Vivimos en un mundo en el que “tenemos la conciencia de estar atrapados en un sistema cuya transformación consideramos bastante imposible”, afirma el escritor y periodista británico Stuart Jeffries en su nuevo libro, Todo, a todas horas, en todas partes. Y agrega: “Un mundo, de hecho, en el que nosotros mismos provocamos nuestra propia opresión por medio de las cosas que deseamos”.
¿Hay una salida a futuro del presente en el que vivimos? Para responder esa pregunta, Jeffries buscó en el pasado -que, según afirma, siempre nos está pisando los talones- y rastreó los orígenes de la posmodernidad y del neoliberalismo para entender sus raíces y el impacto que han tenido en el mundo.
“En nuestra era posmoderna, la tragedia existencial humana del deseo que va seguido de la decepción que va seguida del deseo que va seguido de la decepción se ha visto explotada como nunca. Ese ciclo de deseo-decepción contribuye a mantener en funcionamiento al capitalismo; de lo que tenemos que protegernos es del peligro de ser corrompidos por el deseo en general y por el deseo de comprar en particular”, escribe el autor.
De los experimentos de David Bowie con el género a las políticas thatcherianas contra el estado del bienestar y de la estrepitosa carrera de los Sex Pistols a los atentados del 11 de septiembre, el autor se sirve de ejemplos claros para explicar el frenético y enmarañado desarrollo de los acontecimientos de las últimas décadas.
¿Cómo nos volvimos posmodernos?, se pregunta el autor. Esta obra nos recuerda el alto precio que hemos pagado los seres humanos por tender hacia la emancipación individualista, y que quizá es hora de orientar el rumbo hacia sistemas más colectivos que aseguren nuestra supervivencia.
Así empieza “Todo, a todas horas, en todas partes”
En 1982 apareció en el centro de Manhattan un mensaje desconcertante. «Protect me from what I want» [«Protégeme de lo que quiero»], decía un enorme rótulo led ubicado en Times Square. ¿Qué estaba vendiendo? ¿Por qué alguien querría verse protegido de sus propios deseos? ¿Quién iba a encargarse de dicha protección? ¿Y quién nos ha hecho desear cosas que no deberíamos? La responsable de la instalación de aquel rótulo, la artista Jenny Holzer, no ofrecía respuesta alguna.
Lo que Holzer podría habernos dicho, en todo caso, es que no se trataba de un letrero publicitario sino artístico, aunque tampoco de la clase de arte que, habitualmente, se ve expuesto en las galerías. Quizá lo más conocido de toda la obra de Holzer sean las camisetas, las gorras de béisbol y hasta los preservativos con lemas impresos que produjo a finales de la década de 1970 y principios de la de 1980 en Nueva York. Hacía también arte de guerrilla y, de noche, empapelaba las calles con carteles en los que podían leerse textos de Karl Marx, Susan Sontag o Bertolt Brecht y otros escritos por ella misma, como «El deseo de reproducción es un deseo de muerte» o «El amor romántico es un invento para manipular a las mujeres».
«A la mañana siguiente, me acercaba por allí a hurtadillas para comprobar si la gente se paraba a leerlos —explicó Holzer—. Esa es la verdadera prueba del street art, que la gente se pare. Había quienes tachaban los carteles que no eran de su gusto y escribían otras frases. Me gustaba que la gente interactuara con ellos».
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«Da la sensación de que las cosas desesperadas atraen la atención y las cosas bellas despiertan una celebración —me dijo en 2012—. Si tuviera que elegir optaría por lo horrible, con la esperanza de hacer algo que produjera un resultado más feliz». Quizá lo que la artista esperaba era que sacar el arte de las galerías a la calle le permitiera denunciar una cultura de desenfreno consumista y comunicar su mensaje subversivo a nuevos sectores demográficos.
Eso «horrible» hacia lo que gravita Jenny Holzer tiene que ver con el hecho de que, en nuestra era posmoderna, la tragedia existencial humana del deseo que va seguido de la decepción que va seguida del deseo que va seguido de la decepción se ha visto explotada como nunca. Con toda probabilidad, Holzer estaba señalando la forma en que ese ciclo de deseo-decepción contribuye a mantener en funcionamiento al capitalismo; de lo que tenemos que protegernos es del peligro de ser corrompidos por el deseo en general y por el deseo de comprar en particular.
Su rótulo es un vistoso emblema del nuevo mundo posmoderno en el que hoy vivimos. Un mundo en el que tenemos la conciencia de estar atrapados en un sistema cuya transformación consideramos bastante imposible. Un mundo, de hecho, en el que nosotros mismos provocamos nuestra propia opresión por medio de las cosas que deseamos.
La obra de Holzer invocaba un 1984 de un tipo distinto al que concibe la novela de Orwell. Para mantener el poder, el Gran Hermano debía hacer uso del electroshock, la privación del sueño, el confinamiento solitario, las drogas y la propaganda intimidante. Para mantener a los sujetos en un estado artificial de necesidad, su Ministerio de la Abundancia se aseguraba de que escasearan los bienes de consumo.
