Desde la publicación de Malcomidos en 2013, la escritora y periodista argentina Soledad Barruti se volvió una de las referentes de la alimentación saludable y consciente. Pero con esto no nos referimos a dietas, productos “light” o eliminación de carbohidratos.
En esta extensa investigación que a Barruti le “cambió la vida”, así como a los más de 100 mil lectores que la convirtieron en un bestseller, la autora se dispone a probar “cómo la industria alimentaria argentina nos está matando”. Desde el agronegocio, las fumigaciones y el desmonte hasta la crueldad animal, las pastillas y los transgénicos, Malcomidos aborda todo lo que no vemos (o no queremos ver) de aquello que comemos.
“¿Por qué las vacas ya no comen pasto? ¿Desde cuándo los criadores de pollos no comen pollo? ¿Qué peligros esconde una ensalada? ¿Qué hay detrás de cada delicado plato de sushi? ¿Cuáles son los ingredientes secretos en los alimentos procesados? ¿Qué relación hay entre la falta de trigo, la exclusión social, el asesinato de indígenas y las catástrofes naturales? ¿Por qué cada día hay más obesos, más diabéticos, más hipertensos y más enfermos de cáncer?”, se pregunta la autora.
A diez años de su primera edición, Malcomidos, editado por Planeta, es un recordatorio de que “la forma de comer que hoy nos condena puede esconder el germen de la revolución urgente” y de que “la única resistencia contra la cultura del fin del mundo es volver a sentirnos cuerpos vivos en un mundo vivo”.
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A continuación, el prólogo completo de Barruti a la nueva edición, en el que cuenta cómo empezó la investigación, su traumático paso por la granja industrial de cerdos más grande de la Argentina y por qué “es crucial cambiar la cultura de marcas y agronegocio”.
Así empieza “Malcomidos”, de Soledad Barruti
Diez años después
Hace quince años me aventuré en una investigación que me cambió la vida. Porque este libro, que ahora cumple una década, fue primero eso: una búsqueda personal guiada por la curiosidad que me provocaba que, alrededor de un evento tan cotidiano como comer, todo fuera misterioso y oscuro. Me guiaron preguntas y lecturas, también algunos documentales. Hasta que un día empecé a ver, a oler, a escuchar de cerca. Ese encuentro transformó mi relación con la comida, y, a través de la comida, con sus historias hechas de semillas, plantas, animales, suelos, vientos, culturas, y personas, muchas personas.
La propuesta que me hice fue ir a los lugares en donde crecían las frutas y las verduras que llegaban a la verdulería, adonde se producían los huevos y los pollos, las carnes y los pescados. Quería visitar los campos que prometían sacarnos por fin de la crisis y también los bosques que, por esos campos, ya no iban a existir más.
Entonces eso hice. Fui a los corrales de engorde con sus vacas hacinadas y llorosas porque solo podían respirar y habitar su propia bosta y orina mezclada con barro. A los gallineros en donde las gallinas, encerradas de a ocho o de a diez por jaula, estaban condenadas a pisarse unas a otras. A los pueblos en los que las mujeres se encontraban en las salitas de salud a las que llevaban a sus hijos con cáncer para organizarse junto con algunos médicos valientes y trazar el mapa que hacía coincidir las fumigaciones con ese reguero de muerte. Pisé los montes recién asesinados en el norte y hablé con indígenas acorralados, desalojados de esa tierra que siempre les había dado todo lo que necesitaban, obliga dos a convertirse en pobres de periferias urbanas. Y así. Hasta que un día, todo eso que vi se me hizo carne y desde ahí pude escribirlo, contarlo, y ya nunca paré de hacerlo.
Literalmente sucedió, y de una manera que no esperaba. Fue después de haber visitado la granja industrial de cerdos más grande de la Argentina. Viajé muy temprano una mañana junto con su dueño, Antonio Riccilo, que además tenía un feedlot de vacas y que estaba por estrenar unos corrales para pollos. Caminé por los galpones cerrados en donde los cerdos, todos iguales, crecían de la manera más eficiente posible: en el menor tiempo, en el menor espacio, y haciendo lo único que se esperaba de ellos, que era comer y engordar. Entre estructuras de aluminio brillante vi a esos animales y a su único padre -el cerdo reproductor-, también a algunas cerdas que estaban en sus jaulas de gestación: espacios del tamaño de sus cuerpos donde los animales aguantan hasta que llega la hora de parir.
