Katya Adaui nació en Lima, Perú, en 1977. Es autora de los libros de cuentos Geografía de la oscuridad, Aquí hay icebergs y Algo se nos ha escapado y de la novela Nunca sabré lo que entiendo.
Recientemente Random House publicó la nueva novela de Katya, Quiénes somos ahora, en la que la escritora radicada en Buenos Aires reconstruye a la distancia un mapa familiar, el propio, años después de las muertes de sus padres y a partir de otra muerte y de otro duelo: los de una perra querida, luego de diciséis años de amorosa convivencia.
Con una lengua lírica que se atreve a faltarle el respeto a la sintaxis, Katya Adaui habla desde el presente asentado y maduro y regresa a su infancia y adolescencia, azotadas por el terror afuera (con organizaciones como Sendero Luminoso o el MRTA) y adentro de su casa, con postales en las que revive la pareja de sus padres y su vínculo, atravesado por la pasión, el humor y la locura.
Lo que sigue es la reproducción de una charla que mantuvimos días atrás en un estudio de Radio Nacional.
— Tus padres fueron una pareja que, según el tiempo vivían juntos, se separaban, se enojaban, vacacionaban juntos; una pareja que sabía reírse y que debe haber sido muy apasionada, imagino.
— Eso decían, sí. Una pareja unida por los vicios decía yo, también, ¿no?
— Claro. El cigarrillo aparece permanentemente, incluso su efecto se ve en la tapa de la novela, con esa mano que sale por la ventanilla del Escarabajo portando un cigarrillo y las volutas del humo...
— El cigarro, el humo. Sí, eso era lo que más recuerdo. Ellos se levantaban y antes de apagar el despertador, prendían un pucho.
— Hay una escena en la que siendo chiquita te metés en la cama de ellos y contás que, recién despiertos, se pasaban el cigarrillo por tu espalda (risas).
— Sí. Y cuando yo veía el humo flotar sobre sus cabezas sabía que era momento de levantarse. Pero sí, gente muy trabajadora. Una clase media muy, muy golpeada, hostilizada, pero sin embargo ambos fueron sindicalistas. Mi mamá era una gran taquígrafa, secretaria del Banco Minero, que ya no existe más, y mi papá, profesor de inglés durante treinta años en la Escuela Naval y en el ICNA, un instituto importante, allá en Perú. Entonces siempre había eso, papás muy laburantes y unidos por el lenguaje, porque ella creaba signos y mi viejo creaba exámenes de inglés, otro idioma, entonces siempre vi lenguaje en mi casa, aunque no literatura.
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— Tu libro lo que hace es, por un lado, contar esto y por otro lado, mostrar la parte más oscura de esas personas que fueron tus padres. Porque da la impresión de que fueron esa clase de gente que uno de pronto conoce y son sumamente atractivos pero que uno cuando los tiene como padres, los padece y mucho, ¿no?
— Sí, sí. Pero igual creo que hasta la gente que más los quería los padecía también y se preguntaban por mi hermana y por mí. Pero debo decir que, pese a cualquier locura y oscuridad, fuimos muy deseadas y ellos eran seres, a su manera, muy deseantes. En el libro hablo un poco de cómo, en ese sentido, había una unidad tremenda en mi casa, en el sentido del chauvinismo por la comida. Siempre unidos por la comida, el llevarse algo a la boca. Recuerdo a mi viejo a las cuatro de la mañana comiendo sandía. O sea, despertarse por antojos, parecían perpetuamente embarazados, solo querían comer. Y eran flacos, ¿no? Porque trabajaban mucho y fumaban mucho, con lo cual nunca iban a ser gordos. Pero había algo del displacer, y la entereza y la rabia que es muy peruano pese a que ellos de nacimiento o de familia no lo eran, pero había algo ahí de la cosa tanática del Perú, que yo reconocí en ellos.
— De la cosa tanática y también de una clase media del Perú de la que no sabemos tanto porque, en general, tendemos a leer mucho sobre las clases más sumergidas o las clases muy altas.
— Correcto.
— Y en tu libro lo que se ve es, por ejemplo, una familia a la que de pronto le venían a quitar un electrodoméstico porque no se habían pagado las cuotas.
