Diciembre de 2001: qué pasaba en la Casa Rosada mientras el país ardía

En la nueva edición ampliada de “El palacio y la calle”, libro en el que se basó la serie Diciembre 2001, Miguel Bonasso investiga las causas y los culpables de la crisis con la que Argentina estalló a comienzos del nuevo siglo.

"El palacio y la calle", libro en el que se basó la serie Diciembre 2001, se reeditó en una versión ampliada a 20 años de su publicación original. |

Saqueos, cacerolazos, represión policial y muertos en las calles. Insurrecciones ciudadanas, conspiraciones políticas, renuncias y helicópteros. Diciembre de 2001 representó un antes y un después en la historia argentina. Aunque pasaron más de dos décadas, sus consecuencias todavía son palpables no solo en la memoria del pueblo sino en materia política y económica.

Para repasar un pasado que todavía está presente, Sudamericana acaba de reeditar una versión ampliada y revisada del ya clásico El palacio y la calle, el libro del periodista, escritor y político argentino Miguel Bonasso que, a partir de una exhaustiva investigación, escribió una “crónica descarnada de la insurrección ciudadana y la conspiración palaciega contemporáneas de una Argentina estallada”.

Escribe el autor, a dos décadas del lanzamiento original del libro: “La reedición de esa crónica que viví y escribí con pasión a pocos meses de lo que llegó a proclamarse como ‘el argentinazo’ torna ineludible su publicación a veinte años de distancia, aunque más no sea para contradecir la tesis facilista de ‘las dos crisis’ que oculta la idea más abarcadora de un proceso cruel y decadente que sepulta a millones de argentinos en la miseria y el hambre”.

¿Qué sucedía en “el palacio” mientras ardía “la calle”? ¿Sabían los políticos de turno lo que estaba pasando? ¿Lo ordenaron? ¿Miraron para otro lado? En estas “crónicas de insurgentes y conspiradores”, Bonasso ofrece una obra fundamental que resulta indispensable para pensar el presente.

Así empieza “El palacio y la calle”

"El palacio y la calle", de Miguel Bonasso, editado por Sudamericana.

El Toba

“Qué pelotudos son esos chabones”, piensa el Toba, observando los tres misteriosos vehículos que vienen del lado de Constitución y acaban de detenerse, en caravana, en el medio de la Nueve de Julio: una camioneta Ranger de doble cabina, color gris metalizado; un Peugeot 504 blanco y un Fiat Palio bordó. “Justo se van a meter en el quilombo”. El quilombo está alrededor del Obelisco, donde tres camionetas de OCA arden en la tarde de verano. Arde la Plaza de la República y un humo negro cubre hasta el quinto piso los edificios de Sarmiento, de Diagonal, de Lavalle.

Mientras cientos de jóvenes manifestantes aguantan los gases lacrimógenos, las balas de goma, las cargas de los motociclistas y la Montada. Ágiles arlequines de torso desnudo y balaclava improvisado con una remera sobre el rostro, estiran las hondas de David, recogen cascotes de la portentosa siembra de piedras que cubre la avenida más ancha del mundo, los arrojan a los hombres de metal y corren hurtando el cuerpo a los gomazos.

En una fracción de segundo entiende que no son chabones, sino algo oscuro y peligroso vinculado a la insidia de estos gases que hacen más daño que aquellos de los setenta. Acaso “porque uno ya no es aquel del setenta”, aunque a los cincuenta conserve el cuerpo ágil y la mente despejada. De los tres vehículos sin identificación policial han bajado nueve hombres de civil. Alguno, de camisa blanca, carga el negro chaleco antibalas de la Policía Federal Argentina.

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Los hombres se parapetan, apoyan las Itaka sobre la caja de la camioneta y los capós de los autos. Algunos empuñan la Browning 9 milímetros reglamentaria. Apuntan sus armas en dirección a la plazoleta que separa la Nueve de Julio de Cerrito, donde un puñado de personas —manifestantes, curiosos, camarógrafos— que no pueden llegar a la Plaza de Mayo, observan la batalla campal que se libra en el Obelisco, a ciento cincuenta metros de distancia de donde están, en el arbolado refugio que se extiende entre Sarmiento y Perón.

Uno de los asesinos pone en la mira a ese morocho atlético, que carga una mochila de plástico azul eléctrico y luce un mechón blanco en su pelo renegrido, de indio. El Toba observa al tipo que lo apunta, pega un grito y se tira al suelo antes de que estallen los fogonazos y los estampidos de las “pajeras del doce” suenen “más seco que cuando son postas de goma”. Por el ruido y por su experiencia, sabe que también están disparando con pistolas.

Bonasso es periodista, escritor y político. Fue uno de los fundadores de Página/12.

