Un viaje desde la oscuridad hacia la renovación: “El Impulso”, de Won-Pyung Sohn

La escritora surcoreana vuelve a sorprender a los lectores con un ejercicio de ficción de alto calibre reflexivo, una obra que la confirma como uno de los talentos más notables de la literatura asiática contemporánea

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La aclamada autora surcoreana Won-Pyung Sohn regresa a las librerías tras haber vendido millones de copias en todo el mundo con su novela Almendra. Ahora, se adentra en una historia conmovedora sobre el poder que yace en los gestos más pequeños.

El Impulso narra, en sus cerca de 256 páginas, la historia de Andrés Kim Seong-gon, un hombre que parece haber fracasado en todos los aspectos: en los negocios, en lo familiar y en lo económico. Incluso, cuando decide tomar el camino más oscuro, el suicidio, el fracaso parece negarse a abandonarlo. Pero, desde ese abismo de desesperación, surge un impulso inusual: cambiar su postura corporal. Este simple gesto desencadenará una serie de eventos que transformarán por completo su vida, llevándolo desde el abismo hasta la superficie de una nueva realidad.

La novela se presenta como una extensión temática de Almendra. Mientras que esta abordó la historia de un niño incapaz de sentir y aprender a comunicarse, El Impulso se centra en la transformación de un hombre que ha perdido su capacidad de experimentar emociones, pero que lucha por recuperarla. Así, ambas obras se entrelazan en la exploración de la condición humana, un interés que parece dirigir la obra de la autora coreana en sus inicios.

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Won-Pyung Sohn ha revelado en entrevistas que, tras el avasallador éxito de Almendra, enfrentó dificultades para sentarse nuevamente a escribir. A través de foros en línea, encontró inspiración en la historia de personas que habían fracasado y luego encontraron el éxito. Fue este contexto el que dio vida a Andrés Kim Seong-on, el protagonista de El Impulso, quien, incluso en su intento de suicidio, lucha por encontrar un nuevo propósito en su vida.

Aunque la historia inicialmente parece sombría, estas páginas destacan la importancia de la salud mental. Para la autora, tocar fondo es solo el primer paso para emerger hacia la superficie de una vida renovada.

Esta novela no relata una historia de conclusiones felices. Los triunfos y fracasos son pasajeros, y en última instancia, todos convergemos en el mismo destino inevitable. Este es el mensaje que intenta transmitir la autora, cuyo protagonista es un hombre en la mediana edad, divorciado, sin empleo y marcado por una serie de reveses en su vida. Todo lo que le viene a ocurrir después, inicia con un simple gesto y se da cuenta de que con un cambio en su enfoque puede mantener viva la esperanza de un futuro diferente.

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A pesar de su carácter efímero, como todo en la vida, y a pesar de que al final del día regrese a su punto de partida, abatido por completo, vislumbra la apertura de un sendero ligeramente más prometedor. El Impulso es una narración llena de posibilidades, con una trama no lineal y con sus propias lecciones morales, evitando caer en la monotonía o el adoctrinamiento. Es una obra de ficción con un telón de fondo de autodescubrimiento, y con buen tino, Won-Pyung Sohn consigue encarnar la esencia que deberían tener todos los libros de esta categoría.

Con su habilidad para explorar la condición humana de manera tan salvaje y auténtica, Won-Pyung Sohn se consolida como una de las voces más poderosas de la literatura asiática contemporánea.

Así empieza “El Impulso”

Hace exactamente dos años y cinco días, Andrés Kim Seonggon estaba en el mismo lugar donde está ahora. Sobre el río que atraviesa Seúl, de pie en un puente conocido como «el puente de los suicidas». Mientras pisaba una caja de manzanas vacía abandonada por el equipo de rodaje de una película que hasta hacía poco había estado filmando sobre el puente, asomó la cabeza por una de las estrechas aberturas de la barrera antisuicidios y miró hacia abajo. El agua era negra y ondeaba con frialdad, aunque durante algunos instantes brillaba reflejando la luz del alumbrado público.

La vida era como esa agua. Había momentos resplandecientes. Pero eran raros, ya que la vida, por lo general, era como un gran agujero oscuro y frío cuya profundidad resultaba imposible medir. Por eso el río le pareció el lugar perfecto para poner punto final a su existencia.

La vida de Kim Seong-gon era un desastre. Si la vida que le había tocado vivir fuera una tela de color blanco, durante casi cinco décadas él la había arruinado por completo. Hizo intentos incoherentes imitando a otros, y cosió la tela aquí y allá con torpeza para tapar las partes cruelmente rasgadas y demás defectos. Pero su vida (rota, cortada, arrancada y con agujeros) no se podía comparar ni a un cuadro ni a un pedazo de tela, era una porquería ante la cual la gente exclamaba automáticamente «¡pero qué es esto!» o «¡deshazte de ella de una vez!».

Por mucho que lo intentara, no podía ni borrar las manchas ni alisar las partes arrugadas. Era imposible reparar algo inservible y, si no había esperanza de mejorar, era preferible renunciar. Pensaba así de su vida, obviamente, porque valoraba acabar con su propia existencia. Era mejor abandonar si nada podía cambiar. Ese era el dictamen final más apropiado para él.

Aun así, no podía evitar sentir pena. ¿En qué punto se había torcido todo? Debió de tener un comienzo normal, como todos... Al pensar en cómo comenzó su existencia, se acordó de su madre y eso lo afligió. Ella fue el perfecto símbolo de confianza y tolerancia para él. Sin embargo, durante varios años antes de su muerte lo único que vio en su rostro fueron sombras. Y mientras andaba haciendo bobadas sin intención que disgustaban a su madre, lejos de ella para no ser testigo de su tristeza, falleció y él quedó huérfano a los cuarenta y siete años.

Kim Seong-gon contuvo las lágrimas y respiró hondo. Esa era la realidad. Su madre ya no estaba a su lado. En ese momento le entró el impulso de mirar a los ojos a las personas que lo amaban. Su hija Ah-young, por ejemplo. Pero no deseaba sentir el desprecio con que lo había mirado hasta hacía poco. Lo que echaba de menos ahora que iba a morir era la cara sonriente de cuando era una niña.

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