Todavía son un enigma los motivos por los cuales, a veces sin advertencias e incluso sin demasiadas cualidades, alguien llega a convertirse en líder y cambiar el transcurso de la historia. Para los historiadores modernos, las figuras vinculadas a un destino providencial han tenido nombres tan distintos como “grandes hombres”, “personajes históricos” o “líderes carismáticos”. Para los historiadores antiguos, en cambio, regían ideas relacionadas con la heroicidad, los designios supraterrenales o las fuerzas insondables del destino.
Sin embargo, ni la grandeza ni la trascendencia personal, recortadas con nitidez sobre el amplio lienzo de la historia, significan únicamente que tales atributos contribuyan a un paso positivo para la civilización. La “grandeza negativa” de Adolf Hitler, principal responsable de la Segunda Guerra Mundial y el Holocausto, por ejemplo, prueba que el impacto negativo y la repulsión moral también son factores de enorme influencia histórica. Esta es la razón por la cual lo importante para los historiadores no es definir qué se entiende o valora como “grandeza”, sino la capacidad de medir el impacto y el legado del dirigente en cuestión.
Quien remarca esta diferencia es nada menos que el historiador británico Ian Kershaw, autor de Hitler: la biografía definitiva, una de las más reputadas biografías de Hitler, y también el artífice de Personalidad y poder (Crítica). A través de doce “ensayos interpretativos” alrededor de los principales forjadores y destructores de la Europa del siglo XX, en este libro se iluminan distintos modos de obtener y ejercer el poder.
Se trate de fascismos nacionalistas como el de Benito Mussolini en Italia, totalitarismos comunistas como el de Iósif Stalin en la Unión Soviética o reformismos neoliberales capitalistas como el de Margaret Thatcher en Gran Bretaña, lo cierto es que la historia europea reciente ofrece casos iluminadores acerca de cómo y bajo qué circunstancias aparecen distintos liderazgos.
Pero, ¿por qué el actual sería un momento oportuno para prestar atención a los vínculos entre personalidad y poder? Precisamente porque, tal como Kershaw señala, “hoy la televisión, las redes sociales y el periodismo elevan el papel de la personalidad a una categoría rayana con lo que podríamos llamar una energía política elemental e indómita que impone el cambio a través de la voluntad individual”.
En consecuencia, si el culto a la personalidad y la adulación generalizada se han consolidado, en lo que va del siglo XXI, como artificios tecnológicos en muchos casos sin ningún vínculo con las cualidades reales del individuo que se beneficia de ellos, ¿acaso no es necesario volver a la pregunta acerca de qué en condiciones surgen nuestros líderes?
Benito Mussolini, el ícono del fascismo
¿Cuáles fueron las condiciones que posibilitaron que Mussolini se hiciera con el poder en Italia? ¿Qué le facilitó después el ejercicio de ese poder? ¿Y en qué medida cabe decir que fue él quien determinó las directrices políticas del país una vez instalado en esa posición? Con estas preguntas, Kershaw emplaza a la figura histórica de Benito Mussolini bajo una luz recurrente entre distintos historiadores: ¿se trató de un hombre realmente poderoso en los catastróficos años de la Segunda Guerra Mundial? ¿O actuó sometido a la creciente presión alemana y manipulado por fuerzas que escapaban a su control?
Nacido en el norte de Italia en 1883, periodista hacia el año 1902 y aún un fervoroso socialista cuando comenzó la Primera Guerra Mundial en 1914, el requisito decisivo para que el movimiento fascista liderado poco menos de una década después por Mussolini llegara al poder fue la debilidad de las élites conservadoras.
En este sentido, ni su arrolladora personalidad ni su habilidad política fueron más importantes para el Duce, como se conocería popularmente a Mussolini, que la precariedad institucional de una nación sin brújula. Pero, ¿no llegaría a ser este el caso del propio Mussolini durante la Segunda Guerra Mundial? Tal como escribió en su novela Kaputt el italiano Curzio Malaparte, a quien el propio Mussolini describió como alguien cuya “poca modestia le impide distinguir quiénes son, en mi revolución, los que la ejecutan y quién es el jefe”, quizás “la guerra que hizo Italia fue una guerra personal de Mussolini y ningún italiano fue Mussolini”.
“Bajito, rechoncho y calvo”, como lo describe Kershaw, Mussolini hizo del fascismo un orgulloso instrumento de reivindicación nacional entre lo grotesco y lo genuino. Muy pronto, por lo tanto, el Partido Nacional Fascista encontró en la nostalgia colectiva por el glorioso pasado imperial romano el ímpetu requerido para superar el descontento provocado por la Primera Guerra Mundial.
