La historia oculta en nuestros gestos cotidianos: el español Miguel A. Delgado revela la fascinante evolución detrás de nuestras acciones diarias

El escritor y periodista nos invita a explorar cómo cada gesto y acto ha tenido una historia compleja a lo largo del tiempo, en las páginas de “La costumbre ensordece”.

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Todos tenemos una rutina diaria, una serie de gestos y acciones que repetimos una y otra vez sin pensar demasiado en ellos. Pero, ¿alguna vez te has preguntado qué hay detrás de esos gestos aparentemente insignificantes?

El escritor y periodista español Miguel A. Delgado nos invita a explorar la historia oculta en nuestros actos cotidianos a través de su último libro, La costumbre ensordece. Al interior de estas páginas, el autor conduce a los lectores por un camino de verdades reveladas. Con buen tino, Delgado va desvelando las historias detrás de nuestras acciones rutinarias y nos muestra cómo muchas cosas que damos por sentado en la actualidad han evolucionado a lo largo del tiempo y cómo incluso lo más básico, como el aseo o el desayuno, ha tenido una historia compleja y cambiante.

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Por lo general, vemos la historia como la narración de eventos lejanos y ajenos, este ensayo nos recuerda que cada gesto, cada objeto y cada detalle de nuestra vida diaria está impregnado de siglos e incluso milenios de sucesos e innovaciones que han moldeado el mundo tal como lo conocemos.

En las cerca de 208 páginas que componen este libro, el lector se encontrará con una serie de capítulos organizados de acuerdo a los distintos momentos del día. Desde el instante en que abrimos los ojos hasta que volvemos a dormirnos, cada gesto es una ventana hacia el pasado y una oportunidad para reflexionar sobre nuestra propia existencia. O, al menos, eso es lo que cree el autor.

Delgado no solo escribe sobre la historia de los gestos cotidianos, sino que también comparte sus propias reflexiones y curiosidades personales. Su entusiasmo y pasión por el conocimiento son evidentes en cada pasaje, lo que hace que el libro sea una lectura amena y enriquecedora.

Entre las muchas curiosidades que nos revela el autor, descubrimos que en la Edad Media los médicos desaconsejaban bañarse, creyendo que el agua era letal para la higiene y provocaba enfermedades. También aprendemos que el concepto moderno de la infancia es relativamente reciente, y que en épocas pasadas los niños eran considerados adultos pequeños y eran forzados a trabajar desde temprana edad.

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La costumbre ensordece también aborda temas como el impacto de la falta de sueño en nuestra salud y la importancia de cuestionar nuestras costumbres en un mundo en constante cambio. En realidad, el libro es redondo en cuanto a su exploración, y nos invita a afinar nuestros sentidos y abrir los ojos a lo que nos rodea, a no dar por sentado lo que parece cotidiano y trivial.

Cada gesto y cada objeto a nuestro alrededor tiene una historia que contar, y este libro nos anima a explorar esa historia con una mirada curiosa y atenta, teniendo como objetivo responder a qué pasaría si, por lo menos una vez, nos planteáramos la pregunta de por qué hacemos lo que hacemos.

Así empieza “La costumbre ensordece”:

Algunas veces, me da cosa dormirme. Por un momento, he estado a punto de escribir «miedo», pero en realidad no se trata de algo tan contundente. Más bien, es una inquietud que de vez en cuando me invade cuando ya estoy a oscuras, acostado, y cierro los ojos para que venga el sueño.

Tampoco tiene que ver con una repentina conciencia de mortalidad, de que de pronto se me haga evidente la idea de que quizá no llegue a despertarme. No, no es nada tan tremendo. Pero, en ocasiones, sí que me da por pensar que, cuando cierro los ojos y el sueño empieza a invadirme, es un poco como si desapareciera, como si iniciase un viaje que no sé muy bien a dónde me llevará ni dónde terminará. Entro en un territorio ajeno, en el que no tengo el control (¡como si lo tuviera durante la vigilia!), y esa impresión de otredad, de que alguien extraño a mí va a tomar las riendas, logra inquietarme lo suficiente como para dificultar que me venza el sueño. A veces, por suerte muy pocas, eso deriva en que no pueda dormirme de manera definitiva, lo que trae como consecuencia una noche muy larga y una mañana siguiente excesivamente ardua.

