¿Cómo hacen los sectores de menos recursos para sobrevivir? ¿Cómo se combinan changas, trabajo informal, empleo formal, planes del Estado, cuentapropismo, trabajo cooperativo? ¿Cómo conviven con la política? ¿Cuál es la relación con los “punteros” barriales? ¿Para cuánto alcanza la ayuda del Estado? ¿Dónde se depositan las esperanzas de un futuro mejor?
En el libro Cómo hacen los pobres para sobrevivir, que acaba de publicar Siglo XXI Editores, el sociólogo Javier Auyero, profesor en la Universidad de Texas y en la del País Vasco, junto a Sofía Servián, estudiante del último tramo de la carrera de Antropología en la UBA, muestran una interesante investigación realizada en una población del conurbano bonaerense.
El periodo en el que se realizó esta tarea es uno de los de mayor índice de pobreza de la Argentina: según cifras del INDEC, en el segundo semestre del año pasado, la pobreza fue de 39,2% y la indigencia de 8,1%, es decir, que existen en el país 18.679.605 de pobres y 3.859.816 millones de indigentes.
Entre 2021 y 2022, los autores realizaron 105 entrevistas cortas con los habitantes del barrio La Matera, en la localidad de Quilmes. De estos participantes, 38 se encuentran desempleados, 18 trabajan en relación de dependencia y el resto trabaja por cuenta propia, realiza changas o es miembro de una cooperativa financiada por el Estado. Sólo una minoría de los habitantes tiene trabajo formal.
Entender cómo se combinan todas estas estrategias para llegar a fin de mes permite entender cómo muchas veces los motes de “planeros” o de “falta de cultura del trabajo” son utilizados con ligereza y desconocen otra realidad: la desconfianza hacia los políticos pero también la necesidad de los recursos que éstos les facilitan, la protesta en las calles y la participación en las redes clientelares, la ausencia del Estado en los problemas de inseguridad, pero a la vez la presencia fundamental en la educación y la salud, la ayuda de las redes de contención dentro del mismo poblado y la tarea fundamental de los comedores barriales.
Cada uno de los capítulos presenta una crónica, un testimonio en primera persona o una reconstrucción de la vida cotidiana de los habitantes de La Matera, que muestran las diversas experiencias de marginación social, las estrategias individuales y colectivas, legales o no tanto, que cada uno de los entrevistados pone en marcha para conseguir su subsistencia.
Auyero, quien tiene una larga carrera como sociólogo y varios libros publicados, conoció a Sofía en 2018, cuando ella tenía 20 años y vivía en el barrio La Paz, en el municipio de Quilmes. Sofía estaba comenzando la carrera de antropología en la Universidad de Buenos Aires. Javier, que en ese momento tenía 52, vive desde sus 27 años en Estados Unidos.
El contacto entre ambos se dio a partir de una inquietud de la madre de Sofía, quien trabajaba de empleada doméstica en la casa del hermano de Javier, y pensaba que él podía orientar a su hija en la carrera universitaria que había elegido. A los pocos meses de la primera conversación, el proyecto de investigación comenzó a tomar forma. En febrero de 2022, cada uno en su lugar de residencia, escribieron el prefacio de esta obra.
Auyero viajó a Buenos Aires para la presentación del libro, realizada el pasado 17 de julio, y respondió algunas preguntas a Infobae Leamos.
-¿Qué particularidad puede señalar sobre esta realidad en Argentina, respecto de lo que ocurre en otros países de la región donde también hay grandes concentraciones de habitantes con bajos recursos?
-La particularidad es que, a diferencia de muchos lugares de América latina, aquí los territorios de la pobreza están muy penetrados por el Estado, hay mucha presencia, es decir, prácticamente no hay zonas que se encuentren abandonadas por el Estado. Hay toda una literatura sobre el Estado ausente o el Estado punitivo, pero uno lo ve en los términos de los programas sociales, los centros de salud, las cuestiones políticas. Uno puede caminar por Soacha, en las afueras de Bogotá, y ésto no se ve.
-¿Esta presencia del Estado comienza y se mantiene desde el retorno de la democracia, en 1983?