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Escuché su apuesta de orden y progreso -la apuesta que comanda todas las decisiones monstruosas que se toman en este mundo en que vivimos- y tomé nota hasta que ya no pude seguir escuchando: cuando entré a la maternidad se me taparon los oídos. Era un lugar repleto de sangre y gemidos en el que las cerdas parían aprisionadas entre barrotes. Jaulas como las que antes las habían sostenido en sus preñaciones ahora las obligaban a estar tumbadas mientras que algunas mujeres se turnaban para recibir a sus cachorros y los colocaban para que ellas, sus madres, sin tocarlos, sin olerlos, sin mirarlos, estabuladas en esa posición de tortura, los amantaran.
Nos acercamos a una de esas jaulas. En un rapto de entusiasmo, Ricchilo levantó a uno de los diez cachorros y me lo puso en brazos. Fue como sostener a un bebé: rosado, blando, caliente, me miró y exhaló por el hocico vapor de leche. Y su madre, aprisionada, también me miró, con furia lo hizo, con desesperación, con odio. Sentí sus ojos amarillos grabándose los míos. Le devolví a su hijo. Y casi todo lo que pasó antes y después está escrito en “Un país descarnado”, el capítulo de este libro dedicado a esa visita.
Lo que no está escrito, lo que quiero compartir ahora, es esto: a la mañana siguiente me desperté todavía abrumada. Despedí a mi hijo que se fue a la escuela temprano y puse agua para hacer un mate. Me preocupaba no saber qué hacer con la acumulación de experiencias atroces que iba encontrando. ¿Quién iba a querer leer sobre esto? ¿Para qué iba a contarlo? ¿Cómo podía escribir la historia que necesitaba contar para hacer de las palabras un conjuro que transformaran algo? Aprendí a escribir con Guillermo Saccomanno. Fue mi maestro, y me enseñó que se escribe siempre sobre lo que duele, y que se escribe para entender. Y que entender es ir hacia adentro, a ese lugar interior adonde ni sabemos llegar, a veces...
Y en ese momento el agua hirvió. Y me puso de malhumor porque el mate no se toma con agua hervida. Saqué la pava de la hornalla con ese ímpetu de la tarea mal hecha y el cansancio, y el asa de la pava se zafó. Se derramó toda el agua y ahí hice esto, inexplicable: en lugar de alejarme, de un salto me acerqué al agua caliente que cayó en mis piernas.
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Me desvestí, llamé a mi mamá, me puse agua fría, me acosté en la cama. El dolor de una quemadura no se parecía a nada que hubiera vivido antes. Era tan puro, tan concreto, tan absoluto que no me permitió, por semanas, pensar en nada más. Tampoco hacer. Fui eso durante el tiempo que duró el ardor: un cuerpo que no se podía mover y solo sentía día tras días el vacío de la piel desintegrada primero, de la piel naciendo nueva después, de las cicatrices que iban a quedarme chiquitas y nacaradas para siempre.
Cómo esa experiencia se inscribe en esta historia tiene muchas interpretaciones posibles, que van de la torpeza a la necesidad corporal de manifestar tanto horror atragantado. De imprimir el dolor y mezclarlo en esa historia salvaje que solo los cuerpos saben contar. Fue recién después de quemarme y de estar en cama hasta curarme que empecé a escribir y que ya no pude dejar de hacerlo.
Vivimos tiempos míticos: con la industria alimentaria como punta de lanza nos acercamos hacia un abismo al que le sobra evidencia aterradora. Si no hacemos nada al respecto, sin árboles, sin agua, sin semillas, entre pandemias y fuego y gritos que nadie escucha y chorreras de sangre que nadie ve, la comida que comemos va a terminar por devorarnos a nosotros mismos. Pero nada está dado para que hagamos nada. Tampoco para que nos enteremos. La trampa civilizatoria es que todo esto sucede mientras la desinformación y la anestesia arropan las conductas zombis con colores brillantes y deliciosos perfumes de artificio.
Si de éxito y fracasos se tratan los balances, en estos diez años que pasaron no hay hacia afuera demasiado para celebrar. Desde la publicación de Malcomidos la vida de la tierra solo se redujo a fuerza bruta. En la Argentina, ahora el trigo es transgénico. Los humedales del Delta del Paraná se están muriendo porque los ganaderos los quieren hacer pasturas quemándolos. El mapa del agronegocio en expansión coincide con el de la pobreza y su expansión. Más de la mitad de los niños y niñas de nuestro país no vive en condiciones mínimas de dignidad. El único derrame que existe es el de agrotóxicos.