— Así era, sí. Y a mí me daba siempre miedo eso de que vinieran a embargarnos algo. Vivíamos con ese miedo porque, además, cuando yo era chica vinieron a llevarse la aspiradora de mi abuela y le dijeron ¿y sus letras dónde están? Y yo decía: ¿¿¿qué letras se están llevando de mi abuela??? Yo creo que todo eso me hizo nacer a la escritura porque todo tenía que ver con lenguaje y con la forma ingeniosa de defenderte de la situación doméstica, incluso. Todo era lenguaje. Era como te defendías cuando no había dinero: postergando.
— Tu mamá tenías unas frases increíbles, era realmente una gran seductora y tenía esa manera de no achicarse nunca, ¿no? Hay una escena de cuando la están por revisar porque se estaba llevando algo “sin pagar”... Tenía una manera de responderle al otro, ahí no le faltaba la palabra.
— No, y para mí tenía que ver con una belleza muy sublime, de actriz italiana, en un país en el que eso nada que ver. Y una labia muy rutilante y muy, como el cigarrillo, como muy espiralada. Entonces, mi mamá siempre se salía con la suya con unas mentiras tremendas. Y yo creo que quien escuchaba sabía, además, que estaba mintiendo pero no podía dejar aceptarlo. Los seducía. Mi mamá era una seductora. Era algo que yo no tengo pero ella lo tenía y lo usaba siempre a su favor. De las peores situaciones salió hablando.
— Ser hija de una madre tan seductora debe ser duro. Ustedes eran dos hermanas mujeres: se debe padecer mucho.
— Yo creo que es durísimo cuando la belleza es ambigua y confunde, ¿no? Porque ella tenía esa belleza que, ahí donde entraba, la gente se volteaba a verla. Ese tipo de belleza por la que le daban el lugar a ella primero. La hacían pasar en la cola y no estaba embarazada ni incapacitada. O sea, ¿por qué pasa ella primero? No mamá, yo me quedo acá atrás, decía. Y no la acompañaba el lenguaje dentro de la casa. Entonces cómo puede ser cruel alguien que es tan hermoso.
— Claro.
— Creaba esa confusión. Confusión que disfrutaba. Entonces, para mí la forma de mediar y de convivir con eso era crear un lenguaje propio que me defendiera de su belleza y de su locura, al mismo tiempo.
— ¿Cuándo te sentiste escritora, Katya?
— Yo creo que cuando dije que iba a escribir, no cuando lo hice efectivamente. Yo a los 9 años, a esa misma señora en su cara pelada le dije: “Cuando ya no pueda correr, cuando deje de ser atleta, yo voy a escribir”. Porque yo era una lectora. Era la forma que tenía de irme de casa. Me iba de dos maneras, corriendo y después, por las tardes, me iba leyendo.
— Tenías la bicicleta también.
— Y tenía la bicicleta. Pero la bicicleta mi mamá me la quitó y se la regaló a mi hermana, que no la usó. La bicicleta fue después un regalo por haber entrado a la escuela de periodismo, pero ya a los 18. Entonces, a los 18 recién recuperé un pedaleo que me quitaron antes. Y nunca más la dejé. No tuve auto. Todo en bicicleta. Una Lima ciclista.
— Decías era que tenías dos maneras de irte, corriendo o leyendo.
— Sí, eran las dos maneras que yo tenía. Y a los 16 empecé a escribir a escondidas de ellos. Me acuerdo mucho de mi primera historia, que se llamó “La última palabra” y era un tipo que se suicidaba en el malecón de Lima. Y después aprendí que eso hacían los suicidas, que se quedaban con la última palabra y te quitaban la tuya, ¿no? Entonces, yo siempre entendí mi propia vida a través de la escritura. Y, por supuesto, después eso se abrió más generosamente y pude aprender más de la vida del resto.
— Estás hablando del suicida que se queda con la última palabra y en tus padres había una cosa muy autodestructiva, ¿no?
— Total.
— Entonces, uno podría, de algún modo, sobre todo en el caso de tu mamá, ya que estamos hablando de que era la dueña de las palabras, que también había algo en ella por lo que pretendía quedarse con esa última palabra.
