María Sonia Cristoff nació en Trelew, en 1965. Graduada en Letras en la Universidad de Buenos Aires, es autora de las novelas Mal de época (nominada al Premio Medici de Francia en 2022), Inclúyanme afuera, Bajo influencia, Desubicados y Derroche, que recientemente fue incluida en la long list del Premio Filba Medifé, que premia a la mejor novela publicada en 2022. Compiló los volúmenes Acento extranjero, Patagonia, Idea crónica y Pasaje a Oriente. Dicta clases en la Maestría de Escritura Creativa de la UNTREF.
Random House acaba de reeditar su libro Falsa calma, que en principio podríamos llamar libro de crónicas pero que es mucho más que eso. Originalmente publicado en 2005, el libro está dividido en diez capítulos o historias que surgen a partir de un regreso: el de la narradora a su territorio original, veinte años después de haberlo dejado para viajar a la Capital.
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Larguísimas caminatas por la Patagonia y las calles polvorientas de pueblos fantasmas o agonizantes; tardes de lectura o de intento de lectura en bares solitarios, historias de vida y de poblaciones que son mayormente relatos de fracasos y frustraciones pero también de resistencia. No son crónicas periodísticas sino literarias; textos híbridos que trabajan voces o hechos reales con los recursos y las estrategias de la literatura. Me gusta el modo en que la periodista Silvina Friera definió esas operaciones y procedimientos narrativos de Cristoff como “una suerte de dialéctica de la apropiación y la expropiación de voces y géneros”.
Lo que sigue es la reproducción y edición de la charla que mantuvimos en Radio Nacional, semanas atrás, en la cual la escritora argentina -que desde hace años viene construyendo una obra sólida y sin estridencias- recuperó la memoria del tiempo en que produjo Falsa calma y habló también de un punto central para cualquier escritor pero sobre lo que no se habla tanto, al menos en esta época: para qué escribir.
“Escribo porque tengo la necesidad rotunda de proponer otro modo de vida”, dirá en un ratito. También dirá que escribir le permite entrar en “una lógica diferente a la del mundo”, una lógica infantil en la que hay menos encasillamientos y más juego con mezcla de materiales, placer y la posibilidad de mancharse.
— Me pregunto y trato de pensar cómo se leyó cuando se publicó Falsa calma originalmente, cuando no existían los teléfonos inteligentes, el tiempo del trabajo era otro y también el tiempo personal era otro, y cómo se puede leer hoy.
— Verdad. Yo misma por ahí pensaba un poco esta cosa de Pierre Menard: el mismo texto y cómo lo cambia su lectura de época. Y, la verdad, es impresionante todo lo que ha pasado en estos 20 años. Entonces, cuando vos decís que el tiempo era otro es verdad, porque yo estuve cinco años escribiendo ese libro. Y cinco años de ir, de viajar. En el libro eso no se ve.
— Me decís que se lee como que podría haber sido todo en el mismo viaje pero que no lo fue.
— No, para nada. Hice cinco viajes y con estadías increíbles y en lugares rarísimos. Bueno, en algunas de las crónicas cuento las estadías, como el capítulo en el que cuento que en un lugar no había ni dónde quedarse y entonces me quedé en la escuela.
— La estadía en la escuela con las chicas me encanta.
— Sí, a mí también me alucinó. Me alucinó. Entonces, digo, también el tiempo de uno para escribir era otro. Yo igual siempre me tomo muchos tiempos pero quizás ahora, en los últimos años, le doy más tiempo por ahí al trabajo de escritorio, ¿no? Antes, para es libro, fue mucho tiempo de estar en el lugar. Porque además está la paradoja de que yo, patagónica como soy, no conocía ninguno de esos lugares a los que fui para este libro porque antes hice como un rastreo, viste.
— Eso te iba a preguntar: buscaste a dónde ir.
— Busqué. Busqué. Busqué. Sí, busqué muchísimo y descarté enorme cantidad de pueblos. O sea, no tiene nada que ver con el azar aquellos lugares con los que me quedé.
