Las primeras décadas del siglo XX fueron testigo del auge máximo de las tesis eugenésicas, que defendían la supuesta superioridad del hombre blanco con respecto al resto de las razas, como se las llamaba entonces. El mundo iba en camino de la fragmentación, que solo se acentuaría con las dos Guerras Mundiales y el nuevo modelo imperialista que entraba en acción.
Pero hubo un grupo de científicos que se rebelaron contra el canon imperante y aportaron una base sólida a lo que hoy llamamos “relativismo cultural” para dar lugar a la antropología moderna, una ciencia que terminaría por cambiar el mundo y la forma en la que lo interpretamos.
Hablamos de Franz Boas y su círculo de estudiantes, esencialmente mujeres -entre ellas las brillantes Margaret Mead, Ruth Benedict, Ella Deloria y Zora Neale Hurston- que, desde el terreno académico y aplicando el método científico, demostraron que ninguna civilización es superior a otra y que, independientemente de las diferencias en el color de la piel, los hábitos sexuales o las costumbres, la humanidad es una e indivisible.
Escuela de rebeldes, del estadounidense Charles King, recorre las vidas de estos hombres y mujeres pioneros, repletas de escándalos, romances, rivalidades y tragedias. En sus viajes -al círculo polar ártico, a las reservas americanas de las grandes llanuras, al Pacífico Sur o al Caribe- documentaron enfoques radicalmente diferentes sobre el amor, la crianza, la familia y la relación entre hombres y mujeres. Armados de pruebas, aportaron una llave maestra para entender el mundo y la humanidad.
Esta investigación, editada por Taurus, reconstruye la historia de este grupo de “espíritus libres” que estuvo en “la primera línea de la batalla moral más importante de nuestro tiempo” y, por fortuna, resultó vencedor.
Así empieza “Escuela de rebeldes”
El último día de agosto de 1925, un barco de vapor de tres puentes llamado Sonoma, que se hallaba a medio camino en su trayecto habitual entre San Francisco y Sídney, llegó a un puerto formado por un volcán extinto. La isla de Tutuila había sido arrasada por la sequía, pero en las laderas de las colinas seguía creciendo una exuberante maraña de aguacates y jengibre en flor. Unos negros peñascos se cernían sobre la playa de arena blanca. Tras una línea de esbeltas palmeras se veía un grupo de casas sin paredes con techos de paja, en el estilo arquitectónico característico de las islas del Pacífico conocidas como la Samoa Americana.
A bordo del Sonoma viajaba una joven de veintitrés años procedente de Pensilvania, delgada pero musculosa, que no sabía nadar, propensa a padecer conjuntivitis, con un tobillo roto y una dolencia crónica que a veces le impedía utilizar el brazo derecho. Dejaba atrás a un marido en Nueva York y a un novio en Chicago, y se había pasado todo el viaje transcontinental en tren en brazos de una mujer. En su viejo baúl llevaba unos cuadernos como los que empleaban los reporteros, una máquina de escribir, vestidos de noche y una fotografía de un hombre mayor y despeinado al que ella llamaba «papá Franz», y que tenía el rostro marcado por unos cortes de sable y macilento a causa de los daños que una chapucera operación quirúrgica había producido en los nervios de la zona. Él era el motivo por el cual Margaret Mead había emprendido su viaje.
Mead había escrito hacía poco su tesis doctoral bajo su dirección. Era una de las primeras alumnas mujeres que habían terminado los exigentes cursos que se impartían en el Departamento de Antropología de la Universidad de Columbia. Hasta entonces, sus análisis se habían basado más en materiales que encontraba en la biblioteca que en la vida real. Pero papá Franz —como era conocido el profesor Franz Boas entre sus estudiantes— la había instado a hacer trabajo de campo, a encontrar algún lugar en el que pudiera dejar huella como antropóloga.
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Con la planificación adecuada y algo de suerte, sus investigaciones podrían convertirse en «el primer intento serio de comprender la actitud mental de un grupo en una sociedad primitiva», le escribiría él unos meses más tarde. «Creo que su éxito supondrá el comienzo de una nueva era en lo que respecta a la investigación metodológica de las tribus nativas».
Ahora, mirando por encima de la barandilla del barco, se le cayó el alma a los pies. El puerto estaba lleno de cruceros grisáceos, destructores y buques auxiliares. El petróleo pintaba un arco iris en la superficie del agua. La Samoa Americana y su puerto de Tutuila —Pago Pago—se hallaban bajo el control de Estados Unidos desde la década de 1890. Solo tres años antes de la llegada de Mead, la Marina había desplazado la mayoría de sus navíos del Atlántico al Pacífico, una reorientación estratégica que daba cuenta de los crecientes intereses norteamericanos en Asia.
Las islas pronto se convirtieronen una estación de carbón y un taller de reparaciones para la reorganizada flota, que, casualmente, llegaba a Pago Pago justo el mismo día que Mead. Era el mayor despliegue naval que había tenido lugar desde que Theodore Roosevelt había enviado la Gran Flota Blanca a dar la vuelta al mundo como muestra del poderío naval estadounidense. Los aviones tronaban en el cielo. Debajo, una docena de Fords echaban chispas en una estrecha calle de cemento. En el malae, la plaza pública situada en el centro de Pago Pago, los samoanos habían montado un improvisado mercadillo de cuencos de madera, collares de cuentas, cestos, faldas de hierba y canoas de juguete.