En nuestra era del neoliberalismo desindustrializado, esa forma de biopolítica ha quedado obsoleta, defiende el filósofo coreano-alemán Byung-Chul Han. El capitalismo ha descubierto que no tiene que mostrarse represivo, sino seductor, y ahora, en vez de decirnos que no, nos dice que sí; en vez de prohibirnos cosas a base de mandamientos, disciplina y escasez, parece que nos permite comprar todo aquello que queramos cuando queramos, convertirnos en lo que queramos y cumplir nuestros anhelos de libertad.
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La idea que deseo exponer en este libro es que la cultura posmoderna surgió bajo la estrella del neoliberalismo, una ideología económica global entre cuyos héroes o demonios —según cuáles sean las convicciones políticas de cada uno— figuran Ronald Reagan, Margaret Thatcher, Deng Xiaoping y el general Augusto Pinochet. Una ideología que defiende que la iniciativa empresarial debe estar liberada de la supuesta mano muerta de la intervención estatal.
Antes de que el neoliberalismo nos tuviera sometidos a su control, los estados industriales avanzados de la posguerra, en especial en Europa occidental, mantenían un compromiso con dos cuestiones: la escalera social y la red de seguridad. La primera ofrecía la oportunidad de ascender a las personas más desfavorecidas; la segunda, protección ante cualquier posible caída. La educación pública gratuita era parte de la escalera; el sistema de sanidad socializado formaba parte de la red de seguridad.
Los neoliberales, como Reagan y Thatcher, echaron abajo la escalera y agujerearon la red de seguridad. Recortaron el Estado y lo dejaron circunscrito a un papel más humilde. Su nueva labor consistía en construir un marco para defender y extender el libre comercio, el libre mercado y el derecho de propiedad privada. ¿Paliar la pobreza o favorecer la igualdad de oportunidades? El Estado podría olvidarse de todas esas tonterías paternalistas.
Poco después del nacimiento del neoliberalismo, la economía mundial experimentó una recesión económica. La crisis de 1973-1974 y la posterior de 1979-1983 acabaron con el modelo fordista de producción industrial integrada. Proliferaron, en cambio, los contratos a corto plazo y la externalización del trabajo desde ciudades industriales como Walsall, en Reino Unido, hacia Varsovia y más al este aún. La era de la información suplantó a la era de la fabricación, el capital fluía con mayor libertad por el mundo entero, las empresas se expandieron a escala mundial. A lo mejor nuestros padres se ganaban la vida haciendo cosas útiles y empleando para ello destrezas hoy obsoletas, pero, en nuestro caso, es más probable que hoy trabajemos en algún call center de un sitio web de préstamos.
Para que el capitalismo pudiera superar las crisis de recesión —de hecho, para que pudiera salir fortalecido de ellas—, el neoliberalismo necesitaba los servicios de una cultura populista basada en el mercado como medio de diferenciación y en un libertarismo individualista. «En ese sentido, se demostró más que compatible con el impulso cultural llamado “posmodernidad” que durante largo tiempo había permanecido latente batiendo sus alas, pero que ahora podía alzar su vuelo plenamente consumado como un referente dominante tanto en el plano intelectual como cultural», afirmó el geógrafo marxista David Harvey.
Pero ¿qué es la posmodernidad? Como su propio nombre indica, es posterior a la modernidad. Es un movimiento que desdeñó la perspectiva moderna. Para sus entusiastas, se trataba de un carnaval vertiginoso, lúdico y libidinoso que tenía lugar después de los años de prisión comunal, un despliegue de color y entrecomillados que llegaba para reemplazar a las hectáreas de hormigón brutalista de la modernidad. Pero la posmodernidad es algo más que ese ayudante cultural del neoliberalismo que describió Harvey. Es una paradoja. Funciona, al mismo tiempo, como coartada del orden neoliberal y como acusación contra él. Peor aún, las mismas acusaciones pueden servirle también de coartadas.
El «Protégeme de lo que quiero» de Jenny Holzer es un buen ejemplo. Es posible que la artista lo concibiera como una subversión radical de los hábitos consumistas, y quizá lo fuera. Pero si su obra debía «hacer algo», tal como ella deseaba, no es que en este caso estuviera haciendo gran cosa por crear un mundo más feliz, si por «más feliz» quería decir uno más justo. Así lo refleja otro de los lemas de sus piezas de arte urbano de la década de 1980: «Enjoy yourself because you can’t change anything anyway» («Pásatelo bien, porque en todo caso tampoco puedes cambiar nada»). El mensaje era irónico, sin duda; hacía gala de ese cinismo lúdico que en ocasiones se ha señalado como característico de la posmodernidad.
Quién es Stuart Jeffries
♦ Nació en el Reino Unido en 1962.
♦ Es escritor y periodista.
♦ Trabajó durante varios años para The Guardian como editor adjunto, crítico de televisión, editor del Friday Review y corresponsal en París.
♦ Actualmente escribe para The Guardian, Spectator, Financial Times y The London Review of Books.
♦ Ha publicado previamente Mrs Slocombe’s Pussy y Gran Hotel Abismo (Turner, 2018). Todo, a todas horas, en todas partes es su tercer libro.
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