-Mis primeras investigaciones fueron a comienzos de los 90. “Las manzaneras” de Chiche Duhalde eran las primeras que aparecían en los barrios, que repartían unos huevos y una leche, pero no había la multiplicidad de planes que hubo después, por eso se justificaba hablar de “abandono estatal”. Si bien lo que decía Gabriel Kessler en la presentación del libro es cierto, el aumento de la pobreza es un fracaso de la democracia, pero también es cierto que el Estado está mucho más presente que al inicio de la democracia.
-Si entendemos que detrás de alguien que cobra un plan hay una necesidad real y eso se suma a otros ingresos, ¿qué papel les cabe a las autoridades, locales o nacionales, para buscar mecanismos donde los llamados “punteros” no se queden con un porcentaje de esa ayuda del Estado?
-Actualmente desde el Estado tienen muchos mecanismos para controlar esto, la Asignación Universal por Hijo (AUH) se ha bancarizado. Algunas ayudas, no las cooperativas pero sí el plan Acompañar contra la violencia doméstica, no están mediados. Sabemos que cuando los Estados formalizan el acceso a los planes sociales, el rol de la mediación (de los llamados punteros) decrece. No es sólo que los punteros cobran plata para sí mismos, sino que funciona como un mecanismo de financiación de la política, además de que muchas veces funcionan como algún tipo de gestión entre los vecinos del barrio y las autoridades.
-¿Lo que surgió de esta investigación, coincide con la idea de lo que usted pensaba encontrar o hubo algún aspecto que lo sorprendió?
-Me sorprendieron muchas cosas. Una que no me esperaba fue que, cuando Sofía se insertó en un comedor popular, a donde fue a trabajar dos o tres veces por semana durante seis meses en lo que se llama “observación participante”, yo asumía que los comedores eran básicamente para dar de comer. Pero descubrí que eso es sólo una de las actividades, y existe también toda una tarea de sociabilidad, de cuidado, de respeto, y ahí ese trabajo de las mujeres (había un sólo hombre colaborando) obtiene un sentido, una misión de su propia vida, de la comunidad. Ellas le prestan mucha atención a detalles que desde afuera parecen insignificantes, de estar pendientes de lo que pasa, por eso es que ellas se llaman “guardianas de la comunidad”, cuidan a la gente.
-¿Y qué otro aspecto lo sorprendió?
-Otra cosa que me llamó la atención es la persistencia de la creencia en la escuela como mecanismo de ascenso social, no sólo ni tanto para los propios adultos sino para los hijos e hijas de ellos. Confían en que la educación les va a permitir mejorar su situación material, por algún motivo que no alcanzo a entender bien. Por ejemplo, durante la pandemia, muchas de estas mujeres estaban muy atentas al cuidado de los chicos, a que hicieran la tarea, a la conectividad, al WhatsApp. Por eso el libro trata la idea de persistencia más que subsistencia.
-¿Persiste la esperanza de cambio?
-En algún momento el libro se llamó “abrumados”, porque es buena parte de lo que vimos estos años, personas frustradas con la política y abrumadas por las demandas de la vida cotidiana, moral y físicamente. Desde no tener para comer, tener que hacer cola para todo, viajar mucho hasta sus trabajos o changas. Pero yo creo que la idea de estar abrumados captura, y lo que queríamos mostrar es “cómo siguen sobreviviendo los marginados”. Le quisimos poner ese título, una especie de continuación de un libro clásico de antropología de México que se llamó Cómo sobreviven los marginados, pero la editorial prefirió otro título.
-Por último, ¿cuál es el objetivo que se propusieron con este libro?
-Mostrar, intervenir en la discusión pública, y demostrar que están todas estas estrategias, que es muy heterogénea y compleja la vida en estos sectores marginados. Está escrito de una manera accesible, en forma de crónica. Se nos ocurrió con Sofía que podíamos mostrar algo distinto.
Por su parte, Sofía Servián también respondió algunas preguntas a Infobae Leamos.
-¿Cómo fue la experiencia del trabajo de campo? ¿Sintió que el hecho de estar presente para hacer una investigación puso algún tipo de distancia?
