En 1945, cuando la bomba atómica destruyó la ciudad japonesa de Hiroshima, el primer ser vivo que resurgió en medio de ese devastado paisaje posapocalíptico fue un matsutake, una especie muy particular de hongo. Medio siglo después, cuando se desintegró la Unión Soviética en 1991, miles de siberianos, que de repente se habían visto privados de las garantías que les daba el Estado, corrieron a los bosques a recolectar hongos. ¿Qué relación hay entre estos extraños e inclasificables seres vivos y los tiempos de crisis e incertidumbre?
En los últimos años, el interés por el reino fungi no ha parado de crecer: desde sus vastas propiedades medicinales y su fundamental contribución a la renovación de la vida en la Tierra hasta las redes subterráneas de micelio que favorecen la comunicación entre árboles, los hongos han tomado preponderancia tanto en el terreno científico como en la dieta y el día a día de personas de todo el mundo. ¿Qué podemos aprender de ellos?
La antropóloga, feminista y teórica cultural estadounidense Anna Lowenhaupt Tsing, ha dedicado varios años al estudio de los matsutakes -esos hongos antes nombrados que crecieron en Hiroshima- y su recorrido, con una mirada aventurera, crítica y poética, quedó plasmado en su nuevo libro, Los hongos del fin del mundo.
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Editado por Caja Negra, este libro demuestra cómo un simple hongo puede develar una fascinante trama global, política y ecológica. Los inesperados ensamblajes de recolectores, transportistas navieros, esporas fúngicas, pinos y robles guían a Tsing por un viaje etnográfico desde el Sudeste Asiático hasta Finlandia y el estado de Oregon que le permitió descubrir y explorar las intrincadas formas de la supervivencia colaborativa. ¿Hay posibilidad de vida en las ruinas capitalistas?, se pregunta la autora. La respuesta, para aquellos que estén dispuestos a escuchar, podrían tenerla los hongos.
Así empieza “Los hongos del fin del mundo”
Cresta de Takamato, abarrotada de sombrerillos en expansión,
saturando, proliferando…
la maravilla del aroma de otoño.
(De la colección de poesía japonesa del siglo VIII, Man-nyo Shu)
¿Qué haces cuando tu mundo empieza a desmoronarse? Yo salgo a pasear, y, si tengo mucha suerte, encuentro algún que otro hongo. Me devuelven el ánimo; no solo –como las flores– por sus abrumadores colores y olores, sino porque además brotan de forma inesperada, recordándome mi buena fortuna por estar allí justo en ese momento. Entonces soy consciente de que todavía hay placeres en medio de los terrores de la indeterminación.
Los terrores son evidentes, y no solo para mí. El clima del planeta se está descontrolando, y el progreso industrial ha demostrado ser mucho más mortífero para la vida en la Tierra de lo que nadie habría imaginado hace un siglo. La economía ya no es una fuente de crecimiento ni de optimismo, y cualquiera de nuestros puestos de trabajo podría desaparecer con la próxima crisis económica.
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Y no se trata solo de que yo pueda temer una oleada de nuevos desastres: tampoco puedo apoyarme en historias que expliquen adónde va todo el mundo y por qué. Antaño la precariedad parecía el destino de los menos afortunados; hoy parece que todas nuestras vidas son precarias, incluso cuando –al menos por el momento– tenemos los bolsillos llenos. A diferencia de lo que ocurría a mediados del siglo XX, cuando los poetas y filósofos del norte global se sentían enjaulados por una excesiva estabilidad, hoy muchos de nosotros, en el norte y en el sur, afrontamos una situación de problemas sin fin.
Este libro habla de mis viajes en compañía de los hongos para explorar la indeterminación y las condiciones de la precariedad, es decir, de la vida sin la promesa de la estabilidad. He leído que, cuando se desintegró la Unión Soviética, en 1991, miles de siberianos, repentinamente privados de las garantías que les daba el Estado, corrieron a los bosques a recolectar hongos. No se trata de los mismos hongos que yo investigo, pero ilustran mi argumento: las vidas incontroladas de los hongos son un regalo –y una guía– cuando nos falla el mundo controlado que creíamos tener.