— El libro se compone de diez capítulos en los que hay un personaje central. El tema del trabajo parece clave en tu obra, de hecho es el gran tema de tu novela Derroche, en la que hay una crítica feroz al sistema extractivista y de explotación con el que nos ganamos la vida la mayoría de los humanos. Y en Falsa calma también es un tema porque las historias suceden a comienzos del siglo XXI, en un momento histórico central para el cambio en las formas del trabajo. Y tus textos están atentos a eso.
— Absolutamente. Decías que cada uno de los capítulos tiene como un personaje central, ¿no? Ahora lo veo más casi como una concatenación de retratos te diría.
— Hay algo de eso, sí.
— Y todas esas vidas fantasmales y medio beckettianas en gran parte han quedado así por las condiciones laborales que cambiaron. Cambiaron porque muchos de esos pueblos eran pueblos que nacieron con el petróleo próspero y después, con las privatizaciones de los 90, muchos personajes es como si los hubieran corrido o directamente sacado de la sede donde se paraban.
— ¿Y decidieron reeditarlo por lo de Vaca Muerta, por el gasoducto? Porque es notable cómo la propia historia hace leer estos textos de otro modo.
— Es verdad, no lo había pensado así pero sería bueno, ¿no? Sería bueno que se vea que lo que se presenta como una gran esperanza en realidad es una forma del martirio para las personas, que es lo único que nos debería importar. Las personas, la naturaleza, los animales. Quiero decir, las especies que vivimos en común. Pero hay una cosa muy oscura en ese sentido y a mí me interesa pensar esa oscuridad muy ligada al mundo del trabajo y a las condiciones materiales en las cuales se dan esas cosas en esos pueblos patagónicos donde deja de venir el tren que venía, donde el petróleo deja de ser estatal y entonces las privatizaciones hacen un desastre absoluto. A personas acostumbradas a vivir décadas en esa cultura del trabajo estatal, que te organizaba la vida entera, les sacaron todo eso y les dieron como si te dijera un “manualcito de emprendedurismo”, que ya sabemos que es de una calaña espantosa. Bueno, la verdad es que mucha gente estaba muy aturdida, como si los hubiera agarrado una especie de desastre natural. Entonces yo no quería llevar tanto la cosa al desastre natural ni mucho menos a esa cosa que se supone de la Patagonia como un poquitito estetizada como que, bueno, la gente es rara, o habla poco, o habla mucho.
— O habla mucho sola (risas).
— Sí, habla mucho sola. Sí. Bueno, en realidad…
— Eso también (risas).
— Eso también.
— O el viento, que se escucha más que las voces. Todo eso.
— Exacto, y dale que va. Entonces, quiero decir que para mí una de las maneras que tuve o que por lo menos intenté de evitar cristalizar los mitos patagónicos era entrar por el mundo del trabajo. O sea, no quería entrar por una Patagonia estetizada porque en realidad todo te lleva a eso, entendés. Yo ahora te acabo de decir no quiero tal cosa pero después te puedo hacer un listado de gente que en realidad en la Patagonia no habla nada o habla de más, sola.
— Sí, en el libro, de hecho, hay personajes así. Pienso en ese personaje que no habla o que no responde cuando lo van a buscar, aunque está ahí. Hay montones de excentricidades de ese tipo. Pero me interesaba mucho esto que te mencionaba al comienzo en relación a cómo se puede leer hoy tu libro y me decías que vos misma lo estás leyendo de otro modo. Porque por ejemplo, el vínculo con los animales o la mirada sobre los animales que vos tenés en tu obra acá ya estaba pero me imagino que cambió mucho en estos años.
— Sí, bueno, muchísimo. Y además ahí, habría tanto que decir precisamente acerca del desastre que fue la introducción de las ovejas, que se supone que es un mito patagónico porque es verdad que fue una industria que sostuvo a la población durante muchos años. Esa es toda una historia en sí misma. Vos sabés que es un libro donde no tengo tan presente como en todos los otros la presencia animal.