-La experiencia de campo fue ante todo un proceso sumamente formativo para mí como estudiante de antropología. Al vivir tan cerca del barrio en el que hicimos el trabajo fue muy sencillo para mí entrar al lugar y que aquellos/as a quienes entrevistamos se sientan cómodos y abiertos para hablar sobre sus vidas y los problemas cotidianos. En este caso, mi trabajo no fue tanto el de acercarme al barrio y que ellos/as sientan confianza en mí sino alejarme, metafóricamente, del objeto de estudio para poder observar más acabadamente. Tuve que comenzar a cuestionar y analizar todo aquello que siempre había naturalizado o dado por sentado porque estaba acostumbrada a vivirlo. Ese fue un gran reto que, creo, hemos en conjunto logrado superar.
-¿Existe por parte de las autoridades algún mecanismo para que los llamados “punteros” no se queden con un porcentaje de esa ayuda del Estado?
-En primer lugar, creo que, y esto se ve claramente en el libro, la visión que tienen los otros, los de afuera, sobre los punteros no es la misma que la que tienen aquellos que viven hacia dentro del barrio. Ellos no ven en el puntero a alguien que simplemente se queda con el 20% o el 30% de su plan, sino alguien que además ayuda al barrio. Por ejemplo, en este barrio hay electricidad pero los vecinos no la pagan porque aún son reconocidos por el Estado como un asentamiento. Por ende, cuando la luz se corta no pueden llamar a Edesur a reclamar. Pueden esperar o, como nos contaron, acudir al puntero del barrio para que, por medio de sus contactos, lo solucione. Este es uno de los múltiples ejemplos que nos dieron y, creo, el más concreto.
-Entonces...
-El puntero no es bueno o malo, blanco o negro, tiene sus matices y de ahí su efectividad y vigencia (desde el punto de vista de los vecinos). Si existen punteros, es porque lo que el Estado hace no alcanza. El mismo puntero que extorsiona es el que luego hace que, en medio de inundaciones, lleguen colchones y agua al barrio. Estas dos últimas las provee el Estado, claro, pero es el puntero el que se mueve e insiste para que el Estado baje sus recursos. Esta no es una opinión o un juicio de valor a favor de los punteros sino una descripción, basada en trabajo de campo, de lo que ocurre en el territorio. Con respecto a tu pregunta, la AUH y la tarjeta Alimentar son dos buenos ejemplos de acciones que el Estado ha concretado para evitar a los intermediarios políticos. Soluciones hay, tal vez lo que no hay es una decisión política de terminar con el clientelismo político porque éste también retroalimenta a la política tal y como se ve en el libro.
-¿Lo que surgió de su experiencia en la investigación coincide con la idea de lo que pensaba encontrar o hubo algún aspecto que la sorprendió?
-Hubo varias cosas que me sorprendieron. Pero creo que una de las más importantes, y la que más presente tengo, es la relacionada a la droga. Previo a hacer el trabajo de campo creía, al igual que la mayoría de los vecinos y vecinas que entrevistamos, que la violencia que se vive en el barrio se explica por el aumento en la venta y consumo de drogas. A medida que avanzamos con la investigación notamos que la droga claramente está presente y en muchos casos moldea buena parte de sus relaciones pero no alcanza para explicar o justificar el aumento de violencia. La droga está presente en todos los sectores sociales. Por qué creer, entonces, que en cierto sector (en el más marginado y excluido además) tiene peores consecuencias que en sectores medios y altos. No es el objetivo del libro, ni mucho menos, investigar las causas de la violencia. Es algo que nos excede a nosotros y a nuestros intereses en este proyecto, pero fue una de las cosas que más aprendí durante estos tres años. Era algo que, como te decía al principio, daba por sentado y tuve que cuestionarlo para no caer en sesgos.
“Cómo hacen los pobres para sobrevivir” (fragmentos)
Comenzamos con una pregunta muy general: ¿cómo y por qué la gente que menos recursos económicos y simbólicos posee tolera, se adapta o batalla contra las condiciones que producen su sufrimiento –la marginación social (el trabajo mal pago, la ausencia de infraestructura básica, la falta de servicios sociales, etc.), la violencia interpersonal, la manipulación burocrática–? Era una pregunta muy abarcadora, con varias maneras de abordarla y múltiples respuestas posibles.