— Pretendían quedarse, ella sobre todo, pero había algo al mismo tiempo que era muy vital, creo yo, que tenía que ver con poder ir a la playa en el auto familiar. A la playa pública. O comer. O ir al trabajo. O sea, no dejar de llevarnos los dos al colegio. Yo nunca conocí la movilidad al colegio; siempre ellos nos llevaron, se turnaban, a las clases. Al deporte. Y eso en el Escarabajo Volkswagen que está en la portada de la novela. Porque los dos tenían el mismo auto. Entonces, era el auto terrible con el que nos llevaban fumando dentro a todas partes.
— Sí, el Escarabajo con humo.
— El Escarabajo con humo. Pero, al mismo tiempo, yo que iba en el espacio de atrás en esa guantera, porque no entrábamos, yo pensaba: todo lo que amo está en este auto. La ciudad, los árboles, el mar, mis padres, mis perros. Todo lo que amo está aquí. Incluso el humo está aquí. Y mientras haya esta neblina exterior y este interior yo tengo esta familia y a esto pertenezco, ¿no? Entonces, era algo que me generaba mucho amor y mucho rechazo.
— ¿No fumaste nunca?
— No, nunca. Hasta hoy no fumo. Ninguno de mis hermanos fuma. Porque, a ver, entre mis dos viejos eran seis cajetillas al día. Era el infierno mismo. Y yo fui chica en una época en que se fumaba en el trabajo de mis padres, se fumaba en el avión, se fumaba esperando al doctor. Yo crecí en una Lima de humaredas. Interiores y exteriores.
— De pronto te escucho decir algunas cosas sobre ellos que no están dichas de esta manera en esta recuperación que hacés en Quiénes somos ahora y me pregunto cuánto de lo bueno recuperaste a partir de su muerte. Murieron con poco tiempo de diferencia, los dos enfermos de cáncer. Esas muertes te habrán permitido liberarte, por un lado, escribir, pero al mismo tiempo te deben haber hecho pensar. Esto que decís, por ejemplo: “Nunca dejaron de llevarnos a la escuela”. O sea, había un montón de cosas en donde sí fueron buenos padres.
— No, absolutamente. Es que es algo así como a la muerte de ellos yo entendí la profunda contradicción. Ves esa gente que no debió tener hijos pero hace todo por tenerlos, trata de darles todo, se equivocan pero trata, trata, trata. O sea, estaban hechos de tal violencia que ahora nadie les daría un hijo. De hecho, se los quitarían. Pero, al mismo tiempo, mi hermana y yo estamos muy en la vida. O sea, algo tuvimos del deseo materno y paterno que nos instaló en la vida y nos hizo ir hasta el final. No contemplar la muerte por la propia mano, quiero decir.
— Sí, comprendo.
— O sea, fuimos rescatadas. Nos autorrescatamos de ese horror por los oficios que tenemos: mi hermana, bióloga, yo, escritora. O sea, creo que estamos del lado de la vida tratando de entender algo, no sé qué, pero tratando. Yo creo que también hay un lugar para mí que, a través de la escritura, fue: “cómo dejo de ser hija de estos padres”. Cómo dejo de ser víctima o de revictimizarme. Cómo salgo de este duelo con absoluta dignidad y entereza, ¿no? Y, para mí, fue atravesándolos con todo el corazón. O sea, atravesar los duelos. Poner el pecho a ese dolor y ahora, que por fin tengo la vida que siempre quise tener, que es estar en un lugar de amor, estar rodeada de amor y de gente buena y sensible, digo: “bueno, quizás tuve que pasar todo esto para esta que soy”.
— Estás de esa manera pero en otra ciudad. ¿Estás bien? ¿Extrañas mucho, te gustaría estar un poco acá, un poco allá o ya estás muy adaptada a Buenos Aires?
— Es que, para empezar, mi migración fue amorosa. No es un exilio. No ha sido una migración violenta. No ha sido venir sin techo. Eso cambia la migración. Yo he llegado a un lugar donde todo me ha sido dado con amor y he podido devolver ese amor que me ha sido dado. Entonces, extraño el Pacífico, sí, extraño el mar. La comida no porque yo cocino muy bien, hay que decir, pero extraño el olor a mar. La sal que entraba por la nariz. El olor a anchoveta podrida, incluso, que entraba por la nariz y que te despertabas apestado. Pero eso era Lima para mí. Pero ahora, te soy sincera, con las violencias gubernamentales que se están viviendo allá prefiero estar acá que la gente sale, marcha, se indigna, que estar allá con miedo a que en una protesta me caiga un balazo. Igual, acá marcho y todo, pero allá está muy violento. Está muy violento.