— Pero están los perros, por ejemplo.
— Ah sí, sí.
— Están los teros.
— Sí, sí. Claro. Pero aparecen de otro modo.
— Amenazante.
— Es verdad, es verdad. Porque después se han convertido en mis cómplices en las novelas. Sí, pero es verdad, sí, sí. Bueno,l o de los perros es tal cual. En realidad, te digo, absolutamente todo es tal cual. Hay un solo capítulo que el personaje es una invención pero no sus condiciones de trabajo, que es lo que más me importaba. Y la locura que deviene, ¿no? El recorredor nocturno.
— Ah, sí.
— Pero bueno, el personaje en sí mismo sí es una invención, como quien inventa un cuento. Es lo único que es una invención. Todo lo demás existió. Y esos perros… existieron tremendos perros ahí, en Cañadón Seco, y me pasó algo parecido. Yo veo perros y ya me siento feliz pero después se me convirtieron realmente en una amenaza y me sirvieron mucho para hablar un poco de qué nos pasa a las cronistas con el material. Cómo el material a veces te abre las puertas y a veces te las cierra, te escupe y te amenaza.
— Eso aparece todo el tiempo porque hay persona que te dicen ya que alguna vez hablaron con alguien y ahora tienen reticencia a hablar. Me interesa mucho el modo en que la narradora se apropia de las voces de los que le están contando su vida.
— Es que es verdad. Para mí es un punto central el que estás marcando porque éste es el tema también, que es una de las cuestiones cuando vos trabajas ahí a partir de testimonios: las voces de los otros. Yo eso lo pensé muchísimo porque podría haber reconstruido esa voces, pero me dio, a ver cómo te lo puedo decir, me dio cierto temor al naturalismo. Digo “ay bueno, ahora voy a poner cómo me habla este paisano y voy a poner los apóstrofes”. Entonces, digo, “voy a hacer como una gauchesca anacrónica”. Y por ese lado no me interesaba. Hay un momento del prólogo que para mí es crucial en el que estoy diciendo “miren, ojo, esta es mi voz, están son las modulaciones de una escritora que a esta altura de su vida es muy urbana y que ha leído mucho”. Porque eso a mí también me dio mucha libertad. Cuando digo que yo me quedaba sentada ahí, eso es verdad; me quedaba sentada y me pasaba muchas horas ahí y, de alguna manera, me convertí como en una especie de antena.
— Una médium.
— Sí, sí, sí. Y sí, tal cual.
— Lo de la antena es una buena imagen.
— Sí, sí. Entonces, yo lo que quería era que se mezclaran. Porque, de hecho, hay una mezcla de voces. Por supuesto que están las historias de ellos y ellas pero, sobre todo, hay un montón de dichos y observaciones que yo no hubiera hecho jamás. Quiero decir que ahí hay mucho que viene de ellos más allá del contenido de sus historias. Entonces ahí apelé a esa idea de la antena, a la idea del muñeco del ventrílocuo. También para quitar un poco esa cosa de la voz tan preponderante de la cronista. De alguna manera es como soy habitada por esas voces y no quiero ejercer tanto el control. Tampoco quiero decir que no lo ejerzo, por supuesto que quienes escribimos tenemos la última palabra.
— Sí, en contra de la idea de “la voz de los que no tienen voz”.
— No, no, justamente ese lugar paternalista y tan urbanocéntrico, no.
— ¿Pensás que hoy podrías hacer todos estos viajes y podrías tomarte todo este tiempo para escribir un libro como éste? ¿O es un libro de su tiempo?
— Yo creo que lo podría hacer igual porque, de hecho, a mi manera lo hago. Digo, ahora, por una novela que estoy escribiendo, quiero ir a la meseta de vuelta, que es parte de lo que está acá, y entonces voy. O sea, cuando escribo me encuentro haciendo cosas absolutamente innecesarias permanentemente. Todo el mundo me dice: “pero qué necesidad”. Bueno, una necesidad que pasa por algún lugar de mis entrañas. Porque es como dejarte llevar un poco. Es muy linda esa experiencia de dejarse llevar, ya que en todos los otros órdenes es tan poco aconsejable (risas).