A los meses –meses de nuevos encuentros y una innumerable cantidad de intercambios de mensajes por WhatsApp– fuimos acotándola hasta transformarla en algo “investigable”, que podía ser indagado con las herramientas metodológicas de nuestras disciplinas. Así fue como decidimos anclar nuestra pregunta general en una pesquisa sobre el modo en que aseguran su subsistencia los más necesitados. Investigar cómo se adquiere el sustento nos sirve aquí de puerta de entrada a la pregunta más general sobre las maneras de experimentar los determinantes estructurales y políticos en los márgenes urbanos.
Para Javier, esa pregunta tenía un interés académico y político, y al mismo tiempo, lo remitía a los interrogantes que se había formulado en su primer libro, La política de los pobres. Para Sofía, la pregunta por la subsistencia no constituía solo una (en su caso, nueva) pregunta académica o preocupación política, sino una inquietud que definía buena parte de su vida diaria. Para ella, llegar a fin de mes había sido siempre un problema práctico. Este libro colaborativo entrelaza esas preocupaciones vitales, académicas y políticas.
Llevábamos ya un año investigando estrategias de supervivencia cuando nuestro trabajo tomó un giro inesperado con el comienzo de la pandemia en marzo de 2020. El objeto empírico de nuestra investigación rápidamente comenzó a transformarse ante nuestros ojos. Si bien ya teníamos algunas conclusiones preliminares sobre el funcionamiento relacional de las estrategias de supervivencia, decidimos posponer la escritura y continuar la investigación.
Investigar y escribir sobre las formas de asegurarse la supervivencia implica despojarlas de su urgencia. Es como si detuviésemos una película, y escudriñáramos cada toma. Al intentar examinar y narrar cautelosamente, corremos el riesgo de destruir ese objeto, tan plagado como está de premuras y de tensiones. Cenar mate cocido con pan porque no hay nada más no es lo mismo, huelga decirlo, que escribir sobre una cena con mate cocido y pan. No creemos haber resuelto este dilema, pero sí esperamos haber inspeccionado y representado de la mejor manera en que nos fue posible los apremios, las dificultades, los conflictos y también las formas mancomunadas de subsistir en los márgenes.
(...)
Hace más de cinco años que Chela coordina un comedor comunitario en el asentamiento La Matera, en la periferia sur del Conurbano bonaerense. El comedor lleva el nombre de su hijo de 9 años, fallecido luego de que una moto lo atropellara frente a su casa. De lunes a viernes, alrededor de cien personas, entre niñas, niños y adultos, desayunan, almuerzan y/o meriendan en el estrecho salón multiuso cubierto con chapas y rodeado de alambre en el patio de adelante de la casa de Chela.
Mujer de 45 años, de baja estatura y tez morena, Chela parece tener una energía inagotable para obtener recursos para su comedor: “Me bajan de Nación, del municipio, de la iglesia… también donaciones privadas. La panadería nos dona la factura, otros ponen para el puchero”. En mayo de 2019, nos contaba que al principio concurrían niños y niñas solos al comedor, “ahora se ven más familias enteras”. Un año más tarde, en plena pandemia, el comedor de Chela distribuía raciones de comida a docenas de familias.
El barrio “está mal. El año pasado se inundó más que nunca, no sé si será por las cloacas que no terminaron. No sabés las ratas que tenés después de cada inundación. Por suerte acá en el comedor no tenemos. Tenemos venenos y jaulas por todos lados, porque son ratas grandes”. A Chela no le gusta detenerse en los problemas, sino en las posibles soluciones. “Vamos a salir adelante”, dice. El “salir adelante”, para ella, implica a las tres vecinas que la ayudan en el comedor: “Se corta la luz y sabemos qué hay que hacer, se corta el agua, y sabemos qué hay que hacer”. Las cuatro comienzan su labor alrededor de las siete de la mañana y terminan una vez que limpian la sala luego de la merienda de las cinco de la tarde.
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