El time-code de una cámara registra la hora de la masacre: 19:21:40. A tres metros de distancia un hombre mayor, pelado y gordo, que acababa de bajar a la calzada para ver lo que estaba pasando, vuelve sobre sus pasos con automatismo de marioneta, cae de rodillas sobre el césped de la plazoleta y se desploma ensangrentado sobre una de las mujeres que lo acompaña. El Toba, de reojo, lo ve morir. Apenas un vómito de sangre, una bocanada “y se queda tieso”.

El Toba se vuelve y ve caer junto al cordón de la vereda a un joven de unos veinticinco años, que unos minutos antes le ha llamado la atención por su barba renegrida y sus espesas rastas de jamaiquino. El de las rastas había tratado de correr pero fue alcanzado por un balazo “que lo dio vuelta”.

Sin pensarlo dos veces se arroja sobre el muchacho, lo pone de cara al cielo y lo cubre con su propio cuerpo. El chico respira y empieza a convulsionarse. El Toba observa que se le ha enroscado la lengua y está por ahogarse. Le desanuda la lengua y sale “un montón de sangre”. Pero no le encuentra la herida. Él piensa que le han dado en el pecho, pero cuando le pasa una mano por la nuca para alzarle la cabeza el dedo se le hunde en un agujero pegajoso: tiene un balazo en la nuca. Al alzarle la cabeza empieza “a sangrar a lo perro”. El Toba, que hizo un curso de primeros auxilios allá en sus tiempos de militante en la Villa de Retiro, le tapona el agujero con su dedo para que no se desangre. Los asesinos siguen disparando sus armas.

Está solo. La gente que lo rodeaba en la plazoleta ha salido corriendo. Un amigo del pibe de las rastas brinca la pared de granito del estacionamiento subterráneo, pensando que del otro lado no debe haber más que un metro de altura. Hay seis. Cae como un gato sobre la rampa descendente y sólo sufre el esguince de un tobillo. Una amiga del viejo que vomitaba sangre pide ayuda a los gritos. La esposa no entiende, no acepta lo que está ocurriendo. El Toba también grita pidiendo ayuda. Sigue presionando el agujero de la nuca y liberándolo cada tanto, para que no se vaya en sangre ni se le produzca un coágulo. El muchacho, que podría ser su hijo o él mismo hace veinticinco años, “no se me va a morir”. No se le va a desaparecer como su hermana y su cuñado.

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Entonces ocurre algo que el Toba ha visto muchas veces esa tarde: pese a que los asesinos siguen ahí, la gente regresa. Algunos les gritan: “hijos de puta”. Y aunque los que vuelven no traen más que sus insultos, los policías (porque son policías) trepan a la camioneta, se meten en los coches. Ahora hay balizas azules sobre el techo de los móviles. Los tipos salen en estampida, con mala conciencia. Doblan por Sarmiento a contramano: la camioneta Ford adelante, el Peugeot detrás y cerrando la marcha, el Palio bordó, que derrapa en la esquina de Carlos Pellegrini y logra enderezarse a duras penas para seguir a sus compinches por Sarmiento. Hacia la Plaza de Mayo, donde irán a reportarse con sus jefes.

Una fogata arde cerca del Obelisco en medio de manifestaciones en el centro de Buenos Aires, el 20 de diciembre de 2001. El presidente argentino, Fernando de la Rúa, renunció a su cargo luego de que miles de manifestantes se reunieran en la Plaza de Mayo para exigir su renuncia.

En ese momento, una de las múltiples cámaras de video con que cuenta el Canal 4 de la Policía Federal enfoca la veloz retirada de los agresores. Pero antes, a las 19:21:40, ha tenido la suerte o la astucia de no registrar la escena de la masacre. En parte porque se la ocultan las frondosas copas de los árboles; pero sobre todo porque en un vertiginoso e inexplicable paneo ha retrocedido hacia el Obelisco justo cuando empezaban los tiros.

Las imágenes secretas se ven en la Sala de Operaciones del Departamento Central de Policía, en tiempo real. Pero también se ven en monitores especiales del Presidente, el ministro del Interior, el secretario de Seguridad, que luego fingirán demencia. El Poder Ejecutivo Nacional y el Gobierno de la Ciudad cuentan con los servicios del Canal 4, generosamente cedidos por el señor jefe de la Policía Federal, Rubén Santos, que para quedar bien con sus jefes políticos ha encendido las iras de los “duros” de la repartición, para quienes el canal policial no se le muestra a nadie.