Las familias se diseminaban por el parque, disfrutando de un almuerzo temprano. «Siempre hay una banda de un barco tocando ragtime», se quejó Mead. Así no había manera de estudiar a las tribus primitivas. Prometió marcharse lo más lejos posible de PagoPago.
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El tema de su investigación era una propuesta de papá Franz. ¿Era la transición de la infancia a la adultez, en la que cualquier joven se rebelaba contra sus aburridos padres, producto de un cambio puramente biológico, el comienzo de la pubertad? ¿O la adolescencia existía simplemente porque una sociedad particular había decidido considerarla así?
Para descubrirlo, Mead se pasó los meses siguientes cruzando montañas a pie, recorriendo aldeas remotas, recogiendo historias de los niños y adolescentes locales e interrogando a los adultos sobre sus experiencias más íntimas relacionadas con el amor y el sexo.
No tardó demasiado tiempo en llegar a la conclusión de que en Samoa había pocos adolescentes rebeldes. Y eso se debía en gran medida a que había pocas cosas contra las que rebelarse. Las normas en relación con el sexo no eran nada rígidas. La virginidad se celebraba en un nivel teórico, pero en la práctica no tenía demasiado valor. La fidelidad en las relaciones de pareja era algo desconocido. La forma de relacionarse de los samoanos, informó Mead, no era primitiva y retrógrada, sino más bien intensamente moderna.
Los samoanos ya se sentían cómodos con muchos de los valores de la generación de la antropóloga: la juventud estadounidense de los años veinte que iba a fiestas y se enrollaba, que bebía ginebra de contrabando y bailaba el charlestón. El objetivo de Mead se convirtió en averiguar cómo hacían los samoanos para evitar los portazos, la delincuencia juvenil y el miedo al hundimiento de la civilización que obsesionaba a los medios de comunicación en su país.
¿Cómo podía haber adolescentes que carecieran de la típica angustia norteamericana? ¿O no era así? «Y, ay, no sabes lo harta que estoy de hablar de sexo, sexo, sexo», le escribió a su mejor amiga, Ruth Benedict, cuando llevaba unos meses en Samoa. Había llenado cuadernos enteros, había escrito abundantes fichas y había mecanografiado toneladas de informes de campo, que después enviaba en una canoa que atravesaba las olas rompientes e iba hasta más allá del arrecife, donde estaba el barco del correo.
Mead se quedaba contemplando con un nudo en el estómago, temerosa de que aquella frágil embarcación volcara y se destruyera la única razón que tenía para estar al otro lado del mundo o, ya puestos, el único indicio que tenía de algo que vagamente podría llamarse «una carrera». «Tengo un montón de datos bonitos y reveladores», escribió, con un sarcasmo que flotaba en la página, pero en realidad dudaba de que toda esa información supusiera algo significativo. «Me siento una absoluta desequilibrada cuando me doy cuenta de a qué dedico el tiempo y las cosas que pienso [...]. Cuando vuelva a casa, voy atrabajar de taquillera en el metro».
Ella no podía saberlo en ese momento, pero allí, entre los banquetes de bienvenida y la pesca en los arrecifes, en las tardes húmedas y frente a los vientos huracanados de una tormenta tropical, Mead estaba en el centro de una revolución. Había comenzado con un conjunto de preguntas complejas e irritantes surgidas en el seno de la filosofía, la religión y las ciencias sociales: ¿Cuáles son las divisiones naturales de la sociedad humana? ¿Es universal la moralidad? ¿Cómo deberíamos tratar a la gente cuyas creencias y costumbres son distintas de las nuestras?
Terminaría con una reconsideración radical de lo que implica ser animales sociales y con la renuncia a la cómoda confianza en la superioridad de nuestra civilización. Lo que estaba en juego eran las consecuencias de un descubrimiento asombroso: que nuestros antepasados remotos, en algún momento de su evolución, inventaron una cosa que llamamos «cultura».
Este libro trata de mujeres y hombres que se hallaron en la primera línea de la batalla moral más importante de nuestro tiempo: la lucha por demostrar que, pese a las diferencias de color de piel, de género, de capacidades o de costumbres, la humanidad es una única cosa indivisible.
Cuenta la historia de unos globalistas en una época de nacionalismo y división social, y los orígenes de un enfoque que en la actualidad consideramos moderno y abierto de miras. Es una prehistoria de los trascendentales cambios que han tenido lugar en la sociedad durante los últimos cien años, desde el sufragio femenino y el movimiento por los derechos civiles hasta la revolución sexual y el matrimonio homosexual, así como de las fuerzas que empujan en la dirección contraria, hacia el chovinismo y la intolerancia. Pero este no es libro sobre política, ética o teología. No es una lección de tolerancia. Es una historia centrada en la ciencia y los científicos.
Quién es Charles King
♦ Nació en Estados Unidos en 1967.
♦ Fue becario Marshall y después becario del programa Fulbright, está graduado en historia y en filosofía, ambos con summa cum laude por la Universidad de Arkansas.
♦ Es profesor de Relaciones Internacionales y Gobierno en la Universidad de Georgetown.
♦ Escribió libros como Escuela de rebeldes, Odessa: genio y muerte en una ciudad de sueños y El fantasma de libertad: una historia del Cáucaso, entre otros.
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