— ¿Te sentís una escritora peruana que vive en Buenos Aires o te sentís una escritora latinoamericana que puede vivir acá, allá, donde sea?
— Mira, yo la verdad siento que podría vivir en cualquier parte pero hay algo, me encanta habitar el mismo idioma. Me es muy importante. Me encanta estar donde esté el amor. Pero también me encanta vivir en una ciudad que se indigna. Que sale, que marcha, que el tema de la memoria, que el piso de mi calle dice “Aquí murió Polo Campos asesinado, desaparecido”. O sea, me gusta vivir en una ciudad con mucha memoria y donde es posible aún el diálogo. A veces ustedes no se dan cuenta de que aún es posible porque todo el día discutimos, que la grieta, en fin… Pero aún es posible pensarlo. Entonces a mí me gusta vivir acá. Me pienso latinoamericana. Me siento latinoamericana. Y hay una parte de mí que también ya se empieza a sentir de acá, aunque no se me pegó ni una palabra y defiendo mi tonadita limeña. Pero sí, me gusta vivir acá.
— Tu novela es autobiográfica e híbrida. Y cuando digo híbrida, no lo digo solo porque haya ficción y no ficción sino también por la forma del lenguaje, que no solo tiene un rasgo de lirismo sin porque además hay poemas. Me gusta mucho éste:
“Dijiste:
Si comes pimienta se instalará granulada en tus pulmones,
el molinillo giraba, yo le temía,
una guillotina llovía tripas sobre el plato,
dijiste:
Si duermes bocabajo
no te crecerán los pechos
–y no crecieron, son hermosos–,
dijiste:
Mejor no tener hijos, el mundo es un lugar muy cruel, cuesta estar vivo, esta generación híperconectada, deprimida, empastillada, triste,
los hijos nunca son como los esperas,
siempre hay uno al que se quiere más,
no les digas a tus hermanos,
y a ellos les dijiste lo mismo.
Dijiste:
¿Quién sabe cómo vas a terminar?
No he terminado, madre,
cállate,
estoy viva,
eso es bastante.”
— Sí, me lo sé de memoria, me doy cuenta cuando lo lees. Me doy cuenta de que cuando escribo y retomo un enojo, le hablo a mi madre en segunda persona. Cállate le digo. Y en los cuentos también me pasa. Cuando recupero la rabia, la callo. Me encanta (risas).
— Qué interesante lo que decías en relación a cómo el deseo puede salvarlo a uno, hablo de cómo puede salvarte saber que pese a toda esa locura, a todo eso que hicieron mal, lo que había ahí era ganas de tenerlo a uno, ¿no? Porque finalmente es el deseo lo que nos motiva.
— Mira, ser deseados es lo que nos instala en el mundo. Para el psicoanálisis, vamos a nacer expulsados a la vida y ser vistos por una madre o que alguien haya tenido para nosotros un amor materno va a decidir si seguimos siendo expulsados hacia arriba o hacia abajo. Entonces, yo siento que fui expulsada hacia arriba. Sería algo así.
— Y ese padre. Ese padre que arreglaba todo pero más o menos (risas). Buscando materiales sobre vos y sobre tu obra descubrí en internet un relato tuyo muy lindo en relación a los parecidos, en donde se ve una foto en la que está en el medio muy chiquita, se ve la belleza de tu madre y está tu padre, muy guapo.
— Hay que decirlo.
— Sí (risas). Eso es muy lindo. ¿Eso fue escrito también cuando ellos ya habían muerto?
— Creo que vivían. Sí, me parece que vivían. Me pidieron colaborar con un diario y escribí un texto. Porque había descubierto recientemente una foto de mi padre con lentes de sol en la carretera y una sonrisa preciosa. Claro, a mí me tuvieron viejos. Mi viejo tenía 45 y mi madre 38. Y fumaban mucho, con lo cual tenían la edad del cigarro y no la edad real. Entonces, cuando vi la sonrisa de mi padre, me dolió mucho para empezar porque también me pasó con una foto de mi madre a los 18, montando una Vespa. Dije: “Ah, sonreían así. Fueron jóvenes y sonreían así. ¿No habrá sido que al tener hijos dejaron de sonreír así? ¿No fue la vida la que los hizo perder esta sonrisa? ¿Para quiénes sonreían? ¿Qué estaban mirando?”
