Entramos una vez más en los años difíciles de la Segunda Guerra Mundial, pero esta no parece otra novela más sobre ese periodo. Normalmente, es fácil identificar cuándo te van a contar más de lo mismo, y eso aquí no pasa. El primer acierto está ahí. La lucha por la supervivencia y la preservación de los ideales personales se entrelazan en esta novela: La madre de la perra, del brillante Pavlos Mátesis.
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Cerca de 286 páginas componen esta novela calificada por algunos críticos como la obra maestra de Mátesis; en ellas nos encontramos con la historia de una niña llamada Raraú, en un pequeño pueblo griego durante la época más dura de la guerra. El hambre se ha vuelto insoportable y la desesperación impulsa a las madres a tomar medidas extremas para procurar un poco de comida para sus hijos.
En medio de la miseria y la pobreza, Raraú nos narra los días de su vida, una vida pequeña que se cruza con otros destinos igualmente pequeños, todos atrapados en la vorágine de una historia implacable.
Uno de los temas centrales que se exploran en La madre de la perra es el conflicto entre el patriotismo y la supervivencia. Los padres del pueblo parten a luchar en una guerra en la que han perdido la fe, dejando atrás a sus seres queridos que también enfrentan un destino incierto. Esta disonancia entre los valores personales y las circunstancias extremas lleva a Raraú a cuestionar todo lo que sus ojos ven en medio del caos.
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La madre de la perra es una novela de aquellas en las que no hace falta profundizar en su trama para decir que se queda contigo aún después de culminada la historia. Una vez cerramos el libro algo nos invade y es muy difícil dejarlo. Pasarán días antes de que entendamos qué es lo que ha ocurrido, a qué hemos asistido y por qué nos ha impactado tanto.
Esta obra nos recuerda la capacidad de la humanidad para encontrar belleza y esperanza incluso en los momentos más oscuros. Pavlos Mátesis ha dejado una marca imborrable en la literatura griega y mundial. Además de su talento como novelista, también fue un destacado dramaturgo y guionista, cuyo trabajo enriqueció el Teatro Nacional de Grecia y la televisión. Su dominio de la narrativa y su capacidad para explorar los aspectos más profundos de la condición humana se reflejan magistralmente en estas páginas.
“La madre de la perra”, fragmento
Mi nombre de pila es Rubí, pero me bauticé como Raraú, sin más, cuando me metí en el teatro, y con este nombre he llegado hasta donde he llegado; en mi cartilla de la Seguridad Social he añadido «Señorita Raraú, cómica de la legua», y ese es el nombre que pondrán en mi epitafio. Lo de Rubí lo he tachado. Borrado del todo. Por no hablar ya del apellido, Mescaris.
Nací en Villabrava, que también es capital, aunque solo lo sea de una provincia. Me fui de allí a los quince años, con mi madre y dos mendrugos de pan, varios meses después de que a ella la humillaran públicamente, mientras la gente estaba celebrando aún la llamada Liberación. Y no pienso volver allí jamás. Tampoco mi madre volverá a poner sus pies allí jamás. La he enterrado aquí, en Atenas, que ese es el único lujo que me pidió, su última voluntad. «Hija mía, ahora que estoy a punto de morir, quiero pedirte una cosa: entiérrame aquí. No quiero volver jamás allí abajo. –Nunca volvió a pronunciar la palabra Villabrava, aunque fuese su lugar de nacimiento–. Arregla los papelesde modo que la tumba que compres sea para siempre. Nunca te pedí nada. Que ni siquiera mis huesos hayan de volver allí abajo».
Y así fue como compré una tumba, que, después de todo, tampoco resultó ser de un lujo excesivo; y allí es donde voy a visitarla de vez en cuando. Le llevo alguna flor de regalo y una chocolatina, y también le echo algunas gotas de mi colonia por encima –esto lo hago adrede, porque mientras vivió no me dejaba hacerlo; decía que esos eran lujos de pecadoras–.
