Toni Morrison fue una mujer que no conoció barreras, techos ni límites. En 1960, se convirtió en la primera editora negra de ficción en Random House. En 1993, con solo seis libros publicados, fue la primera escritora negra en ganar el Premio Nobel de Literatura. Y su aporte a la literatura universal -con su mirada puesta en la problemática de la población negra en Estados Unidos, en especial la situación de las mujeres- es incalculable.
Su bibliografía no necesitó demasiada extensión para lograr el impacto que tuvo y puede dividirse en dos etapas: antes y después del Nobel, cada una con seis libros. El punto de quiebre fue con Beloved, su novela ganadora del Pulitzer e inspirada en la historia de Margaret Garner, una esclava afroamericana en tiempos de la Guerra de Secesión Americana, que luego fue adaptada al cine con Oprah Winfrey como protagonista.
Aunque se avocó principalmente a la novela y a los textos de no ficción, Morrison experimentó durante toda su carrera con otros géneros y formatos. Escribió un libro infantil (La gran caja), una obra de teatro (Dreaming Emmet) y hasta una ópera (Margaret Garner) basada en la historia de Beloved. Pero ahora, a cuatro años de su muerte, se dio a conocer el único relato que Morrison escribió y que había permanecido inédito hasta la fecha.
Las dos amigas, editado por Lumen y con epílogo de Zadie Smith, cuenta la historia de dos niñas que comparten habitación en un centro de acogida. Una es blanca y la otra es negra. Ambas se rechazarán de inmediato debido a los prejuicios, pero poco a poco se irán acercando hasta darse cuenta de que tienen muchas más cosas en común de lo que creían. Así, “la sal y la pimienta», como las empiezan a llamar los demás, se volverán inseparables en este relato corto, el único de esta escritora que es, según Margaret Atwood, “un gigante de su época y de la nuestra”.
Así empieza “Las dos amigas (un recitativo)”, de Toni Morrison
Mi madre se pasaba la noche bailando y la de Roberta estaba enferma. Por eso nos mandaron a Saint Bonny’s. La gente, cuando se entera de que has estado en un centro de acogida, quiere darte un abrazo, pero en realidad no fue tan terrible. No dormíamos en una sala enorme y alargada con cien camas, como en el hospital de Bellevue. Éramos cuatro por habitación y, cuando llegamos Roberta y yo, había escasez de niñas tuteladas por el Estado, así que fuimos las dos únicas a las que metieron en la 406 y, si queríamos, podíamos pasar de una cama a otra. Y queríamos, vaya si queríamos. Nos cambiábamos de cama todas las noches y a lo largo de los cuatro meses que pasamos allí no llegamos a elegir una en concreto.
La historia no empezó así. Cuando entré y la Alelada de Remate nos presentó, se me revolvió el estómago. Una cosa era que me hubieran sacado de la cama de madrugada y otra muy distinta que me hubieran soltado en un sitio que no conocía de nada con una niña de una raza completamente distinta. Y Mary, o sea, mi madre, tenía razón.
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De vez en cuando dejaba de bailar el tiempo suficiente para decirme algo importante, y una de las cosas que me decía era que esa gente no se lavaba el pelo y olía raro. Roberta, desde luego, sí. Sí que olía raro, quiero decir. Y, así, cuando la Alelada de Remate (nadie la llamaba nunca «señora Itkin», igual que nadie decía «Saint Bonaventure») fue y dijo: «Twyla, esta es Roberta. Roberta, esta es Twyla. Haced lo posible por ayudaros», le contesté:
—A mi madre no le hará gracia que me meta aquí.
—Estupendo —dijo la Alelada—. A ver si así viene a buscarte.
Eso sí que era ser mala. Si Roberta se hubiera reído, la habría matado, pero no se rio. Se fue hasta la ventana y se quedó allí, dándonos la espalda.
—Vuélvete —le dijo la Alelada—. No seas maleducada. A ver, Twyla. Roberta. Cuando oigáis un timbre muy fuerte, es que llaman para cenar. Se sirve en la planta baja. Nada de riñas si no queréis quedaros sin película. —Y entonces, para asegurarse de que sabíamos lo que nos perderíamos, añadió—: El mago de Oz.
Roberta debió de entender que lo que yo quería decir era que mi madre se enfadaría porque me habían metido en el centro de acogida, no porque compartiera habitación con ella, ya que en cuanto se fue la Alelada se me acercó y me preguntó:
—¿Tu madre también está enferma?
—No. Es que le gusta pasarse la noche bailando.
—Ah.
Asintió con la cabeza y me gustó que entendiera las cosas a la primera, así que por el momento no me importó que, allí plantadas, pareciéramos la sal y la pimienta, que fue como empezaron a llamarnos a veces las demás. Teníamos ocho años y siempre lo suspendíamos todo. Yo porque no conseguía acordarme de lo que leía o de lo que decía la maestra. Y Roberta porque sencillamente no sabía leer y ni siquiera prestaba atención en clase. No se le daba bien nada, excepto jugar a las tabas, para eso era un fenómeno: pam recoger pam recoger pam recoger.