— Hablás de dejarse llevar, de hacer esos viajes que de pronto no son absolutamente indispensables y eso está muy relacionado con tu pasión por caminar, ¿no? Me imagino.
— Sí, bueno, tal vez sí, qué sé yo. Sí, es una necesidad. Te digo que son pulsiones. Tengo, por ahí, una cosa muy disciplinada por fuera de la escritura; me veo permanentemente reprimiendo impulsos, necesidades, deseos, entonces, cuando voy a la escritura, no lo hago. Estoy muy atenta a la forma pero desde un lugar muy placentero, en el sentido de una conexión con una lógica que no tiene que ver con la lógica del mundo. En gran parte yo escribo por eso, como para realmente estar en otra lógica, ¿no? Porque digo, la lógica del mundo se ha puesto muy coercitiva, muy tanática. Está complicado. Todo el mundo está estresadísimo, haga lo que haga o deje de hacer lo que deje de hacer. Cada vez la gente está más sola, además de la pobreza y otros problemas.
— Claro, no es solo la crisis económica, es una crisis cultural profunda.
— Claro, sí, cultural y emocional. O sea, nadie quiere terminar de asumir la relación directa que hay entre economía y sentimiento porque, obviamente, no les conviene a los pocos que dominan el mundo. Pero está claro que es un hecho. Entonces, como afortunadamente he hecho todo lo que tenía que hacer en la vida para poder dedicarle cuatro horas al día, tres, cinco, según los días, cuando voy a la escritura es como que todas esas lógicas desaparecen y hay mucho de derroche, en el sentido de leer lo que quizás no es tan necesario. De irme por las ramas. Hacer ese viaje. Tomar nota. Hacer setenta y dos entrevistas para después quizás usar una y media. Pero hay algo de todo eso que me hace ir entrando en otra lógica y, por ende, en otra atmósfera, que espero que de alguna manera aparezca en la escritura, de una manera extraña. No sé, yo siempre también confío en lo que no está del todo dicho, necesariamente. En que un libro te transporte a otro modo de encarar el mundo y que, quizás, ese modo esté más en la respiración de la frase, en el aire que hay entre párrafo y párrafo, en lo que, por ahí, algún personaje hace tangencialmente.
— En el detalle.
— Sí, en el detalle o, digo, entrar claramente en otra lógica. Por ejemplo, en todas mis novelas hay un personaje que está o a disgusto con el mundo o planeando sabotajes.
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— Siempre hay un anarquista.
— Sí, sí. Viste que a las personas son cosas diversas las que las llevan a escribir; a mí es como la necesidad rotunda de proponer otro modo de vida.
— Y de relación.
— Sí, por eso, de vida quiere decir de todo. Relacionarse con los otros, con todo.
— Y cuando escuchabas estas historias, ¿tomabas notas? ¿Grababas? ¿O escuchabas y bajabas todo lo que había quedado en tu cabeza a la escritura cuando te quedabas sola?
— Sí. Esto está directamente ligado con lo que me decías hace un rato de por qué la primera persona. O sea, cómo se da esa convivencia de primera persona bueno, que para los que fuimos a Letras ya sabemos que es un caso clarísimo de discurso indirecto libre porque hay una primera persona pero habitada por la conciencia de estos personajes. Esto, dicho para quienes no hayan ido a Puán. Para llegar a eso, para que se genere una conversación y no una entrevista, yo necesitaba que no hubiera nada en el medio realmente. Con uno de los personajes me quedé en su casa, con su familia, o sea, lavaba los platos.
— Claro, no es una charla de un rato con esta gente.
— No, no. Yo lavaba los platos en un fuentón porque no había ni bacha. La dueña de la casa me acusaba de que usaba demasiado detergente, ¿entendés?
— ¿Pero cuando te quedabas sola tomabas notas?