Me había contado que tan solo en una ocasión, el día de su boda, se había puesto colonia; pero yo ahora se la pongo, y, si puede, que se queje. La chocolatina se la llevo porque, según me contó en cierta ocasión, su sueño durante los cuatro años de la Ocupación era comerse una chocolatina enterita ella sola. Tras la Ocupación quedó tan, pero tan amargada, que nunca jamás volvió a apetecerle una chocolatina.
También tengo mi pisito, con dos habitaciones y un vestíbulo, y una pensión, que me corresponde por ser la hija de un héroe caído en Albania. Espero asimismo cobrar mi pensión de actriz, apenas hayan dado el visto bueno a los impresos que tuve que presentar, y en general soy feliz y afortunada. No tengo que preocuparme de nadie, ni de quererlo ni de llorarlo. También tengo un tocadiscos, y discos, sobre todo de canciones de izquierdas. Yo soy monárquica, pero me encantan las canciones de la izquierda. Felizmente soy feliz.
Mi padre era tripicallero de oficio, pero no lo confesábamos abiertamente. Se iba al matadero, cogía las tripas, las lavaba y las volvía del revés una a una para hacerlas a la brasa. Lo recuerdo muy joven, de unos veinticuatro años. Bueno, la verdad es que lo recuerdo a partir de la foto de su boda, en el año 1932; porque, lo que es en persona, apenas me acuerdo de él. En 1940, cuando se fue a hacer de soldado a Albania, ya habíamos nacido yo y mis dos hermanos, varones ambos; uno de ellos era mayor que yo –aún debe de seguir vivo en alguna parte, digo yo–.
De mi padre solo me acuerdo de cuando lo movilizaron y fuimos, mi madre y yo, a despedirlo. Fuimos a la estación, él nos precedía, porque temía perder el tren, y mi madre corría tras él. Lloró mucho, sin avergonzarse de que la gente pudiese verla, y me acuerdo perfectamente de cómo me llevaba a mí de la mano. Recuerdo a mi padre dentro del vagón, se iba a la guerra y en casa lo único que teníamos eran veinte dracmas, una moneda de veinte dracmas. Mi madre se la tendió y él que cómo iba a cogerla. Más tarde, cuando ya estaba en el tren, ella se la tiró por la ventana y él se puso a llorar y se lo llevaban los demonios; volvió a arrojar la moneda a mi madre, ella la recogió del suelo y se la devolvió con mucho ímpetu, ya ves al resto de los soldados riéndose; la moneda cayó dentro y entonces ella me cogió y nos fuimos de allí a toda prisa, no fuera mi padre a arrojárnosla de nuevo. El caso es que nunca llegamos a saber si la cogió o se la pulieron los otros. Y esta es la última vez que recuerdo haber visto a mi padre joven, y eso solo de cara; porque, por lo demás, lo recuerdo de espaldas y encorvado, mientras lavaba las tripas. Vaya, que la única imagen que guardo de su cara es la de una fotografía del día de su boda. A los muertos y desaparecidos en general, a aquellos que salieron de mi vida, los olvido; me olvido del aspecto que tenían, quiero decir. Lo único que sé es que se fueron. Y eso cumple también para mi madre. Murió pasados los setenta y cinco, pero digamos que nunca tuve tiempo para fijarme demasiado en su aspecto; de modo que mantengo el contacto con ella a través de su foto de novia, cuando era una muchacha de apenas veintitrés años –cuarenta menos de los que tengo yo ahora–. Por eso no me avergüenzo cuando le llevo su chocolatina, porque, al fin y al cabo, ahora ella, con veintitrés años, es casi como si fuera mi hija, vamos.
De todos modos, dichosa sea Albania, que me aseguró una pensión. Y tanto me da si la nación salió derrotada. ¿Es que acaso es la primera vez que eso ocurre? Yo soy nacionalista, a la vez que monárquica, pero la pensión es otra cosa. Soy una muchacha huérfana.
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