Una periodista intersexual cuenta “los días en los que fue Esteban”: “Fantaseé con abandonar la tarea porque revivir duele”

Al nacer la inscribieron como a un varón, pero luego descubrieron que una enfermedad alteraba sus genitales. Candelaria Schamun acaba de publicar “Ese que fui”, el libro en el que bucea en su propia identidad escondida.

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Schamun trabajó durante cuatro años en el libro que cuenta su historia. (Franco Fafasuli)
Schamun trabajó durante cuatro años en el libro que cuenta su historia. (Franco Fafasuli)

En el espacio “Cómo lo escribí” de Infobae Leamos, autores y autoras cuentan el detrás de escena de sus libros. Por qué eligieron los temas o historias que terminaron en sus páginas, qué revelaciones aparecieron en el proceso de escritura, qué sensaciones hubo a medida que ese proceso ocurría.

Esta vez, la escritora y periodista Candelaria Schamun es quien cuenta en primera persona la “cocina” del libro que acaba de publicar: Ese que fui, expediente de una revolución corporal (Sudamericana). En las casi 160 páginas del libro, Schamun reconstruye su propia historia -y su propia identidad- con la pericia que le dieron sus años como periodista especializada en policiales: mirando la escena completa, con la ayuda de testigos, yendo a las fuentes.

En Ese que fui, la autora se mete con su origen. “Los días en los que fui Esteban”, dirá Schamun sobre el principio de su vida, cuando creyeron que era varón y lo inscribieron así en el Registro Civil, antes de descubrir que una enfermedad alteraba sus genitales y que en realidad eso que creían que era un pene, era en realidad un clítoris más grande de lo habitual. Después de eso, cirugías que luego la Organización Mundial de la Salud consideraría torturas y un secreto familiar que la propia escritora pudo desandar.

Cómo escribí “Ese que fui”

Como en la película de Kim-Ki-Duk, pasé la primavera, el verano, el otoño, el invierno y otra vez la primavera, escribiendo mi libro: Ese que Fui, expediente de una revolución corporal. Estos brevísimos apuntes (caóticos), son apenas instantes de cuatro años de escritura, el tiempo que demoré en terminarlo. Durante el proceso escribí la historia en primera persona, en tercera, bajo el pseudónimo de Vera; en presente y en pasado.

(Franco Fafasuli)
(Franco Fafasuli)

Escribí y reescribí. Fantaseé con abandonar la tarea porque revivir duele. Imprimí bocetos: con marcador rojo taché, con fluorescente marqué lo que me hacía ruido; tracé líneas de tiempo e hice cuadros sinópticos. Buceé mis profundidades, regresé a los pliegues oscuros de la infancia, a la felicidad de los veranos en el mar, a las mesas larguísimas de Navidad. Protagonicé una búsqueda imperfecta de mi identidad.

Durante esos cuatro años la rutina fue tediosa. El despertador sonaba siempre a las seis de la mañana. En invierno, antes de sentarme a escribir, tenía que encender la salamandra porque la casa era un témpano. En Sauce no tenemos gas natural. Prendía la computadora y, mientras abría el Word, preparaba el mate. Pasé días enteros en los que apenas miraba la hoja en blanco. No tenía fuerzas para escribir, ni una idea que rompiera la monotonía de agosto.

Hubo otros días en los que avanzaba como poseída, como si mis dedos fuesen los de un pianista que se deslizaban en el teclado. Mi novia, Amanda, y los perros, dormían hasta que se asomaba el sol. A esa hora, en el campo, no vuela ni una mosca. Cuando ella se levantaba, mientras desayunaba, leía en voz alta las novedades. Amanda fue la primera editora.

En el proceso, llegué a anotar los sueños, los recuerdos y parte de las entrevistas en tickets de supermercados, en boletas de luz, en cuadernos viejos. Estaba tan obsesionada que, mientras compraba el pan o cuando miraba a un hornero cargando su pico con barro, mi cabeza no paraba de bocetar escenas. Antes de escribirlas, las diseñaba en imágenes, como si fuesen los fotogramas de una película.

También puse en práctica un artilugio de mis años como cronista de policiales: a un mismo hecho lo cotejo con dos o más participantes. Cuando desgrabo los testimonios de las entrevistas, hago un ejercicio mental: reconstruyo el lugar, armo un escenario y en cada vértice, coloco una cámara imaginaria. Eso me da como resultado un texto en tres dimensiones. Los testimonios de los testigos principales fueron alucinantes: un primerísimo primer plano de los acontecimientos. Me aproximé tanto a mi propia vida que hasta puedo describir mi parto, el almuerzo de bautismo como si hubiese estado ahí, en los pocos días en los que fui Esteban.

