciones. Pablo Maurette, autor de Por qué nos creemos los cuentos —uno de los libros de crítica más bellos de los últimos tiempos— acaba de publicar un libro inclasificable que juega con el equívoco del título, pero también con la idea de que la literatura es una cartografía vibrante.
El Atlas ilustrado del cuerpo humano, así se llama el libro, contiene veintidós ensayos sobre el cuerpo —las manos, el músculo cremáster, el piezo— pero también las enfermedades y los fluidos: un itinerario fragmentado que como resultado da una suma que es más que sus partes. Maurette, un autor erudito que pasa su tiempo dando clases entre Estados Unidos e Italia, muestra aquí tal vez su cara más personal.
Si el Atlas —que es “ilustrado” porque cuenta con los dibujos de Julio César Pérez— parte de una idea condenada al fracaso, como es la de contar el cuerpo con un corpus de lecturas, el resultado es, como diría Beckett, una bellísima oportunidad de fracasar de nuevo, fracasar mejor.
—Quisiera empezar no con una pregunta, sino con una apreciación: veo muy vinculado el Atlas ilustrado del cuerpo humano a tu ensayo anterior, Por qué nos creemos en los cuentos. En un punto —y esta es la razón— el cuerpo no deja de hacer un relato. No sé si estás de acuerdo.
—No lo había pensado, pero tiene sentido. De hecho, que los ensayos sean veintidós es un número totalmente al azar. La estructura del libro da la idea de que podrían ser 222 o 22.000. Va hacia la idea de que es un recorte totalmente arbitrario y, por lo tanto, es una narración: es un relato del cuerpo. Además, uso mucho la primera persona porque un libro sobre el cuerpo depende de una narración encarnada. Tanto Por qué nos creemos los cuentos como el Atlas ilustrado del cuerpo humano están enquistados en la idea de la palabra como una realidad que se encarna y que adquiere valor de realidad. Aunque no sea tangible como lo es una mesa, es tangible de otra manera. La palabra provoca emociones y las emociones son tangibles, se sienten en el cuerpo.
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—No es la primera vez que hablás del cuerpo, tampoco. Pero cuando lo hiciste, fue desde el tacto, que es un sentido inesperado o subalterno respecto del oído o de la vista.
—Se lo ha considerado subalterno durante más de dos mil años por las tradiciones, no sólo filosóficas, sino también médicas predominantes en Occidente. Pero siempre está ahí y siempre se interfiere. El tacto es mucho más que un tacto epidérmico con el mundo. Es la sensación del cuerpo en su interior, son todas las sensaciones excretoras. Esa sensación que no es ni epidérmica ni interoceptiva, es tantas cosas a la vez: el equilibrio, el reposo, la velocidad. Es un sentido que da para mucho.
—Son veintidós ensayos pero no veintidós elementos: la mano aparece dos o tres veces, también la piel. ¿Cómo armaste esa selección? ¿Cómo hacés para contar algo y después volver sobre eso?
—Al comienzo de la pandemia, Guillermo Piro me propuso hacer una serie de ensayos sobre el cuerpo humano para Perfil. A él se le ocurrió el título. Los ensayos fueron pensados sin ningún tipo de sistematicidad. Que haya tres ensayos sobre la mano y tres sobre la piel tiene que ver con eso. De pronto se me ocurrieron tres ideas distintas para la mano y la piel y dije: ¿Por qué no? Y, por otro lado, tuve un editor en España, Santiago Gerchunoff, que fue muy entusiasta. Cuando le entregué el manuscrito, le pareció bien que se repitiera la mano, la piel, que hubiese enfermedades, que hubiese funciones del cuerpo, que no tuviese sistematicidad.
—Otra particularidad del libro es cómo combina la erudición —una característica tuya— con películas pochocleras o los cantitos pícaros de la escuela. ¿Cómo convive todo eso en el texto?