Pero el Presidente no está mirando Canal 4. Acaba de escribir a mano su renuncia y distrae su frustración con las ceremonias del adiós. El país se incendia y nadie detiene los asesinatos. En la calle, el rumor de que está por dimitir circula vertiginosamente y enciende el júbilo de los manifestantes. El pueblo crece: en pocas horas se ha cargado a Domingo Cavallo, el ministro de Economía de los superpoderes, y ahora parece haberlo logrado con el propio Fernando Séptimo, esta suerte de Borbón republicano que conjuga, en dosis letales, perversidad y estulticia. Pero la alegría no suprime la bronca popular por una represión policial que supera a la de los tiempos de la dictadura militar y lleva ya siete horas sin parar.

Por Sarmiento, por la misma calle que han usado los asesinos de civil para huir, avanza ahora la Guardia de Infantería, uniformada y reprimiendo. Es evidente que les han cubierto la retirada a sus compañeros. El Toba los observa y compara: “Estos turros están muy bien organizados; en cambio, los muchachos tienen huevos pero no saben qué hacer. Ni siquiera los paran con barricadas, desvían el tránsito. Estos pibes están regalados”. Vuelve rápidamente la vista al muchacho de las rastas y descubre con alarma que se ha puesto morado. “Entró en paro”, piensa mientras actúa. Le aplica respiración boca a boca y lo masajea hasta resucitarlo. Ya lo rodea un mar de zapatillas. Otros muchachos, en jeans o bermudas, que quieren colaborar. Por momentos tiene que decirles “salgan, salgan”, porque la solidaridad también puede dejarte sin aire.

Entonces emerge un nuevo peligro: a unos quince metros, sobre la Nueve de Julio desierta, se detiene un patrullero y baja un policía que comienza a dispararles con Itaka. Por suerte, esta vez, con balas de goma. A él también. El “muy hijo de puta” ve que está asistiendo a un herido pero igual le dispara dos andanadas. Una rebota en la mochila, la otra le pintará una flor de puntos rojos en el trasero. El Toba lo reputea, apoyado por los muchachos que rodean enfurecidos el móvil. Se da cuenta de que el patrullero ha venido a llevarse al chico de las rastas. Y él no quiere que se lo lleven, “porque lo levantan, lo tiran por ahí y chau”.

Durante las manifestaciones de diciembre de 2001 hubo saqueos, cacerolazos, represión policial y muertos en las calles. (Télam)

A quien ya se han llevado, con buenas intenciones, es al señor mayor que sigue manando sangre de la boca. Para el Toba, ya está muerto. El dueño de un Fiat Duna rojo le hace caso a los que agitan pañuelos y remeras y detiene la marcha. Cuesta meterlo en el auto porque es muy robusto y al final lo bajan y lo cargan en una ambulancia del SAME. Ya hay varios heridos de bala en la zona; algunos testigos recogen vainas servidas y las exhiben ante los camarógrafos. Una joven fotógrafa se salva de milagro: un proyectil de plomo le ha penetrado por la espalda, pero otro, que hubiera podido perforarle un pulmón o el corazón, se ha estrellado contra el walkman que carga en su mochila.

El chico de las rastas sigue respirando y al Toba le parece que está consciente a pesar de ese ominoso agujero de la nuca que sigue tapando y destapando con su dedo. Junto al Toba está el amigo que se arrojó al vacío y renguea por el tobillo inflamado. Hacen señas a los autos para trasladarlo al hospital, pero nadie se detiene. Hasta que un taxista, que zigzaguea entre los pedazos de mampostería y los neumáticos incinerados, se anima a cargarlos.

Es un provinciano humilde, silencioso, que está aterrado pero no puede dejar que el muchacho se muera y vuela hacia el Argerich. El amigo del herido, que trae el pie muy dolorido, se acomoda como puede en el asiento delantero. El Toba se ubica atrás, sin soltar al muchacho de las rastas, que camino al hospital hace un nuevo paro. Empecinado, el Toba le da una trompada feroz en el pecho, un golpe tan duro que le fisura la clavícula al moribundo, pero lo trae de vuelta a la vida.

Cuando llegan al Argerich, el Toba observa en la guardia dos mujeres que sollozan. La calle tiene razón: hay varios muertos. ¿Cuántos? Allí también están ellos. Patoteando a los familiares que preguntan. Mirando sin piedad las rastas ensangrentadas.

Quién es Miguel Bonasso

♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1940.

♦ Es periodista, escritor y político.

♦ Participó en una gran cantidad de medios argentinos, latinoamericanos y europeos, y fundó y dirigió el matutino Noticias, clausurado durante el gobierno de Isabel Perón tras un atentado contra su redacción. También fue uno de los fundadores de Página/12.

♦ Escribió libros como Recuerdo de la muerte, La memoria en donde ardía, El presidente que no fue, Don Alfredo y Diario de un clandestino.

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