“¿Me lo contás de nuevo?”, me dice mi hijo cada vez que cierro el libro mientras pronuncio ―y entono con esa musicalidad tan característica― la efectiva fórmula “Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado”. No basta con leer cualquier clásico de la literatura infantil dos o tres veces antes de dormir.
Hay un conjuro, una receta centenaria escondida entre esas páginas que los vuelve irresistibles. Pero, ¿cuántas veces son suficientes? Mientras escribo estas líneas pienso en cómo me gustaba pasar a máquina de escribir Los tres cerditos y cómo mi abuela me preguntaba cuántas veces más lo iba a hacer. Nunca era suficiente. Para mi hijo, tampoco. Y vuelvo a mis recuerdos, lejos de la cancelación de los tiempos de corren y cerca del calor de la infancia.
¿Cuál es esa extraña poción que emana de los clásicos de los Hermanos Grimm, Hans Christian Andersen o de Charles Perrault para que nunca los olvidemos? ¿Acaso volvemos una y otra vez a esos escenarios en los que fuimos felices? ¿Queremos que nuestros hijos continúen el legado de historias? ¿Y si esos cuentos me generan dudas? Mi mente vuela entre los infinitos “¿Me lo contás de nuevo?” y abro el libro una vez más para interpretar de nuevo la narración.
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“Cuando tenía seis años vi, una vez, cierta magnífica imagen en un libro acerca de la Selva Virgen, que se llamaba ‘Historias vividas’”, empieza El Principito, de Antoine de Saint-Exupéry. ¿No somos todos ese narrador que se maravilla con un clásico de la literatura, ese que dispara otras ideas, una comprensión del mundo cercano? Entre los bostezos y una sábana que se escapa por el costado de la cama, un hilito de voz suave y cansada hace conjeturas sobre qué haría él si fuera uno de los tres cerditos. La siguiente lectura viene acompañada de efectos especiales y sopla como el lobo. ¿Qué pasaría si el lobo quisiera derribar nuestra casa? La lectura se transforma en preguntas y el hechizo continúa.
Mientras los cerditos buscan la paja, las maderas y los ladrillos, los filtros de la sensibilidades lectoras se esfuman y los filtros adultos se rompen y mi hijo escucha esa historia que tanto le gusta. No le cuento que otros de sus favoritos no son leídos con buenos ojos y que, quizá, los siguientes clásicos tengan algunos elementos distintos. Tampoco le digo que, quizá, los nuevos relatos orales los escriba la Inteligencia Artificial con los cómodos parámetros de los tiempos que corren. Quiero que el conjuro no termine esta vez ni las miles más que le siguen. ¿Cuántas lecturas son suficientes? Nunca lo son.
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No le cuento que existe una policía de historias, que necesita modificar lo que fue -como si eso fuera posible-, las palabras que alguna vez se pensaron, que se transmitieron y que nos formaron para ser quienes somos hoy. Quizá esas brujas despreciables de los cuentos y las fábulas que conocemos no sean solo parte de la imaginación. A veces encarnan y ahí sí dan miedo. Pero no se lo digo. Me gusta que siga perdido en la magia de las palabras que lo hacen pensar.
¿Y si nos cansamos de leer? ¿Seremos acaso nosotros las brujas malas que quieren romper el hechizo y la magia del momento? ¡Atentos! Siempre vendrá la policía de la maternidad a recordarnos que el tiempo pasa muy rápido, que los chicos serán chicos solo una vez y subrayar: “Yo siempre le leo hasta que se queda dormido”. Vuelvo a la escena en que copiaba Los tres cerditos en la máquina de escribir de mi mamá y pienso en que estas historias nunca se van de nosotros, que siguen de otras formas. Quizá ese sea el secreto.
“Si examinamos los cuentos populares, vemos que presentan dos tipos de transformaciones sociales, que siempre terminan bien”, dice Ítalo Calvino en el libro Por qué leer los clásicos, y desarrolla: “primero de arriba abajo después de nuevo arriba: o bien simplemente de abajo arriba”. Calvino presenta dos casos distintos, por ejemplo, el de un príncipe que queda reducido a la miseria que reconquista su condición.
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El otro, en que la condición de pobre es de nacimiento y que es ayudado por seres mágicos para subvertir la situación. “Los mismos esquemas valen para los cuentos populares con protagonista femenino”, dice. Cada nueva lectura despierta una reflexión distinta en mi hijo, pero siempre la pregunta es por el mundo que está conociendo. Quizá el cuento es esa varita mágica para transformar o comprender su propio mundo. “¿Me lo contás de nuevo?”, repite mi hijo.
En ese mismo texto, Calvino concluye sobre los clásicos infantiles de forma contundente: “Se podría pensar que los cuentos populares del segundo tipo son los que expresan más directamente el deseo popular de invertir los papeles sociales y los destinos individuales, mientras que los del primero dejan traslucir ese deseo de manera más atenuada, como restauración de un hipotético orden precedente”. Como en Matilda, de Roald Dahl, quizá la lectura -y la escucha- de historias sea el germen de la revolución y también, del calor de un lugar seguro.
“Cuando nos referimos al ‘había una vez…’ no podemos dejar de hablar de magia”, escriben Maritchu Seitún y Sofía Chas en el libro Un ratito más, y continúan explicando el efecto de esa varita mágica hecha de palabras: “Apenas escuchamos esas palabras se abre en nuestra mente una puerta, una ventana hacia algo nuevo y desconocido”.
Y, como yo, mencionan los recuerdos que trae la lectura: las largas siestas de verano, la colección El Tesoro de la Juventud y, en el plano personal de una de las autoras, cómo el padre de Chas atesora esos momentos “y conserva esos libros, y le encantaría leerlos con sus nietos”. Hay un extraña poción que nos embriaga desde pequeños. ¿Cuántas lecturas son suficientes?
“Es de inmenso valor escuchar los relatos de un adulto. Hablamos de narraciones orales, que se repiten de generación en generación, o cuentos leídos o de otros nuevos que se inventan en el momento, que los chicos suelen llamar ‘cuentos de la boca’”, destacan Seitún y Chas en su reciente libro.
“¿Me lo contás de nuevo?”, dice una vez más, pero ahora lo arropo, le doy un beso y, finalmente, “Y colorín, colorado, este cuento se ha terminado”. Y se abre la puerta de una historia más.
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