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— Decís eso tan hermoso, algo que tengo siempre presente. En una entrevista telefónica con Julian Barnes, en el año 1994, le pregunté por esta especie de fascinación o de obsesión que algunos tenemos con el período de esplendor de nuestros padres, con la música de ese tiempo o la moda.
— Sí.
— Y entonces él me respondió algo así como nos quedamos fijados es la época en la que ellos eran jóvenes, vigorosos y se amaban.
— Eso es. Jóvenes, vigorosos y se amaban.
— Es fuerte.
— Sí. Pero está muy bien también tener eso, sabes. Ver que fueron posibles así. Que hubo un mundo en el que ellos cohabitaron armónicamente por un tiempo.
— Y disfrutaron.
— Y disfrutaron. Y la foto en la que no miran a la cámara registra ese instante de sosiego y de displicencia y de, no sé, “estoy perdido en la carretera pero qué importa, vamos para allá”. Tus padres viajeros, tus padres hippies, tus padres en moto, ¿no? Que después te censuraron. Esa etapa de los padres es muy linda de ver. Pero tampoco hay que idealizarla, porque la verdad es que también siempre fueron lo que la foto mostró. Quiero decir, la foto aguanta todo pero, puertas para adentro, sabemos también ese otro lado. Ese lado oscuro de los padres. Pero bueno, como seres en construcción llenos de contradicciones, cómo eximirlos. También, atravesaron tanto dolor. Fue tan duro ser ellos antes, ¿no? En esas épocas de migraciones, guerras, violencias.
— Sus familias, además.
— Familias violentas. Antes era “La letra con sangre entra”, se decía, por lo menos en Perú.
— Y en tu infancia y adolescencia, una Lima también durísima, ¿no?
— Durísima. Durísima. Claro, porque allá la nomenclatura son los años de terrorismo durante el conflicto armado interno (N. de la R.: Adaui se refiere a la etapa que va de 1980 al año 2000). Entonces, yo crecí en una época de mucha inflación pero, al mismo tiempo, mis padres no dejaban de llevarme a los cumpleaños, que eran con toque de queda, que era de cinco a once de la noche. Y luego, si en algún momento pasaba algo, teníamos que volver con bandera blanca por la ventana.
— Qué increíble.
— Pero empiezan después los coches-bomba. Cuando el terrorismo llega a Lima empiezan los coches-bomba. Por algún motivo, mi mamá me llevaba a esos sitios para que yo viera. Entonces íbamos a los dos, tres días a ver el hueco que había dejado la bomba. Y recuerdo que me llevó a Tarata y a Canal 2, que fueron bombas tremendas por las que mucha gente perdió la vida. Y digo: ¿De dónde le habrá quedado esto de llevarme a que yo atestigüe? ¿De la guerra? Y quizás ahí yo me hice periodista, viendo poder decir “mira, esto pasó, esto fue así. Dejó este hueco, dejó este daño”. Pero como toda ciudad, se reconstruye sobre estas cenizas sin que hayamos terminado de pensar lo que ocurrió. Y te lo digo porque Perú fue el país con más muertos por millón de habitantes en la pandemia, 222.000, 224.000. ¿Dónde están?
— Un país en donde se supone que la economía sigue funcionando, mientras la política no funciona hace mucho tiempo. En términos económicos, aparentemente los números dicen que funciona, pero no así la salud pública.
— Correcto. Ni la educación pública. Entonces, es un país así, contradictorio y arduo, donde el que tiene, tiene más y el que no tiene, tiene menos. Y donde ahora, bueno, estamos siendo testigos de que la presidenta del comando conjunto autorizó que se dispare contra los manifestantes balas usadas en material bélico. Entonces, ahora hay muchas marchas. Yo acá estoy marchando siempre pero claro, somos pocos, pero para que quede constancia que no se la quiere y no se la quiere por sus políticas contra su propia gente.
— Me contabas antes de empezar esta charla que en el Perú te preguntan mucho o hacen muchos comentarios por la cuestión de la hibridez de tu literatura. Se sorprenden de que no haya capítulos, y de que no haya una historia más tradicionalmente literaria. ¿En ese sentido sería eso?
