“El odio lo puede todo. Puede incluso con el odio”. El cártel, de Don Winslow.
Silvina Ocampo y Adolfo Bioy Casares escribieron Los que aman, odian al final del verano de 1946, en Mar del Plata. Y lo hicieron juntos. Creo que allí radica todo el encanto y magnetismo de esta perlita de la literatura argentina.
“En poco más de un mes, algo insólito para mi lentitud, escribimos Los que aman, odian. Nunca más me volvió a pasar una cosa parecida (…) Nunca hubo una discusión ni una pelea con Silvina: inventábamos episodios, alguien proponía una solución y yo escribía. Reconocíamos enseguida cuál era la mejor frase (…) y la aceptábamos sin discusiones. (…) En cuanto a la originalidad de la novela, solo puedo decir que Silvina tenía una originalidad inevitable y que era un placer trabajar con ella”, escribió Bioy Carares en el prólogo.
Así, casi como un juego cómplice de pareja, surge esta obra que fue precursora del género policial en Argentina; sin imaginar que 71 años más tarde estaría en la pantalla grande, dirigida por Alejandro Maci y protagonizada por Guillermo Francella y Luisana Lopilato. Cosas vederes, Sancho, que non crederes.
Como sea, este pequeño gran thriller cuenta la historia del asesinato del balneario Bosque del Mar, en Ostende (aunque el tren llegaba hasta Salinas no más), donde solo había nidos de cangrejo, tormentas de arena y un hotel con algunos huéspedes (bastante peculiares, te diré) que de la nada se transforman en sospechosos de un crimen.
“A la mañana siguiente Mary estaba muerta. (…) Mi prima Andrea (la dueña del hotel) me dijo que Emilia acababa de encontrar muerta a su hermana”, cuenta en primera persona el médico homeópata Humberto Huberman, personaje principal de la novela, que agrega: “La muerta estaba en la cama y, a primera vista, parecía tranquila y dormida. La miré con alguna detención: presentaba signos de envenenamiento por estricnina”.
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Crítico acérrimo de la medicina alopática y adicto a los globulitos de arsénico y las citas literarias, el doctor Huberman había decidido viajar a Bosque del Mar, “ese nuevo balneario que habíamos descubierto los más refinados entusiastas de la vida junto a la naturaleza”, en la búsqueda de un descanso reparador. Pero como el hombre propone y alguien más dispone, el homeópata terminó enredado en una trama policial desopilante donde todos parecían culpables y él, un detective de ocasión.
“Yo rememoraba como algo inalcanzable aquellas mañanas en la Capital, que empezaban con el té aromático, las tostadas, el dulce y la miel. Aquello sí que era un alegre despertar (…) Mis verdaderas vacaciones habían quedado allá, junto a esas costumbres domésticas y hogareñas que (en ese hotel de locos) parecían perdidas”.
Cuatro días y cuatro noches estuvieron confinados en el Hotel Central “blanco y moderno, enclavado en la arena como un buque en el mar”, atrapados por el mal clima y por un comisario, que apareció cuando quiso y dio la orden de encerrar a todos hasta resolver el asunto. Mientras tanto, las joyas de la difunta desaparecían por arte de magia y los confinados giraban sobre su propio eje, sin saber qué hacer, y se culpaban los unos a los otros, incluido Miguel, un chico medio extravagante con “cara de laucha”, que dormía en el cuarto de los baúles, sobrino de la propietaria del hotel.
Los que aman, odian es una crónica testimonial escrita a pedido de las amigas de la madre del homeópata- así lo asegura él en el final del libro- que quisieron que su actuación como novel detective quedara registrada: “Yo era, en ese limitado mundo de Bosque del Mar, la inteligencia dominante, y mis declaraciones habían orientado la investigación. (…) Y aquí me tienen poniendo el Finis coronat opus a esta crónica de mis inesperadas aventuras policiales”, escribió el doctor que se creía mil.
La perfecta amalgama entre intriga y comicidad, entre lo disparatado y lo que no se dice, caracterizan este relato policial impostergable, el único que Silvina Ocampo y Bioy Casares escribieron como dueto literario. Tiene mucho del suspenso y el misterio que supieron conseguir Agatha Christie, Arthur Conan Doyle y Raymond Chandler. Y deja para las últimas hojas un desenlace inesperado que viene de la mano de Paulino Rocha, el boticario del pueblo.
¡Ah! Me olvidaba: solo después de leer la novela, mirá la película. Antes, no.
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