— Sí, eso sí. Pero tomo las notas después.
— Sin la presencia del otro.
— Sin la presencia del otro. Muy confiada en el olvido. Me parece importantísimo el olvido. El anti Funes el memorioso. Precisamente, qué interesante lo que olvidamos porque solamente remarca lo que nos acordamos. Entonces, te quiero decir que para no ser yo falsa, si querés, o injusta con muchas de estas historias, también necesitaba que apareciera mi voz en primera persona como diciendo “bueno, a ver, todo lo que no fue exactamente corre por mi cuenta”.
— Claro, claro. ¿Ellos vieron esos textos, los leyeron, tuviste algún problema?
— Sí, pasó de todo. Pasaron cosas distintas. Bueno, a todo el mundo yo iba conociendo la tradición europea, sobre todo en Patagonia, que iban muy así a rapiñar. Yo iba muy abierta. Lo primero que les decía era todas las reglas del juego, entiendo que a veces por ahí no todo el mundo las entiende, pero yo las explicaba lo mejor que podía. Les dejaba mi celular y todas las formas posibles de contactarme. Entonces, algunas de esas personas después usaron ese material para contactarse conmigo y otras no. O sea que las que no se contactaron, no sé. Pero las que sí lo hicieron, tuve como cosas diversas. Como, por ejemplo, el aviador, que estaba absolutamente fascinado y me llamó dos o tres veces.
— Es un hombre que ama los aviones y trabaja en ellos y que, en determinado momento y por determinada circunstancia, consigue pilotear, pero duda sobre su capacidad. Porque cuando consigue pilotear, le agarra una inseguridad y dice “a lo mejor yo solo sirvo para mirar a los aviones”. Me alucina ese texto.
— Sí, esa historia a mí también me volvió loca. Bueno, con él tuve una cosa así muy, muy alucinante. Todos los personajes tienen los nombres cambiados. Y, por ejemplo, con otro quedé amiga durante años. Es el primero, el kiosquero que está obsesionado por la cura para la esquizofrenia.
— Es el de “Vine por dos meses y me quedé para siempre”.
— Sí. Bueno, él me llamaba prácticamente una vez por semana y a través de él me enteré del revuelo que había habido en el pueblo porque lo que pasó fue que mucha gente se había ofendido por lo que yo dije. Yo en un momento dije que el delegado de petroleros. Es muy larga la cosa pero el tema es que se abrieron dos ramas de los sindicatos y entonces el sindicato del Estado, que había tenido mucho poder hasta entonces… Mirá, fijate la diferencia de lo que es una crónica literaria. Por ejemplo, yo pensé: “A ver, ¿cómo hago para narrar esto que en esta situación de pueblos petroleros es central?” Era central el tema de que el poder que tenía el sindicato del Estado pasa de un día para el otro a ser nada y empieza a armarse toda la trama de petroleros privados. Entonces, digo: cómo cuento esto que sea sin que sea material puro y duro, para eso que vayan a buscar un diario de la zona. Entonces, para hacerlo breve, la forma que encontré de narrar eso es poner al personaje éste, el del sindicato de petroleros, corriendo y dando vueltas alrededor de la plaza. Porque ya no tiene nada que hacer, corre, seguido por su perrito caniche. Para mí es una figura que dice mucho acerca del tiempo libre, de quién te sigue ahora, y quizás hasta de cosas buenas que pueden venir con las cosas que uno pierde, ¿no?
— Pero les resultó ofensivo (risas).
— Parece ser que eso sacó la ira de la mujer.
— Del dueño del caniche.
— Entonces lo iban a buscar a él todo el tiempo porque el abogado le había dicho que si no había una persona involucrada con más protagonismo, lo más probable es que no me pudieran hacer nada, entonces lo quisieron convencer a él durante mucho tiempo de que encarara la demanda contra mí. Y él no quería, entonces me llamaba todas las semanas. Bueno, nada, pasó de todo, sí. Y esta es una cosa muy alucinante para mí porque, la verdad, es que no lo hice pensando en eso, lo hice como patagónica que soy, pero muchísima gente de la Patagonia, de cualquier otro lugar de la Patagonia, por ahí gente de la Patagonia más urbana, me dice: “Es así”.