Por fortuna, como digo, eso solo me ocurre de vez en cuando. Supongo que lo favorece que haya tomado café más allá de mi hora de seguridad, o que la angustia por las preocupaciones diarias se vuelva especialmente ominosa. De todos modos, la mayor parte de las veces me acabo durmiendo. Y, si no lo hago, es por alguna cuita mucho más mundana que esa.

En realidad, si lo pensamos bien, lo que sorprende es que eso no nos inquiete, porque, de hecho, lo tenemos perfectamente asumido. Cuando dormimos, penetramos, por lo general con facilidad, en un territorio del que, aún hoy, lo desconocemos casi todo. Un mundo en el que somos nosotros y a la vez no; o, mejor dicho, un mundo en el que somos más nosotros que nunca, unos nosotros sin filtro de ninguna clase, ni social, ni moral, ni económico, ni de ningún otro tipo. En cierta forma, nos volvemos todopoderosos; nos sentimos como si pudiéramos hacer todo lo que quisiéramos. Quizá era eso lo que quería decir Cervantes cuando hacía a Sancho definir el sueño en el Quijote como «balanza y fiel que iguala al pastor con el rey». Lo curioso, eso sí, es que aun así seamos tan capaces de fastidiarla en nuestros sueños como cuando estamos despiertos. Supongo que, en realidad, lo único a prueba de bomba es la conciencia de nuestra propia mediocridad.

He comenzado hablando del momento en el que traspasamos la frontera invisible que nos sume en el sueño. Pero, si nos atenemos a un mínimo orden en este libro, eso ocurre cuando el día acaba, así que allí volveremos casi al final de nuestro viaje. Ahora, en el inicio de nuestro tránsito por una jornada completa, lo que toca es hablar de cómo atravesamos la otra membrana, la que nos devuelve a la vigilia. La que cruzamos cada mañana, normalmente cuando suena el despertador o cuando nuestra mente nos dice que ya hemos dormido demasiado y permanecer en la cama nos resulta incómodo.

Esto, por descontado, no es como cuando presionamos un interruptor y, acto seguido, se enciende una luz. Por más que muchas veces tengamos la sensación de que damos un salto de la cama en cuanto apagamos el despertador, y de que nuestra inmersión en el mar de la realidad es tan brusca como si nos lanzáramos de cabeza desde un trampolín, en verdad el proceso siempre recorre varias fases en escrupuloso orden. Unas fases que, como en un espejo, van a la inversa de cómo comenzamos la noche.

Para empezar, tenemos que recuperar el control de nuestro cuerpo. Y eso es algo literal, no una metáfora. Convendrás conmigo en que no resultaría buena idea que durante el sueño funcionásemos igual que cuando estamos despiertos. Por ejemplo, no sería pertinente que, mientras tenemos la sensación de estar ascendiendo por la escarpada falda de una montaña, a continuación, tras contemplar el impresionante paisaje y a un águila planeando ante nosotros, nos lanzáramos al vacío y descubriésemos, sin aparente sorpresa, que en realidad podemos volar y, así, acompañar al ave que nos sugirió tan buena idea. Al fin y al cabo, ¿por qué no volar si nuestro sueño nos lo permite?

No, no sería muy buena idea que nuestro cuerpo reprodujese todas esas acciones como si las hiciésemos de manera consciente. No garantizaría nuestra supervivencia que nos encaramáramos a una ventana o una azotea y nos precipitáramos desde ella. Imagínate lo que sucedería si los actos inconfesables que nuestra mente es capaz de realizar en sueños tuvieran una traducción instantánea y los cometiéramos de verdad. No, definitivamente, no sería un buen negocio, ni para nuestra propia supervivencia ni para la de los que nos rodean.

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