“¿Qué clase de boludo piensa que soy?” Un particular rey Luis XIV protagoniza una novela de Daniel Guebel que promete y cumple

“El rey y el filósofo” plantea un encuentro entre Historia y Filosofía a partir de un encuentro entre el monarca francés y el pensador Gottfried Leibniz, en el que el segundo planteó la conquista de Egipto.

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El escritor y, detrás, Luis XIV y Leibniz, que ahora son sus personajes.
El escritor y, detrás, Luis XIV y Leibniz, que ahora son sus personajes.

Leemos el título de la última novela de Daniel Guebel, El rey y el filósofo, y podemos anticipar tanto los protagonistas como la temática, y en ese sentido las expectativas del lector pueden llegar a cumplirse: es un libro sobre Historia y Filosofía, más precisamente sobre un encuentro, el del rey Luis XIV y el filósofo Gottfried Wilhelm Leibniz. Sin embargo, no hay nada lineal, predecible u obvio en la novela de Guebel, ya que cada página es una sorpresa distinta, y cada conflicto narrativo un núcleo que estalla de las maneras más desopilantes.

El rey y el filósofo trata de responder a una pregunta ¿qué sucedió cuando el filósofo viajó desde el Imperio Romano Germánico hacia Francia para convencer a Luis XIV de invadir Egipto? Este evento está extraído de la realidad histórica ya que Leibniz fue efectivamente un emisario del imperio. Lo que sabemos es que el objetivo de convencerlo de invadir Egipto no fue un éxito ya que esto ocurriría recién un siglo y medio después, con Napoleón Bonaparte. Sin embargo, lejos está de ser o intentar ser, una novela histórica, más bien podríamos decir todo lo contrario. La novela se construye en el intersticio entre historia y fantasía, suceso y delirio, hechos y especulación, algo similar a lo que hace por ejemplo César Aira en Ema la cautiva, donde la historia con sus personajes históricos funcionan como excusas para dar inicio a la invención de mundos posibles.

Casi toda la novela está escrita como un relato epistolar, es decir, la historia se narra a partir de un intercambio de cartas entre varios personajes y, como consecuencia, se nos presenta una estructura polifónica con varias voces que se intercalan y construyen un relato de múltiples puntos de vista. En un principio, estos personajes son los enviados alemanes (el copista de Leibniz y el filósofo) y diferentes personalidades históricas de la corte de Versalles: ministros, marqueses, amantes, o el mismísimo rey, que vistos en conjunto componen un abanico de inusuales y risibles personalidades. Además de las cartas se infiltran otros documentos que enriquecen aún más la narración: diarios íntimos, informes o transcripciones.

"El rey y el filósofo". Historia, filosofía y mucha literatura.
"El rey y el filósofo". Historia, filosofía y mucha literatura.

Lo que comienza a ocurrir es que estos documentos no aparecen en armonía sino más bien lo contrario, la versión que se cuenta en una carta, y que como lectores creemos, se contradice inmediatamente en la carta siguiente y la veracidad de la historia se anula y se reemplaza por otra, construyendo una suerte de novela de enredos donde los rumores y habladurías están en el centro de la escena.

Así es como, en un tono casi de novela de espionaje, Johann Georg von Eckhart, el amanuense y asistente de Leibniz, cree estar enviando un reporte secreto y escrito en código a Johann Philipp von Schönborn, arzobispo Elector de Maguncia, pero en realidad estos reportes son interceptados por los ministros de la corona a través de un marqués. También se narra el envenenamiento de la Duquesa de Orleans, al que se le intercala la trama amorosa de Luis XIV y madame de Montespan, que nos llevan casi sin aviso a entramados telenovelescos de cárceles clandestinas y pócimas secretas.

Guebel imagina una Versalles donde lo alto y lo bajo se encuentran constantemente, donde el humor y el grotesco se ponen en primer plano y construyen personajes y voces que se acercan constantemente al ridículo, un Luis XIV delirante en un palacio rodeado de personajes dignos de un culebrón donde el exceso, lo excéntrico y el humo del opio tiñen la atmósfera. El humor es un recurso evidente y muy bien logrado en toda la narración. Hay algo muy teatral, casi clownesco y grotesco en todos los personajes de la corte.

La referencia podría bien ser Moliere y la comedia baja, muy de moda durante el reinado de Luis XVII. Desde el registro se hace evidente este juego entre alto y bajo ya que la novela crea un tono propio, que toma mucho del vocabulario del siglo XVII pero que también intercala insultos, ya no diríamos simplemente modernos sino con un tinte argentino, que producen oraciones como “¿Qué clase de boludo piensa que soy? ¡Claro que no es factible, pero es soñable! Mejor que hacer es decir, y mejor es prometer que realizar”, dichas en boca del rey.

En resumen

La novela da las dos cosas que parece anticipar: Historia y Filosofía, y maneja a la perfección ambos registros, el histórico y el filosófico, pero también el cómico y el absurdo. El encuentro entre el rey y el filósofo se dilata como consecuencia de las intenciones reales, y tarda casi cien páginas en ocurrir, pero cuando finalmente ocurre, ha valido la pena toda la espera. Los encuentros entre los dos personajes llevan al extremo el derroche barroco del discurso, el delirio del rey, las reflexiones históricas y filosóficas y la parodia que es este retrato de Luis XIV, quien por ejemplo, está convencido de haber sido el que primero ideó la teoría leibniziana de la armonía preestablecida o que le pide a Leibniz que cree una máquina para cumplir cualquier deseo de los hombres.