Aunque no pueda ofrecerlos a los lectores, espero que me sigan en este paseo para saborear el “aroma de otoño” elogiado en el poema que da comienzo a este prólogo. Se refiere al olor del matsutake, un grupo de hongos silvestres aromáticos especialmente apreciados en Japón. El matsutake se valora además como una señal de la llegada del otoño. Su olor evoca la tristeza por la pérdida de las regaladas riquezas del verano, pero también evoca la fuerte intensidad y las acentuadas sensibilidades del otoño.
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Dichas sensibilidades nos harán falta para encarar el final del regalado verano del progreso global: el aroma de otoño me transporta a una vida común sin garantías. Este libro no es una crítica de los sueños de modernización y progreso que en el siglo XX ofrecieron un panorama de estabilidad: muchos analistas antes que yo han diseccionado esos sueños. En lugar de ello, me limito a abordar el reto imaginativo de vivir sin los pasamanos que antaño nos hicieron creer que sabíamos, colectivamente, hacia dónde íbamos. Si nos abrimos a su fúngico atractivo, el matsutake puede catapultarnos a la curiosidad que me parece que constituye el primer requisito para la supervivencia colaborativa en tiempos precarios.
Así expresaba el reto cierto panfleto radical: “El espectro que muchos intentan no ver es fácil de captar: el mundo no se ‘salvará’… Si no creemos en un futuro revolucionario global, debemos vivir (como de hecho hemos tenido que hacer siempre) en el presente”.
Se dice que, cuando en 1945 la bomba atómica destruyó Hiroshima, el primer ser vivo que resurgió en el paisaje devastado fue un matsutake.
Dominar el átomo representó la culminación del sueño humano de controlar la naturaleza; pero también marcó el principio del fin de ese sueño. La bomba de Hiroshima cambió las cosas. De repente fuimos conscientes de que nosotros, los humanos, podíamos destruir la habitabilidad del planeta, fuera intencionalmente o no. Y esa conciencia no ha hecho sino aumentar a medida que hemos ido sabiendo más cosas de la contaminación, la extinción masiva y el cambio climático. La mitad de la precariedad actual tiene que ver con el destino de la Tierra: ¿con qué tipo de perturbaciones humanas podemos vivir? A pesar de todo el palabrerío sobre la sostenibilidad, ¿cuántas posibilidades tenemos realmente de legar un entorno habitable a nuestros descendientes multiespecíficos?
La bomba de Hiroshima también abrió la puerta a la otra mitad de la precariedad actual: las sorprendentes contradicciones del desarrollo de posguerra. Después de la guerra, las promesas de modernización, respaldadas por las bombas estadounidenses, parecían deslumbrantes: todo el mundo saldría beneficiado. La dirección del futuro era bien conocida. Pero ¿lo es ahora? Por un lado, ningún lugar en el mundo quedó al margen de esa economía política global construida a partir del aparato de desarrollo de la posguerra; por otro, a pesar de que las promesas de desarrollo siguen atrayéndonos, parece que hemos perdido los medios para lograrlo.
Se suponía que la modernización inundaría el mundo –tanto comunista como capitalista– de puestos de trabajo, y no de cualesquiera puestos de trabajo, sino de un “empleo estándar” con salarios y prestaciones regulares. Hoy tales puestos de trabajo son bastante raros, y la mayoría de la gente depende de medios de subsistencia mucho más irregulares. La ironía de nuestra época es que todo el mundo depende del capitalismo, pero casi nadie tiene eso que solíamos llamar un “trabajo estable”.
Vivir en la precariedad entraña algo más que despotricar contra quienes nos han traído hasta aquí (aunque eso también puede ser útil, y, desde luego, no estoy en contra). Podríamos mirar a nuestro alrededor para observar ese extraño nuevo mundo, y forzar nuestra imaginación para llegar a captar sus contornos. Aquí es donde los hongos acuden en nuestra ayuda. La predisposición del matsutake a brotar en paisajes devastados nos permite explorar la ruina en que se ha convertido nuestro hogar colectivo.
Quién es Anna Lowenhaupt Tsing
♦ Nació en Estados Unidos en 1952.
♦ Es antropóloga, escritora y profesora universitaria.
♦ Escribió libros como El arte de vivir en un mundo dañado, Los hongos del fin del mundo y En el reino de la reina de diamantes.
♦ Fue galardonada con la Huxley Memorial Medal del Royal Anthropological Institute.
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