En Río Negro hay cinco mujeres indígenas presas en una causa que se lleva puestos todos los principios democráticos. Ante cada crisis de sequía hay subsidios enormes que pagamos todos para apoyar a los dueños de los campos que las provocan. Los árboles desaparecen y con ellos tantos cantos, tantos colores, tantos ojos de seres que no sabríamos ni nombrar. Monsanto se disolvió hacia el cuerpo de otra compañía, Bayer: sin disimulo nos venden los venenos que nos destruyen y las pastillas para que sumemos esperanza de vida. Porque parece que es un logro: acumular años con drogas. Y el poder real ya ni disimula: en 2023 Syngenta puso a su CEO por un rato junto al presidente de turno a gobernar.
A los logros colectivos que se pueden contar para inclinar un poco la cosa les sobran los dedos de una mano: un productor de tomates fue procesado por envenenar a un niño; no tenemos granjas industriales de salmón ni megagranjas factorías de China. Y por fin vamos al supermercado y nos encontramos con una ley de etiquetado que nos dice que lo light no es light y que tener una criatura y que la alimente Nestlé no es una buena idea.
Poco.
Y sin embargo.
Tal vez no se trate de esto.
De tratar así al presente -a lo que nos pasa- como si fuera un excel que suma derrotas y fracasos.
Los tiempos míticos son también tiempos con otros tiempos y devenires donde, en los lugares más insospechados, puede estar cociéndose lo inesperado, entre personas hoy todavía tímidas pero que un día salgamos y cambiemos el rumbo.
Escribí el libro que necesitaba leer. Cuando lo publiqué no tenía redes sociales y no sabía bien a quién más le podía llegar a interesar. Pero enseguida aparecieron muchos lectores que, después leerlo, me contaban que también intuían que la forma de comer que hoy nos condena puede esconder el germen de la revolución urgente.
Hoy creo en eso más que nunca.
En que el antídoto contra el adormecimiento colectivo es recuperar la vehemencia amorosa que nos apega a la vida.
En que la única resistencia contra la cultura del fin del mundo es volver a sentirnos cuerpos vivos en un mundo vivo. En que tener nuestra sensorialidad despierta y dispuesta para dejarnos afectar con todo el sufrimiento y toda la belleza que eso implica es una poderosa arma de batalla.
Si comer es el diálogo más importante y cotidiano que tenemos con la tierra y todos sus reinos y fuerzas vivas, comer comida sana, limpia y justa puede arrancarnos de este presente de indolencia, destrucción, adicción y depresión para acercarnos a uno de regeneración, ancestralidad, cuidado y respeto.
Y cuando digo comer no me refiero al acto individual de abrir la boca e ingerir un alimento. Comer nunca es un acto individual: es un proceso profundamente colectivo hoy enredado en tanta violencia que se transformó en un privilegio. Para comer bien tenemos que comer todos, y para eso es crucial cambiar la cultura de marcas y agronegocio que nos está matando, por agricultura agroecológica con redistribución de tierra, personas en el campo, semillas libres y recetas que no tengan entre sus ingredientes la crueldad que hoy tienen; esa que hace que prefiramos, muchas veces, ni siquiera saber qué estamos comiendo.
Dejar de estar malcomidos es una apuesta micro y macropolítica, contracultural y subversiva, que nos devuelve a los cuerpos como lugar de poder y de verdad y de deseo.
Malcomidos es un libro inaugural, y como tal tiene el arrojo de una realidad que quema y que duele y que nos necesita implicados para ser curada. Podría corregirle comas y otras equivocaciones que, incluso, devinieron en personajes que hoy no elegiría para narrar algunas partes. Si lo reescribiera, probablemente hay cosas que contaría de otra manera, que querría explicar mejor. Sin embargo, hay una verdad mucho más grande que subyace en esos detalles y que hace que siga siendo lo que fue: un comienzo, una invitación a transitar un camino sensible de reencuentro con lo que somos para vivir una vida más despierta, más intensa y más real. Sé que hay muchas excusas para no hacerlo, pero, en todo este tiempo, entre miles de lectores, no encontré ninguno que se haya arrepentido de probarlo.
Quién es Soledad Barruti
♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1981.
♦ Es periodista y escritora.
♦ Investiga a la industria alimentaria, el agronegocio y otros negocios extractivos que destruyen cuerpos y territorios.
♦ Escribió libros como Mala leche y Malcomidos.
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