— Sí, sería en ese sentido de ¿y la trama? ¿Y la trama? ¿Y los capítulos? Esta chica aún no entiende bien lo que es una novela. Notable cuentista pero aún no entiende cómo se hace una novela. Pero qué puedo hacer, yo vivo acá y acá ya no se entiende cómo se hace una novela porque acá ya no importa. Acá, en Argentina, más hibrido, mejor. Más poroso, más rico. Pero yo no soy quien pueda explicarlo tampoco. Yo no puedo ni defender ni explicar lo que hago porque me sale así. Mira, todo escritor, toda escritora, es su tiempo verbal dice Natalia Ginzburg -y yo coincido- y se repite en su tiempo verbal y es su técnica. Y yo sé bien que la mía es la enumeración, la elipsis, el collage, el fragmento. Y sé eso y cada vez trato de ser menos elíptica, que en la vida no lo soy para nada, pero cuando escribo estoy permeada por el silencio, no sé por qué. Es el único lugar donde me callo la boca.
— ¿Y por qué será? ¿Tal vez porque la palabra la tenía tu mamá?
— Sí. Acá estás haciendo ejercicio ilegal del psicoanálisis, pero está buenísimo (risas). Está buenísimo porque has leído a fondo y entendido. Pero yo creo que es porque lo que he leído me ha hecho mucho bien, que ha sido, bueno, María Negroni, Vivian Gornick.
— Claro, estamos hablando de El corazón del daño, Apegos feroces. Literatura de madres e hijas.
— Claro. Natalia Ginzburg con Léxico familiar. Jamaica Kincaid con Autobiografía de mi madre. Erri De Luca con sus poemas a la madre y con Aquí no, ahora no. Y Watanabe. A mí el que me enseñó el silencio fue José Watanabe en su poesía. Es raro aprender a querer a los animales leyendo, pero él me lo enseñó.
— Justamente retrato de los duelos por tus padres y los retratos de esos personajes surgen a partir de otra muerte, que es la muerte de tu perra. Una perra que estuvo con vos 16 años. Te envidio profundamente porque el mío se fue con 11 y me hubiera encantado tenerlo más. ¿Cómo fue eso? Hay una frase que te dice la veterinaria, que es la que te impulsa finalmente a escribir Quiénes somos ahora, ¿no?
— Así, tal cual. Es una veterinaria, Alicia Paporello, de la veterinaria Caviglia, muy famosa y muy buena veterinaria en San Telmo. Cuando yo me mudo y voy con mi perrita, ella ya la había salvado de una herida, de una operación mal hecha. Alicia le había puesto azúcar en la panza y me enseñó que, contrario a lo que creemos. con el azúcar se cierra la herida de adentro para afuera y no con sal. Muy dulce que el azúcar cierre porque la sal necrosa y quema. Bueno, cuando tiene que sacrificar a mi perrita, me dice: “Un ratito, un ratito, espera, espera”. La embolsa y me dice: “La voy a poner en la posición en que nació”. Y la pega contra su pecho y la amolda y me da un paquetito calentito, un paquetito del tamaño tal cual yo la había recibido cuando era una criaturita de dos meses. Y mientras lo hacía, yo era absolutamente consciente, yo me vi muerta calentita y pegada a un cuerpo amado que me daba mi forma como había nacido y como se enterraba antes en Perú. Los paracas (N. de la R: Importante civilización precolombina del Antiguo Perú, entre los años 700 a.C y 200 d.C) te enterraban decúbito ventral sentado. Y empecé a pensar: “¿Cuándo carajos nos estiraron y nos trajearon con la ropa equivocada para nuestra propia muerte que nos vamos a perder?” Alicia me regaló eso. Después me dijo: “Yo siempre lo hago. Yo a todas las mascotas las pongo en la posición en que nacieron pero solo a ti me provocó decírtelo porque sabía que vos lo ibas a entender”.
— Qué maravilla eso.
— Entonces, me enseñó sobre la piedad en un momento de pérdida. Ves, esa frase que te dice alguien en el subte, alguien cruzando la calle, ese ejercicio de bondad con el prójimo que casi no te conoce pero me cambió la vida, te digo, hasta hoy. Esa frase me enseñó sobre la piedad que yo tampoco sabía que tenía en mí.
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