— Encontraron un reflejo.
— Sí, hay algo del estar ahí que no sé si está en un párrafo, pero está en todo.
— Te tocó escuchar historias de vida que son durísimas desde el comienzo, con lo cual habrás escuchado cosas muy tremendas, que están reflejadas en tu libro pero que las escuchaste ahí, de boca de sus protagonistas. ¿Qué pasa con vos como persona en ese momento? ¿Conseguís aislarte de la cuestión más sentimental, más emocional? ¿Te emocionás con la persona que está al lado? ¿Qué recordás de eso?
— En ese sentido tengo piel dura. Sí, sí. Y, aparte, como realmente soy una conversadora nata, me encanta conversar, la gente me contó cosas incluso mucho más de lo que yo puse en el libro. O sea, me pasa todo el tiempo de verdad. Me pasa a donde voy que la gente me habla y me cuenta cosas.
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— La antena Cristoff.
— Sí, sí. La gente se debe dar cuenta, debe percibir lo que a mí me gusta escuchar. Me encanta escuchar, prefiero mil veces no hablar yo, entonces creo que eso arma una cosa de mucha empatía. Te digo que hasta puedo ser contenedora. Igual, la gente te habla porque a veces tiene necesidad de que la escuchen nada más. Pero no me pasa de sentirme especialmente agobiada. No.
— Decías en una entrevista que no te gusta el diálogo en la narrativa. Es más, decías que lo aborrecías. Hace un ratito me hablabas de que no querías entrar en una cosa naturalista y paternalista incluso con la cuestión del habla del otro. Explicámelo un poquito.
— No me gusta el diálogo directo. Porque esto en realidad es todo un gran diálogo.
— Sí, la reproducción de un gran diálogo.
— Claro, sí. Y Derroche también, la gente habla, y habla y habla.
— De distintas maneras, con distintos géneros.
— Sí. Es decir que me interesan mucho las voces pero simplemente no me gusta el diálogo directo. Por eso creo que tampoco me gusta mucho la dramaturgia, ¿no? O sea, guion, A dice, guion, B dice. Es como que, no sé, le quita la gracia a trabajar con palabras. Hay algo del diálogo que no me convence. Por eso me gusta más el diálogo indirecto. O sea, convertirlo rápidamente en directo.
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— Tu literatura está asentada en la hibridez, casi como principio constructivo en un punto, ¿no? En Derroche eso se ve. Y si uno se pone a pensar en esta crónica literaria, también hay algo de eso. ¿Qué te pasa con la literatura hibrida, con la escritura hibrida?
— Me da un poco ese aire del que te hablaba; ese aire en el sentido de posibilidades infinitas. Para mí hay una cosa muy de juego, de mancharte. De placer. Para mí hay algo de la infancia en la escritura en el sentido de que no está todo tan encasillado y todo lo que debe ser y no sale. Entonces, para mí esta cosa de empezar a mezclar materiales…
— De incrustar textos de otros o documentos.
— Sí. Es como si te dijera que va a ese lugar. Para mí es muy importante mantener eso. Hay como una cosa del lugar de enunciación. Viste que, por ahí, vos ves que hay narrativas que están muy interesadas en narrar una historia. Hay otras interesadas en sentar bases de ciertas cosas. En cuanto a la forma muy concreta de la hibridez, es algo que me empezó a pasar mucho con Falsa calma. Yo hasta llegar a Falsa calma casi no había leído no ficción. Era una lectora adicta de novelas y cuentos. Y bastante poesía también. Para mí la irrupción de la no ficción fue una maravilla. A partir de entonces, en este libro no pude evitar que apareciera algo de la ficción o del trabajo con la lengua y, después, en la novela no puedo evitar que aparezca lo documental. Me gusta. Me parece que, además, es una buena forma de narrar, de expandir las narraciones.
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