¿Por qué nos gusta tanto decir que odiamos la música que la mayoría adora? ¿Por qué reaccionamos tanto, y tan exageradamente, cuando no nos gusta una canción que está de moda? ¿Qué tienen los artistas más escuchados que los hacen también el blanco de burlas y desprecios? ¿Por qué nos reímos de lo que en el fondo nos gusta?
En Música de mierda, considerado uno de los mejores ensayos estéticos sobre el gusto musical de este siglo, el escritor y crítico cultural canadiense Carl Wilson investiga el mal gusto y la sensiblería musical a partir de una contradicción: ¿por qué la persona que más discos vende es de la que más gente se ríe?
El libro parte de la figura de Céline Dion -la estrella pop canadiense que conquistó el mundo con su versión de “My Heart Will Go On” en Titanic- para desentrañar de dónde sale el clasismo en la música y por qué usamos los prejuicios como coraza en estos “tiempos de cinismo” en los que emocionarse con la música está mal visto o reservado únicamente para el anonimato masivo de los conciertos o la privacidad húmeda de la ducha.
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“No me habría dignado escuchar un disco entero de Céline Dion, pero estar al día de sus éxitos para poder burlarte de ellos era una competencia cultural básica en Montreal”, admite Wilson, que para el momento en el que se estrenó Titanic recién estaba dando sus primeros pasos en la crítica musical y, según confiesa, no podía escapar de cierto esnobismo.
Editado por Blackie Books, Música de mierda es una lectura imprescindible tanto para melómanos como para quienes solo escuchan la música que pasan de fondo en el supermercado mientras hacen las compras, para quienes se emocionan con una ópera en un lujoso teatro como para quienes desgarran su garganta con el estribillo de una balada pop. Después de todo, ¿quién no escucha, al menos en secreto, un poco de música de mierda?
Así empieza “Música de mierda”
Hablemos del odio
«El infierno es la música de los demás», escribió el músico de culto Momus en una columna de 2006 para la revista Wired. Se refería a las molestas bandas sonoras que retruenan incesantemente en centros comerciales y restaurantes, pero su paráfrasis de JeanPaul Sartre expresa una verdad que a todos nos resulta familiar: cuando odias una canción, tu reacción tiende a ser espasmódica. La oyes y es como si una cucaracha te trepara por la manga: te falta tiempo para sacudírtela de encima. Pero ¿por qué? Y, de hecho, ¿por qué odiamos determinadas canciones, o la obra entera de determinados músicos, que millones y millones de personas adoran?
En cuanto a mi relación con Céline Dion, la guinda fue un comentario sarcástico de Madonna durante los Oscar de 1998. Esa noche de marzo, las gradas del Shrine Auditorium de Los Ángeles fueron el coliseo que presenció la última batalla de gladiadores, en la que los estruendosos carruajes de la cultura de masas arrasaron a los delicados emisarios del arte. Y la emperatriz Madonna se rió.
Hasta aquella noche, yo me las había apañado como había podido para evitar colisionar con Titanic, el transatlántico mediático que desde las últimas Navidades se había abierto paso a toda máquina por cines, revistuchas de famosos y emisoras de radio. No había visto la película y no tenía televisor, pero las revistas y páginas web que leía habían reforzado mi convicción de que aquella cinta tan taquillera era una falsificación condescendiente, una peli de acción edulcorada, diseñada para endosársela a las parejitas.
Soy muy consciente de que esta actitud, como muchas de las que siguen, puede hacerme quedar como un imbécil si el lector de estas páginas es, como millones de personas, un fan de Titanic o de la cantante que interpreta el tema musical de la película. Buena parte de este libro trata de personas razonables que llevan consigo suposiciones culturales que los hacen quedar como imbéciles a ojos de millones de desconocidos, así que pido un poco de paciencia. Además, por aquella época creía contar con apoyos de sobra.
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Por ejemplo el de Suck.com, la fuente digital de opiniones cáusticas de finales de los noventa, que describió Titanic como un «vodevil cinematográfico de catorce horas» que «posee lo más importante que una película puede ofrecer: un argumento claro que nos enseña un montón de cosas nuevas e importantes, como por ejemplo que si eres increíblemente atractivo te vas a enamorar».
En la reseña se comparaba Titanic con Gummo, una película dirigida por Harmony Korine sobre un grupo de adolescentes con malformaciones pero peculiarmente radiantes que vagan por el entorno rural de Xenia, un pueblo de Ohio devastado por un huracán (algo así como el Kansas de Dorothy convertido en una versión escatológica de Oz después del tornado). Según Suck, Gummo evoca «el vértigo que experimentamos cada vez que alguien descubre y establece nuevos estándares de belleza y de lo que es cool», una sensación a la que la sociedad de masas se resiste porque dichos estándares podrían ser «los equivocados, y no nos podemos permitir prestarles demasiada atención o hacerlo durante demasiado tiempo».
La reseña de CNN.com, en cambio, describió Gummo como «el equivalente cinematográfico de Korine haciendo pedorretas, volviéndose los párpados del revés y comiéndose los mocos», y a su director como un pringado que intenta en vano hacerse pasar por un punki, por un tipo duro. Para demostrar que sabía de lo que hablaba, el crítico mencionaba a los Sex Pistols y afirmaba que, a diferencia de estos, la rebelión de Korine se limitaba a burlarse de los paletos de pueblo.
