Federico Canaccini se adentra de manera magistral en uno de los aspectos más interesantes de la Edad Media. Presenta un retrato nítido de esta época, alejándose de los tópicos comunes y abrazando la diversidad de culturas, tierras y conflictos que definieron este periodo de la historia.
Titulada La Edad Media en 21 batallas, la obra aborda una de las cuestiones más interesantes de este periodo: ¿por qué la historia militar sigue siendo tan atrayente para el público? A medida que el autor explora esta cuestión, revela que la naturaleza épica y a menudo simplificada de los conflictos armados puede capturar la imaginación de las personas. La guerra, la lucha del bien contra el mal y sus momentos de heroísmo y sacrificio, se convierte en un reflejo primitivo y visceral de la condición humana.
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Canaccini no se contenta con ofrecer una lista de conflictos, explora los matices y las conexiones entre las batallas y la sociedad que las rodea. Cada batalla se convierte en un vehículo para examinar los aspectos políticos, sociales, económicos y religiosos que dieron forma a la Edad Media en diferentes regiones del mundo.
Además, el libro desafía la perspectiva eurocentrista que ha dominado durante mucho tiempo la historiografía medieval. A través de una selección de enfrentamientos, que abarcan desde los Campos Cataláunicos hasta la toma de Tenochtitlán, Canaccini rompe con la limitación geográfica y presenta una historia verdaderamente universal. Al hacerlo, ofrece una visión más amplia y completa de la Edad Media, que va más allá de la imagen estereotipada de castillos, papas y emperadores en Europa.
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Comenzando con una introducción para contextualizar, cada capítulo presenta un análisis histórico, una descripción del desarrollo de la batalla y sus consecuencias. Esta estructura, accesible y bien organizada, permite que tanto los lectores no especializados como los aficionados a la historia militar se sumerjan en los detalles y las implicaciones más amplias de cada enfrentamiento.
Se trata de una obra que se encuentra entre la alta divulgación y el rigor académico. A través de ella, los lectores se embarcarán en un viaje de mil años de historia y obtendrán una visión fresca y matizada de un período que ha sido injustamente reducido a clichés.
La Edad Media en 21 batallas realiza una contribución valiosa a la historiografía militar y a la comprensión de la Edad Media en su totalidad. Aunque el autor no elude las limitaciones de su selección de batallas y comprende que no todos estarán de acuerdo con su elección, su enfoque panorámico permite al lector adentrarse en la complejidad de una época fascinante y a menudo malentendida.
“La Edad Media en 21 batallas”, fragmento
Preguntarse cuándo termina una época y cuándo empieza otra es una de las grandes pasiones de los historiadores, atentos a lo que en lenguaje técnico se llama la «periodización». ¿Cuándo comenzará la nueva época después de la que acabamos de vivir? ¿Quién pondrá una cesura? ¿Y qué hecho histórico será tan determinante como para imponer un corte neto? En lo que a nuestros tiempos se refiere, el 11 de septiembre de 2001 podría ser una fecha significativa, pero parece que el conflicto entre Occidente y el islam ha encontrado (al menos por ahora) una resolución, o una aparente calma de dos décadas, como para no justificar una cesura política tan drástica.
En los últimos años, sin embargo, ha aparecido una pandemia mundial cuyas consecuencias a largo plazo podrían llegar a provocar un cambio de mentalidad, una revolución en el campo del trabajo (ya en gran parte en marcha), tal vez una crisis demográfica, acaso una crisis económica. Tal vez el bienio a caballo entre 2020 será la cesura entre un mundo «viejo» y uno «nuevo» y quién sabe si el fatídico 2020 llegará a ser una división entre una Alta y una Baja Edad Contemporánea: a los historiadores no les faltará trabajo.
Henri Pirenne, historiador belga que vivió a caballo entre los siglos XIX y XX, formuló una tesis, recibida con cierto recelo por los historiadores de su época, en la que posponía notablemente el fin del mundo antiguo: Pirenne afirmaba, en efecto, que los germanos, en el fondo, no habían provocado realmente el final del Imperio romano, sino más bien una especie de metamorfosis, pues se siguió manteniendo el mismo estilo de vida y los mismos tráficos comerciales que se basaban en el antiguo Mare Nostrum, explotando las mismas rutas que durante siglos habían sido surcadas por los barcos de carga romanos.
El verdadero punto de inflexión, para el historiador belga, se produjo en cambio en el siglo vii, cuando, según defendía, la expansión islámica, desde Siria hasta los Pirineos, convirtió el Mediterráneo en un mar ajeno para el Occidente medieval: ello fue lo que llevó a Europa a un período de estancamiento económico, excluyéndola del comercio a larga distancia y transformando su economía en predominantemente agraria y de subsistencia. A fin de cuentas, escribió Pirenne, «sin el islam, el imperio de los francos tal vez nunca hubiera existido y, sin Mahoma, Carlomagno sería inconcebible». La tesis de Pirenne, un hito de la historiografía medieval, ha sido ampliamente discutida y refutada desde diferentes puntos de vista, pero también es verdad que hay mucho de cierto en la visión del historiador belga.
En la Historia Langobardorum de Paulo Diácono, a propósito de la terrible peste del siglo VI que mató incluso al emperador Justiniano en 565, leemos que fue «en la época del gobierno de Narsés cuando se desató una terrible pestilencia, particularmente intensa en la provincia de Liguria. […] Al cabo de un año de semejante fenómeno, las personas empezaron a padecer de glándulas del tamaño de una nuez o de un dátil, que se formaban en la ingle u otras partes más delicadas del cuerpo, y que iban seguidas por un ardor insoportable y una fiebre que conducía a la muerte en tres días». El panorama de Italia era sombrío: «En las casas, carentes de habitantes, solo quedaban los perros y el rebaño, que se había quedado solo en los pastos, sin que lo custodiara pastor alguno. En pueblos y caseríos, antes repletos de hombres, al día siguiente, después de que la gente hubiera huido, solo reinaba un profundo silencio». Lo que nos llama la atención es que el autor señala que «estas desventuras afectaron solo a los romanos y solo a Italia hasta la frontera de los alamanes y los bávaros». Así pues, ¿existe una frontera natural que parece evitar que la enfermedad se propague al resto de Europa? Tal vez no se trate solo de fronteras naturales —los Alpes, en este caso—, sino más bien de la disminución del tráfico comercial recientemente reactivado de forma constante dentro de la cuenca mediterránea: la enfermedad, como ocurrirá en 1348, navegaba velozmente a bordo de buques mercantes. Si esto fue realmente así, en regiones como Arabia y la Galia continental, la Galia Bélgica —excluidas de los grandes intercambios marítimos de la era de Justiniano— apenas habría tenido incidencia la terrible bacteria, si es que no quedaron totalmente a salvo: los Alpes y el gran desierto de Arabia habrían funcionado así como una especie de escudo antipandémico.
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