—Creo que es por eso que me gusta pensar el libro como una ficción. Es como si fuera una especie de libro de cuentos, más que un ensayo. Primero, tiene mucha ficción. Y segundo, porque, en realidad, lo que domina el libro es el gusto. Si estudio la pantorrilla, no voy a incluir todo lo que estudié, sino lo que me interesó usar para el ensayo. Lo que guía la literatura es el sentido estético, más que el conocimiento. Tanto la erudición como el habla popular o las alusiones a lo cotidiano son elementos narrativos que habito. Siempre pienso que escribo cosas que yo leería, que me divertiría leer.
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—Pero en Por qué nos creemos los cuentos los textos con los que trabajás son más bien canónicos. Acá aparece el cotidiano. Por ahí es una idea algo ingenua, pero la materialidad del día a día, no suele ser habitual en los ensayos de la crítica.
—Ese es el costado ficcional del libro. Es, no sé si literatura del yo, pero sí una especie de ensayo autoficcionado. Porque, como te decía antes, al ser un libro sobre el cuerpo humano, en un momento me di cuenta de que sí o sí tenía que estar enraizado en la experiencia personal. Los ensayos en Perfil prácticamente no tenían referencias personales; lo autobiográfico fue viniendo después y era lo que más me gustaba de los ensayos. Llegó un punto en que todo el ensayo era una excusa para llegar a ese pasaje autobiográfico. En general, tengo con la escritura una especie de punto alrededor del cual orbita todo lo demás, que se vuelve una especie de excusa para hablar de eso. En ese sentido es que lo pienso como un libro de ficción.
—¿Qué mano te lastimaste con la estatua?
—La derecha.
—Ah, tenés un tajazo.
—Es un accidente del que no tengo memoria, porque era muy chico. Soy bastante torpe con las manos; nunca fui bueno en los deportes. Durante años, siempre que se tenía que pasar por una puerta, pasaba del lado izquierdo. De eso —que no recuerdo, lo decía mi padre— me curé haciendo artes marciales. Aquel accidente quedó el recuerdo: es lingüístico.
—Ese artículo de la mano me hizo recordar que alguna vez un escritor me dijo que escribir es un oficio con las manos.
—Yo lo vivo como algo físico, a pesar de que no involucre más que el movimiento de las manos en el teclado. Yo no escribo a mano, perdí la costumbre. Pero cuando escribo, lo siento material. Lo siento como algo que existe de verdad, que va saliendo y que uno lo va modelando en el sentido más escultórico. Vas sacando, limando, corrigiendo. Es difícil de explicar, pero tiene algo muy artesanal.
—¿Qué implica la enunciación del cuerpo?
—Las imposiciones sociales y culturales sobre el cuerpo existen en todas las culturas, pero uno mismo tiene sus propias imposiciones. Hay partes del cuerpo que le gustan menos que otras, y por ahí puede mostrarlas menos, puede vestirse diferente o peinarse de tal manera. Es la curaduría del cuerpo en sí mismo. Una especie de narración y de relato que uno va armando. Ni hablar de las fotos. Mi sobrina, que tiene seis años, ya sabe de qué lado ponerse. El cuerpo se edita como si fuera un texto.
—¿Cómo entran los dibujos de Pérez en el libro? Hay algunos son muy hermosos.
—El artista es Julio César Pérez, un dibujante catalán, autor de cómics. Él hizo la cubierta de Porque nos creemos los cuentos. Y, cuando estábamos pensando el libro, a Santiago Gerchunoff se le ocurrió que tenía que ser ilustrado. Es una idea del editor. Entonces, yo le iba mandando los ensayos a Julio César y él los dibujaba. Y cuando los vi, me pareció que, más que ilustraciones, eran casi comentarios a los textos. El texto y el comentario están en la misma página. Y el comentario en otro registro totalmente, en otro idioma. Los dibujos me ayudaron a entender o a ver cosas de los textos que yo no había visto. Se formó una convergencia muy linda de texto y palabra.
Quién es Pablo Maurette
♦ Nació en Buenos Aires en 1979.
♦ Es Licenciado en Filosofía por la Universidad de Buenos Aires y continuó sus estudios en la Universidad de Londres y en la Universidad de Carolina del Norte.
♦ Es autor de El sentido olvidado. Ensayos sobre el tacto, La carne viva, La migración, Por qué nos creemos los cuentos.
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