En este punto inicial de la historia del fascismo, las divisiones internas de clase fueron superadas por una aspiración popular superior: ganar para Italia un lugar resplandeciente entre los “estados plutocráticos” a partir de la fuerza, la vitalidad, la voluntad y el predominio militar que los políticos liberales corruptos que ocupaban el poder hasta entonces rehuían.
Con este objetivo, desde 1925 el Duce comenzó a trasladar sus crecientes triunfos electorales en las distintas cámaras legislativas italianas hacia el control de la calle y la vida social, intimidando en el camino a los opositores a su revolución. “En 1929″, escribe Kershaw, “el propio Mussolini asumió personalmente nada menos que ocho ministerios”. Desde 1926, por otro lado, ya habían quedado prohibidos los partidos opositores y regía la censura de prensa.
Con su poder asegurado como “líder supremo” incluso sobre el rey italiano Víctor Manuel III, reconocida la soberanía del Vaticano y confirmado el catolicismo como la religión de estado de Italia, Mussolini comprendió también la importancia de la propaganda, convirtiéndose “en el primer político populista de la era de los medios de comunicación de masas”. La impronta de constante dinamismo de los distintos brazos del estado, el férreo orgullo nacional y el control autoritario de los ciudadanos que el mundo conocería como fascismo había sido creado.
Aún así, toda curva ascendente de poder debe tratar, tarde o temprano, con una curva descendente. “Cada vez que Hitler ocupa un país, me envía un mensaje”, diría Mussolini hacia 1939, en los albores de la Segunda Guerra Mundial, preocupado por el singular arrojo de quien, pocos años antes, había sido un tímido aprendiz con aspiraciones a dirigir la Cancillería alemana.
Dictado en 1936, el pacto entre Roma y Berlín no tardaría en convertirse para Mussolini en un problema de orgullo primero y en un problema de estabilidad militar y política después. “A diferencia de Hitler, Mussolini no era ningún fanático de la cuestión racial”, escribe Kershaw. Sin embargo, la legislación antisemita también sería reglamentada en Italia en 1938.
A partir de ahí, Italia no pudo más que obedecer a Alemania a lo largo de una guerra con más derrotas que victorias y en la que la imagen arrogante del Duce no coincidía con las reales instancias de planificación de la estrategia. La fallida ocupación de Grecia, el atraso armamentístico, la ambición errática del Duce y el avance de los Aliados desde el sur del país concluyeron en 1943 con su arresto y la rendición de Italia.
Los intentos finales por parte de Mussolini de resucitar el vigor fascista son conocidos, al igual que su ejecución y la exhibición humillante de sus restos en la plaza de Loreto, en Milán, en 1945. “Según una encuesta de opinión realizada en 2018″, escribe Kershaw, “cerca de las dos terceras partes de la población ven a Mussolini como una figura negativa”. El fascismo como forma de ejercitar el poder, por otro lado, hoy no es más que una sombra rechazada por casi todos los países del mundo.
Iósif Stalin, el hombre del terror y la gloria
“La masa más silenciosa es la de los enemigos muertos”, escribió Elías Canetti. Y tal vez esa haya sido la única masa, entre las muchas que Stalin supo forjar y dirigir durante las tres décadas de poder absolutista en la Unión Soviética, la que finalmente lo hundió en la paranoia contra los miembros de su círculo más íntimo a la hora de su muerte en 1953.
“El sello distintivo del régimen de Stalin fue el terror, ejercido a una escala colosal, y fundamentalmente dirigido contra los ciudadanos de su propia nación”, escribe Kershaw para definir, en una palabra, al estalinismo. Pero la pregunta es: ¿cómo es que hubo tanta gente, y en tan diversas regiones de ese vastísimo país, dispuestas a llevar a la práctica sus órdenes?
Nacido en 1878 en la humilde localidad georgiana de Gori, con la cara cetrina y picada por la viruela que contrajo a los seis años, no son pocos los biógrafos que insisten en que las golpizas que recibía de su padre alcohólico (que murió en 1909 apuñalado en una taberna) o la sorpresiva muerte de su primera esposa (por tifus en 1907) pudieron haber torcido desde temprano la psiquis de quien llegaría a rebautizarse a sí mismo como Stalin en 1912.
Sin embargo, nada indicaba con absoluta claridad que el mismo joven que en 1894 probó suerte como seminarista terminaría convirtiéndose, hacia 1937, en el artífice del Gran Terror, la cruenta purga mediante la cual reafirmaría su pleno control del poder comunista tras la muerte de Vladímir Lenin ante adversarios como León Trotsky, Grigori Zinóviev o Nikolái Bujarin, entre otros miles de encarcelados, torturados, condenados a trabajos forzados, exiliados, fusilados o asesinados bajo motivos reales o inventados.