Pasé meses naufragando en una angustia que sólo conocen quienes escribieron un libro. La soledad espantosa y el sentimiento constante de fracaso. Y una pregunta recurrente: ¿a quién le va a importar mi historia?

Cuando todo era negro puse en práctica el consejo de un amigo:

Apagá la compu y salí a dar una vuelta.

En los días de hoja en blanco, me vestía de deportista: jogging, campera y zapatillas y salía a caminar hasta el santuario del Gauchito Gil, un espacio de oración construido por feligreses paganos. En esa caminata de cuatro kilómetros, solo me cruzaba con animales: algún caballo comiendo pasto seco, los chimangos buscando carroña, y con suerte, una liebre a los saltos por los matorrales. En esa inmensidad de puro silencio, sin señal de celular, grababa audios que luego me mandaba por WhatsApp.

Apunte: muchos de los protagonistas claves están perdiendo la memoria, otros muriendo. ¡Apurate!

El DNI de Esteban.
El DNI de Esteban.

Dentro de una caja de archivo, fui guardando todo lo que recolecté en esos años en los que investigué mi propia vida. Papeles, fotos, historias clínicas, análisis de sangre (viejísimos), hasta el diploma de psicopedagoga de mamá. Cuando me sentaba a escribir, desplegaba sobre la mesa del living todas las líneas de investigación. Si venía alguien de visita, escondía las pruebas: salvo amigos muy íntimos, nadie sabía que estaba escribiendo un libro.

Un año antes de terminar el libro, le envié una versión a Ana Laura Pérez, la editora. La devolución indicaba que debía darle una vuelta más de rosca, aún no era un libro. Si me animé a contar esta historia en primera persona, con mi nombre y apellido, es porque Ana fue la guía de este proceso. Me entregué a su mirada, a su cuidado. Cada recomendación de ella era brillante. No puedo ni quiero ser imparcial: a Ana la quiero mucho. Y punto.

Cuando el bloqueo literario me superó, hice lo que hago siempre: recurrir a la sensatez y sabiduría de Sergio Olguín, mi gurú en estos avatares. Su recomendación fue impecable: “Necesitás tomar clases individuales”. Alguien tenía que mirar la historia desde afuera.

Sergio me aconsejó que le escribiera a Luciano Lamberti. Me dijo que podría orientarme porque “es un tipo que sabe”. Quedamos en encontrarnos el 5 de abril en el bar El Coleccionista, frente a Parque Centenario.

—Confió que saldré del pantano de Shrek - escribí por mensaje de texto.

—Haremos el esfuerzo- contestó.

Con Amanda aprovechamos los viajes a Buenos Aires para disfrutar del glamour porteño, algo que nos falta en Sauce. Dos días lejos de la polvareda y el frío del pueblo resultan un verdadero placer: recorrer librerías, volver a ser anónima, caminar por calle Corrientes y revisar las bateas de libros usados, ir al Gaumont y disfrutar hasta de la fragancia a limón del cine. Nos instalamos en el departamento de Claudia, la tía de Amanda. A la hora de la clase, inventaba un speech para que Claudia no hiciera preguntas: retomaré la literatura, haré un taller con un reconocido escritor. Del libro ni una palabra. Aún no me animaba a revelar mi historia.

Llegué a la cita antes del horario pautado: heredé de mis padres la obsesión de la puntualidad. Pedimos dos cortados con medialunas. Un grupo de señoras festejaba un cumpleaños, dos hombres discutían de fútbol y, de fondo, el noticiero de la mañana daba el resumen de noticias. Entre el murmullo típico de un bar, durante la hora que duró la cita, le conté a Luciano la sinópsis en voz baja, para que ningún otro comensal escuchara. Él miraba con atención, como si estuviera recreando la historia en su cabeza. Trazamos un plan de trabajo. Cada quince días, durante siete meses, viajé a Buenos Aires para tomar clases particulares con él. Regresaba al pueblo con la voracidad que transmite la certeza de que ahora sí, estaba en el camino correcto.

Luciano leía en voz alta.

Cada tanto decía:

¡Esto está buenísimo!

Esto no suma.

Esto no.

Esto es genial.

Profundizá más acá.

El bautismo fue cuando era Esteban.
El bautismo fue cuando era Esteban.

Mientras lo escuchaba, tomaba apuntes en una servilleta de papel. Avanzaba, avanzaba, avanzaba. La hoja dejó de ser blanca. Era una mancha gris, panes y más panes de texto. Regresaba a Buenos Aires con material nuevo. Y de nuevo las clases. En uno de los últimos encuentros, Luciano me dijo que el material ya estaba listo para mandárselo a Ana Laura. Antes de enviarlo, viajé a Buenos Aires y pasamos un día entero leyendo el material con María, mi amiga, una obsesiva de los detalles y la indicada para analizar palabra por palabra, la sonoridad de las oraciones, los puntos y las comas. Esa semana le envié el texto a Ana Laura.