El rey y el filósofo pone de manifiesto que eso que llamamos “historia” es también un relato construido a partir de otros relatos, y que eso que llamamos “discurso hegemónico” nunca está verdaderamente cerrado. Guebel toma un hecho histórico y construye una novela excesiva en todos sus sentidos, mientras nos enseña que es posible reírnos de la historia cristalizada e imaginar otras realidades posibles.

Quién es Daniel Guebel

♦ Nació en Buenos Aires, Argentina, en 1956.

♦ Es escritor, guionista y periodista.

♦ Escribió libros como La perla del emperador, El terrorista, La vida por Perón, Las mujeres que amé, El hijo judío y El sacrificio.

♦ Recibió galardones como el Premio Emecé de novela, el Premio Literario Academia Argentina de Letras, el Premio Nacional de Literatura y el Premio de la Crítica de la Feria del Libro de Buenos Aires.

“El rey y el filósofo” (Fragmento)

I

Carta de Johann Georg von Eckhart, amanuense, a Johann Philipp von Schönborn, Elector de Maguncia

Su Excelencia:

Los fabricantes de manos rascadoras de marfil están de parabienes desde que el palacio se infectó de pulgas. Ocultas en los pliegues de los cortinados, esperan el paso de los lebreles para caerles al cogote, se las ve saltar y aterrizar sobre los cortesanos. Tejiendo redes con sus saltos ornamentales van de peluca a peluca, se hunden en los batidos esponjosos de pelo de cabra o de caballo (las económicas) o de cabellera humana (las costosas). Tienen tanta sangre a su disposición que si uno las captura y aprieta sus caparazones quitinosos sueltan tal cantidad que manchan enteramente la mano. Para eliminar la plaga, Guy Crescent-Fagon, el médico de Su Majestad, dispuso que se cerraran los grandes ventanales y se soltaran frailecillos, zampullines, carboneros, chorlitejos y pinzones. Y es cierto que al principio el número de insectos se redujo gracias al picoteo de las aves, pero pronto, por una pulga que era atrapada, había cientos que encontraban refugio y alimento entre el plumaje. Así, enloquecidas por las picaduras, las aves se lanzaban en vuelos rasantes; rebotaban contra las columnas, pilastras y nichos; chocaban contra las esculturas de Anguier, Girardon, Coysevox, Coustou, Sarazin, los hermanos Balthazar, Marsy y Puget; se estrellaban contra las cornisas y arquitrabes y contra las salientes de los armarios, las puertas y los gabinetes de escritura; enceguecían con el brillo de las chapas cortadas y pegadas a los marcos de los muebles, con las reverberaciones del carey, con las incrustaciones entrelazadas y los relieves en estuco dorado y los paneles policromos; se descerebraban al golpear contra los capiteles de las pilastras de Rancé o se desnucaban contra los trofeos de bronce dorado que adornan los entrepaños de mármol verde de Campan que cinceló Ladoyreau; creían encontrar una salida al mar o un espejismo de arena en las conchas marinas que trazaban sus curvas y arabescos en las paredes; algunas, por cansancio, se posaban sobre los estantes de las chimeneas y volcaban sin querer los jarrones, paraban a respirar sobre las cuatro columnas de las camas duquesa o descansaban enredándose las patas en el repujado de los almohadones y de los cojines, dejando las marcas de su peso en el acolchado de los sillones confesionales y llenando de plumas las sillas y los sillones y los canapés. Pero la gran mayoría, antes de caer muertas de agotamiento, acometían un último vuelo y vaciaban sus cloacas sobre los gobelinos y las alfombras de Aubusson y los cuadros de Rigaud, La Tour y Le Brun. Para detener o al menos moderar los excesos de ese infierno selvático, Su Majestad dispuso una “temporada de caza interior”. Provistos de redes de atrapar mariposas, los cortesanos agitaban sus tules por los Salones de la Guerra y de la Paz, saltaban y se tropezaban y caían en la Escalera de los Embajadores, cumplían con la misión asignada en el Salón del Trono, se internaban con falsa discreción en el Gabinete de los Placeres Reales y alojaban sus capturas en jaulas de mimbre. Pero eran tantos los pájaros y tantas las jaulas requeridas que hubo que contratar de urgencia a maestros de cestería, para quienes Su Majestad diseñó los modelos que precisaba. Las había rectangulares, esféricas, ovoides, cuadradas, de doble o triple piso, en forma de catedral romana, de pagoda china o de laberinto. Debido al apuro por resolver la cuestión, estas jaulas no se vieron beneficiadas por aditamentos de cobre, bronce, estaño, escamas de tortuga, huesos, marfil o piedras preciosas: Su Majestad prefirió resignar los encantos de la forma en beneficio de la función y la corte tomó esa sencillez como una exquisita afectación de despojamiento. Cuando cada jaula tuvo su cautivo, se las distribuyó en galerías, salones y aposentos, en cámaras y antecámaras y escaleras y pasillos y pasadizos, pero eran tantas que resultaba difícil dar un paso sin tropezar con ellas y sin volcarlas, con lo que además se derramaba el agua de los bebederos y se esparcían las semillas de mijo y de alpiste para gran contento de roedores que abandonaron los pantanos rellenados de las cercanías e invadieron el palacio. Las ratas de mayor tamaño se deslizaban entre los barrotes y hacían presa de los ejemplares pequeños y de tonalidades más vistosas, que no tenían más alternativa que morir piando escandalosamente.

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