Por su parte, la cúpula bolchevique tuvo muy pronto indicios de que Stalin, ya convertido en un cuadro político, podía abusar de su poder. “El propio Lenin, en sus últimos momentos, escribió un célebre documento de advertencia en mayo de 1923 en el que dice que el camarada Stalin, tras acceder a la Secretaría General, ha acumulado en sus manos un poder enorme, y no estoy totalmente seguro de que sea siempre capaz de usar ese poder con el cuidado preciso”, señala Kershaw.
Respecto a esto, las controversias siguen abiertas, ¿o acaso la aplastante victoria militar sobre Hitler no fue el desenlace más beneficioso para la civilización que su alternativa, a pesar de las maniobras con las cuales Stalin se hizo del poder? De un modo u otro, el ascenso de Stalin tuvo a su favor la inercia de una sociedad marcada por años de acontecimientos traumáticos y líderes despóticos que habían contribuido antes que él a devaluar el valor mismo de la vida humana. En una época de políticas y dirigentes sin barreras morales ante la muerte y el terror, Stalin destacó por la eficiencia de sus sangrientas resoluciones.
Para bien o para mal, hubo poco de azar en la vida pública de Stalin. Hábil para interpretar el clima social y manipular los hilos de las internas partidarias, cuanto más consolidaba su poder absoluto, más se atrofiaban las instituciones del Partido Comunista. Obsesionado por intervenir en todos los niveles de gobierno, Stalin moldeó además uno de sus sellos más duraderos: el espionaje interno, cuyo instrumento fue la amplísima red de agentes y delatores de la NKVD, las siglas en ruso del Comisariado del Pueblo para Asuntos Internos.
Las consecuencias de la propagación sistemática de la vigilancia y el castigo, omnipresentes sobre la sociedad rusa, no solo ratificarían la incuestionabilidad de Stalin, sino que a lo largo de Europa construirían la reputación oscura del bolchevismo, ante la cual reaccionarían las derechas radicales. Sin embargo, Stalin llegó a su prueba definitiva con la Segunda Guerra Mundial.
Si las atrocidades nazis en el Frente Oriental fueron emparejadas por las atrocidades soviéticas en su avance hacia Berlín es otra materia de debate para los historiadores. Lo indiscutible es que “de no haber sido por la asombrosa contribución soviética a la derrota nazi, lo más probable es que la victoria aliada de 1945 solo hubiera podido producirse tras la rendición de Alemania como consecuencia de la devastación de un bombardeo atómico sobre Berlín, Múnich y otras ciudades”, escribe Kershaw.
El imparable despliegue industrial del Ejército Rojo, la confianza de Stalin en estrategas militares como Gueorgui Zhúkov y el triunfo casi milagroso en Stalingrado marcaron un giro crucial en la historia. A partir de estos eventos, y durante el resto de la Guerra Fría, el imperialismo capitalista de los Estados Unidos encontraría en la Unión Soviética maquinada por Stalin a un auténtico rival en el escenario de la gran geopolítica.
Junto a Winston Churchill y Franklin D. Roosevelt, desde 1943 Stalin también se ganó un lugar privilegiado en la mesa de quienes trazarían el futuro del mundo una vez que Hitler fuera derrotado. Al mismo tiempo, sus propios crímenes quedarían relegados por la indudable gloria triunfal de lo que el estalinismo llamaría la Gran Guerra Patriótica. Pero tras la muerte de Stalin y el paulatino desgaste de la Unión Soviética, el estalinismo fue primero repudiado, luego denunciado y finalmente condenado como un capítulo nefasto en la historia del comunismo por los propios líderes rusos.
De hecho, la tardía reivindicación de Stalin que Vladímir Putin ha intentado desde 2003, al cumplirse medio siglo de su muerte, no tiene otro objetivo que realzar el pasado de grandeza soviética, pero no a la figura del dictador. No obstante, los conflictos de soberanía en muchos de los países forzados a existir bajo el control del Kremlin que ocupó Stalin persisten hasta la actualidad.
Margaret Thatcher, la dama de hierro y dolor
A pesar de haber ganado tres elecciones seguidas entre 1979 y 1990, Margaret Thatcher nunca ganó el apoyo siquiera de la mitad del electorado británico. “No obstante”, escribe Kershaw, “gracias a la desproporcionada asignación de escaños del sistema electoral británico, en la Cámara de los Comunes disfrutó de mayorías holgadas, por lo cual pudo poner en práctica sus políticas con gran facilidad”. Esta particularidad convierte a Thatcher en un ejemplo elocuente de cómo las circunstancias históricas, y no los dones para el liderazgo, pueden elevar a un individuo sin otro talento que el oportunismo a una posición de poder capaz de cambiar las vidas de millones.