Mamá se fue a pique. El Alzheimer ganó la batalla. Son sus últimos meses. Cuando la visitaba, apoyaba la cabeza sobre su pecho mullido. Se morirá. En medio de la vorágine, recibo un mensaje de Ana Laura: ahora sí, el texto se convirtió en un libro. Le cuento a Amanda. Para celebrar amasamos ñoquis caseros con una salsa de hongos. Brindamos: ella con Cinzano y yo con Campari.

—No sé como llegaste hasta acá sin perder la cordura- me dijo.

El 9 de diciembre, a mamá le retiraron el goteo de noradrenalina. A los pocos segundos, murió. Comprendo entonces que al libro le falta otro capítulo, el último. Lo escribo de un tirón, en vena, entonces comprendo que las 158 páginas de Ese que fui son para ella.

Nos tomamos una semana de vacaciones en Santa Clara, en la casa del papá de Amanda. Faltaban dos meses para perder mi anonimato: verano. Aún mi suegro no sabe nada. Aprovecho un día de playa para contarle. De fondo, el mar.

—¡Ya quiero leerlo! Qué linda noticia - dijo y me alivió.

Una semana después le conté a Claudia. Sentadas en la cocina de su departamento, ella me miraba atenta.

— ¡Bueno! También sos Estebancito. Qué aliviador que puedas dar este paso.

Veinticuatro horas antes de perder el anonimato: otra vez invierno. Sobre el labio inferior izquierdo me brotó un herpes. Siento pánico. La noche anterior con Amanda miramos una serie, y cenamos milanesas de gírgolas con puré de papa, nuestro plato favorito. Mañana cuando amanezca, Ese que fui ya no será mío.

“Ese que fui” (fragmento)

Amanda pasa unos días en Buenos Aires. En los momentos de soledad aprovecho para retomar la investigación que llevo haciendo desde hace veinte años. Ceno y miro en YouTube una entrevista que le hicieron a la médica que me operó cuando tenía diecisiete años: Temporada 1. Cap. Frente a una sospecha de malformación uterovaginal en pediatría.

Explica las intervenciones mientras vemos, en el centro, fragmentos de cuerpos anónimos, vivos, rojizos. Mastico buñuelos de espinaca con ensalada de palta y tomate. En primer plano se muestra una cirugía.

—Un útero.

Por la cavidad resbaladiza, viscosa, tijeras y pinzas que van y vienen.

—Hubo que drenar la trompa de Falopio.

Con un bisturí corta la membrana, brota sangre marrón, la cirujana relata el video.

—La trompa está achocolatada.

La bebé Candelaria.
La bebé Candelaria.

La médica continúa el relato. ¿Seré parte de su filmoteca? Mi vagina pasó por sus manos ¿A dónde fueron a parar esas imágenes? Fui también uno de esos cuerpos anestesiados, filmados sin consentimiento.

Guardo todos los resúmenes médicos de las intervenciones; el parte quirúrgico lleva su firma. Trabajaba en un sanatorio de Buenos Aires. Mamá llegó a ella por recomendación de la endocrinóloga que me atendió desde que nací. Más allá de la impresión que me causa volver a verla y escucharla comentar esa operación como si estuviese relatando una novela de Stephen King, tengo un buen recuerdo. En aquel momento remendó la incontinencia urinaria provocada por una cirugía anterior, resabio de mala praxis. Y sin embargo ahora, cuando miro el video, siento curiosidad y pánico.

Arrastro el terror inconsciente a ser un objeto de estudio. Imagino que cuando nací les sacaron fotos a mis genitales y que ilustraron libros de anatomía, que se convirtieron en filminas proyectadas en congresos internacionales de medicina, las imágenes ampliadas como un caso extraordinario. ¿Será por eso que como acto reflejo me tapo la cara en las fotos?

En un momento del video ella dice que las intervenciones urogenitales (no invasivas) que se practican a un neonato, que por la edad aún es inconsciente, no dejan recuerdos traumáticos.

—Mentira —retruco para nadie.

Quién es Candelaria Schamun

♦ Nació en La Plata, Argentina, en 1981.

♦ Es escritora y periodista.

♦ Es autora de la investigación Cordero de dios, sobre el asesinato de la niña Candela Sol Rodríguez. Trabajó como cronista en la sección Policiales del diario Crítica, en la sección Sociedad de Clarín y como productora en el canal de noticias C5N.

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