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Al principio no nos caímos demasiado bien, pero nadie más quería jugar con nosotras porque no éramos huérfanas de verdad con unos padres estupendos muertos y en el cielo. A nosotras nos habían dado la patada. Ni siquiera las puertorriqueñas de Nueva York ni las indias del norte del estado nos hacían caso. Allí dentro había niñas de todas clases, negras, blancas, incluso dos coreanas. La comida era buena, eso sí. O al menos a mí me gustaba. A Roberta le repugnaba y se dejaba pedazos enteros en el plato: fiambre de lata, filete ruso, incluso macedonia de frutas en gelatina, y le daba igual que me acabara lo que ella no quería. Para Mary, la cena consistía en palomitas de maíz y un batido de chocolate industrial. A mí, un puré de patatas caliente con dos salchichas de Frankfurt me parecía algo digno del día de Acción de Gracias.
Saint Bonny’s no estaba tan mal, la verdad. Las mayores del primer piso nos mangoneaban un poco. Pero nada más. Llevaban pintalabios y lápiz de cejas, y meneaban las rodillas mientras veían la tele. Quince años, dieciséis incluso, tenían algunas. Eran chicas repudiadas, la mayoría se habían escapado de casa muy asustadas. Unas pobres niñas que habían tenido que quitarse de encima a algún tío suyo, pero que a nosotras nos parecían duras de pelar y también malas. Dios mío, qué malas parecían.
El personal trataba de mantenerlas apartadas de las pequeñas, pero a veces nos pillaban mirándolas en el huerto, donde ponían la radio y bailaban unas con otras. Nos perseguían y nos tiraban del pelo o nos retorcían un brazo. Nos daban miedo, a Roberta y a mí, pero ninguna de las dos quería que la otra se enterase, así que nos buscamos una buena lista de insultos que gritarles mientras huíamos de ellas por el huerto.
Yo soñaba mucho y casi siempre salía el huerto. Una hectárea, quizá una y media, de manzanos pequeñitos. Centenares de manzanos. Pelados y retorcidos como mendigas cuando llegué a Saint Bonny’s, pero cargadísimos de flores cuando me marché. No sé por qué soñaba tanto con aquel huerto. La verdad es que allí no pasaba nada. Nada demasiado importante, quiero decir.
Las mayores bailaban y ponían la radio y ya está. Roberta y yo mirábamos. Una vez, Maggie se cayó en el huerto. La señora de la cocina, que tenía las piernas como unos paréntesis. Y las mayores se rieron de ella. Deberíamos haberla ayudado a levantarse, ya lo sé, pero aquellas chicas con pintalabios y lápiz de cejas nos daban miedo. Maggie no hablaba. Las niñas decían que le habían cortado la lengua, pero yo supongo que era cosa de nacimiento: sería muda. Era mayor, tenía la piel morena y trabajaba en la cocina. No sé si era simpática o no. Lo único que recuerdo son aquellas piernas como paréntesis y que se balanceaba al andar.
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Trabajaba desde primera hora de la mañana hasta las dos, y si se retrasaba, si tenía mucho que fregar y no salía hasta las dos y cuarto o así, acortaba por el huerto para no perder el autobús y tener que esperar otra hora. Llevaba un gorrito de lo más idiota (un gorro infantil con orejeras) y no era mucho más alta que nosotras. Un gorrito horroroso. Por mucho que fuera muda, lo suyo era ridículo: iba vestida como una niña y nunca decía nada de nada.
—Pero ¿y si alguien intenta matarla? —Yo me preguntaba esas cosas—. ¿O si quiere llorar? ¿Puede llorar?
—Claro —me dijo Roberta—, pero solo le salen lágrimas. No hace ningún ruido.
—¿Puede gritar?
—Qué va. Para nada.
—¿Y oye?
—Supongo.
—Vamos a llamarla —propuse.
Y la llamamos:
—¡Eh, muda! ¡Eh, muda!
Nunca volvía la cabeza.
—¡La de las piernas arqueadas! ¡La de las piernas arqueadas!
Nada. Seguía andando, contoneándose, mientras las cuerdecitas laterales del gorro de niño se balanceaban de un lado a otro. Creo que nos equivocábamos. Creo que oía perfectamente, pero disimulaba. Y todavía hoy me da vergüenza pensar que en realidad allí dentro había alguien que no era insignificante y que nos oía insultarla de aquella forma y no podía delatarnos.
Quién fue Toni Morrison
♦ Nació en Ohio, Estados Unidos, en 1931. Falleció en Nueva York, Estados Unidos, en 2019.
♦ Fue novelista, ensayista, editora, profesora y una combatiente a favor de los derechos civiles y comprometida con la lucha en contra de la discriminación racial.
♦ En 1960 se convirtió en la primera editora negra de ficción en Random House, en Nueva York.
♦ Recibió algunos de los galardones literarios más importantes del mundo, como el Premio Pulitzer en 1988 y el Premio Nobel de Literatura en 1993.
♦ Escribió libros como Ojos azules, La canción de Salomón, Beloved, Paraíso, Volver y El origen de otros.
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