Yo tenía clarísimo qué argumentos me convencían más, y no era solo porque ese mismo crítico hubiera descrito Titanic como «un viaje estupendo». Al fin y al cabo, Korine era un enfant terrible lírico que había recibido cartas de felicitación de Werner Herzog, mientras que el director de Titanic, James Cameron, hacía pelis con Arnold Schwarzenegger. Basta con comparar las bandas sonoras: Gummo discurre entre un paisaje sonoro de grupos de doommetal, con toques de gospel y Bach para quitarle gravedad al asunto. Titanic, en cambio, tiene gaitas, cuerdas azucaradas y... a Céline Dion.
El hecho de que yo viviera en Montreal, Quebec, hacía que me resultara imposible esquivar las embestidas musicales de Titanic de forma tan drástica como las de celuloide. Dion era una figura conocida en toda la provincia desde hacía años, primero como estrella infantil, más tarde como diva de todas las naciones francófonas y, finalmente, como éxito de la fusión entre el inglés y el francés. Su versión de «My Heart Will Go On», de James Horner y Will Jennings, apareció inicialmente en su disco superventas Let’s Talk About Love, de 1997, luego en la banda sonora superventas de la película y luego como single superventas. (Diez años más tarde, según algunas fuentes, es la decimocuarta canción pop más popular de la historia.)
Yo había dejado de escuchar radios de pop comercial a los once años y los centros comerciales me provocaban agorafobia, pero la flautita de la intro me perseguía en cafeterías, garitos de falafel y, cuando me los podía permitir, también en los taxis. Evitar «My Heart Will Go On» en 1997 habría requerido retirarse a lo Unabomber a algún lugar donde no llegaran los rastros sonoros de la civilización.
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Pero es que, encima, yo era crítico musical. No llevaba en ello demasiado tiempo: había empezado escribiendo sobre arte en una revista estudiantil y me había pasado al periodismo político de izquierdas antes de convertirme en el redactor de arte de uno de los «semanarios alternativos» del centro de Montreal. Además escribía perfiles y reseñas de discos para el disoluto guitarrista de punkrock que (cuando llegaba arrastrándose a la oficina a media tarde) editaba la sección de música.
Alababa a músicos experimentales y autores de canciones impopulares a los que a menudo me refería como «li teratos». No me habría dignado escuchar un disco entero de Céline Dion, pero estar al día de sus éxitos para poder burlarte de ellos era una competencia cultural básica en Montreal. En Quebec, Dion era un elemento cultural que uno podía sopor tar a regañadientes y con actitud burlona (era un espectáculo dantesco, sí, pero era nuestro espectáculo dantesco), hasta que Titanic echó por tierra (y también por mar) todo sentido de la proporción y las ululantes amígdalas de Dion se dilataron para tragarse el mundo entero.
Con «My Heart Will Go On», vapulear a Céline Dion dejó de ser un hobby exclusivamente canadiense para convertirse en un pasatiempo casi universal. El entonces editor musical de Village Voice, Robert Christgau, describió su popularidad como una prueba que había que superar. Rob Sheffield, de Rolling Stone, dijo que su voz era «cera para muebles, ni más ni menos». Años más tarde, en 2005, su superéxito alcanzó el número 3 de la lista de «Canciones más odiosas de la historia» según la revista Maxim: «La segunda peor tragedia provocada por el legendario transatlántico sigue atormentando a la humanidad años más tarde, mientras la figura más cruel de Canadá alardea de una voz tan potente como una estampida sónica, aunque no tan bella». En 2006, un documental de la BBC dobló la apuesta y situó «My Heart Will Go On» en el número uno de la lista de canciones más detestables de la historia, mientras que en 2007 la revista inglesa Q eligió a Dion entre los tres peores cantantes pop de todos los tiempos y la acusó de «producir cada nota mecánicamente, como si tuviera algo en contra del mismísimo concepto de economía».
Pero el cinturón negro de los improperios lo ostenta Cintra Wilson, cuyo libro contra la cultura del famoseo, A Massive Swelling, describe a Dion como «la mujer más repelente que jamás haya cantado canciones de amor» y destaca «la balada de Titanic, que te hace sangrar por los ojos», y sus «empalagosos maullidos junto a cantantes de ópera italianos ciegos, con un colorido emocional tan primario como chillón». Wilson con cluye: «Creo que mucha gente preferiría que la procesara el aparato digestivo de una anaconda a tener que ser Céline Dion por un día».
Mi improperio favorito se materializa en un episodio de Buffy, cazavampiros en el que Buffy, estudiante de primer año, llega a la residencia de la universidad y descubre que su compañera de habitación es, literalmente, un demonio; la primera pista de ello es que cuelga un póster de Céline Dion en su pared. El catálogo de invectivas proferidas por críticos, columnistas dominicales y presentadores de Saturday Night Live bastaría para llenar este libro. Por lo general secundé esas expresiones, incluso cuando un blog organizó un concurso de chistes sobre Dion, donde alguien participó con el siguiente acertijo:
«—¿Quién ganaría en una pelea a muerte entre Céline Dion y Shania Twain? —Ganaríamos todos».
Pero fue durante los Oscar cuando la cuestión se volvió personal.
Quién es Carl Wilson
♦ Nació en Canadá.
♦ Es crítico cultural, escritor y articulista.
♦ Sus trabajos han aparecido en publicaciones como The Globe, Pitchfork, The New York Times, Mail y Slate, entre otras.
♦ Forma parte del prestigioso programa de lecturas en público The Trampoline Hall.
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