A la distancia, señala Kershaw, tal vez el único rasgo estimable de Thatcher sea algo que sólo las circunstancias culturales de nuestra época hacen pasar por más que una obviedad: el hecho de que, en su camino hacia Downing Street, Thatcher siempre estuvo convencida de que “se había abierto paso hasta arriba porque era la mejor para el puesto, no por ser mujer”.
Nacida en Lincolnshire en 1926, admiradora de su padre, que llegó a ser alcalde de la ciudad, y enemistada con su madre, con la que dejó de hablarse a los quince años, la mujer a la que el presidente francés François Mitterrand describió diciendo que tenía “los ojos de Calígula pero la boca de Marilyn Monroe” fue química, abogada y ama de casa antes de convertirse en diputada conservadora a finales de los años cincuenta.
Gracias al tiempo que le permitía la buena posición económica de su marido, la “necesidad de acción” de Thatcher, como la denomina Kershaw, quedó cautivada por las ideas de sir Keith Joseph, principal vocero de la flamante escuela neoliberal dirigida por Milton Friedman en la Universidad de Chicago, en los Estados Unidos.
Gracias al llamado “invierno del descontento” de 1979, provocado por una larga serie de crisis económicas, y los sucesivos traspiés electorales del Partido Laborista, el Partido Conservador logró que “la señora Thatcher entrara en el número 10 de Downing Street como Primera Ministra prometiendo la transformación radical de un país que había sufrido más de una década de turbulencias económicas y políticas, añadidas a cierta decadencia nacional que se respiraba en el ambiente”.
No obstante, el ajuste neoliberal nutrido por el slogan “No hay alternativa” y la plasticidad oportunista de Thatcher como única ideología sólo desencadenaron la baja del producto interior bruto, la triplicación del desempleo, el derrumbe de la actividad industrial y un gasto público superior al heredado del gobierno laborista. A finales de 1981, “menos de una cuarta parte de los votantes creían que la señora Thatcher estaba haciéndolo bien como Primera Ministra”, escribe Kershaw. Fue en este contexto que el gobierno británico se involucró en la Guerra de las Malvinas contra Argentina.
“En 1981 y a principios de 1982, las Malvinas apenas figuraron en la agenda del gobierno británico”, señala Kershaw. Solo en marzo de 1982, muy poco antes de la recuperación argentina de las islas en abril, el gobierno despertó a las circunstancias que le permitirían explotar una indignación que “iba desde los patrioteros conservadores de derechas hasta la izquierda laborista”.
Una vez que la expedición militar británica zarpó hacia las Islas Malvinas desde Portsmouth, Thatcher apostó a que un desenlace de la guerra en su favor, a pesar del fuerte dejo colonialista, se convertiría en un beneficio político. El hundimiento del Crucero General Belgrano fuera de la zona de exclusión, en el que murieron 363 argentinos, le valió reproches internacionales y críticas dentro de su propio país, “pero Thatcher nunca dudó de que había sido una decisión correcta”. Poco más tarde, tras la rendición argentina, el índice de popularidad de Thatcher llegó hasta el 51%.
Impulsada por esta fugaz popularidad, Thatcher profundizó la remodelación de la economía británica, al mismo tiempo que intentó usufructuar la renacida ilusión de que Gran Bretaña, a pesar de la evidente superioridad de los Estados Unidos, Europa y la Unión Soviética, seguía siendo un actor importante en la escena mundial.
De todos modos, cuando en 1984 el Sindicato Nacional de Mineros se enfrentó a su gobierno en respuesta al plan de cierre de yacimientos, la implacabilidad de la Dama de Hierro, como la habían bautizado los soviéticos, ya se había pulverizado. En retrospectiva, ni las internas sindicales, el fastidio colectivo contra los huelguistas o la larga campaña oficial contra una actividad que se consideraba deficitaria y contaminante evitarían “un duradero legado de profundo odio al gobierno de Thatcher”.
Tras su salida del gobierno en 1992, cada vez más aislada y con los estragos de la demencia, la muerte de Margaret Thatcher en abril de 2013 despertó escenas grandilocuentes de admiración y odio. Caracterizada por haber dinamitado el modo de existencia de los dos extremos de la sociedad británica, como la describió el escritor inglés Martin Amis, la gestión thatcherista del poder significó, ante todo, una entrada por la fuerza a una vida regida por el mercado. “Al día de hoy”, escribe Kershaw, “aún no han sanado las heridas de quienes se llevaron la peor parte de las políticas económicas de su gobierno”.
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